Joker es una sátira desnuda y nada moralizante de la sociedad moderna y su eterna búsqueda de la felicidad. La sonrisa y su dibujo, en este largometraje, tienen destellos de locura, genialidad y rechazo. Hoy no se nos permite estar tristes, y mucho menos ser diferentes. Esta película retrata con gran maestría la dictadura del entretenimiento en la que nos desenvolvemos y sus fatídicas consecuencias. En ella se nos muestra a una sociedad hipócrita que naufraga en un ramplón buenismo que solo nos aporta destrucción y rechazo. Justo lo contrario a lo que se pretende. Esa contradicción es la culpable del histrionismo que nos embriaga con el aroma de una falsa realidad que nos permite mantenernos en el engaño permanente. El propio y el ajeno. Así, el protagonista del film (un genial Joaquin Phoenix), marcha apegado a su sonrisa de una forma enfermiza; una sonrisa que es la mejor expresión de su necesidad de salvación y, a la vez, de su disgusto con el mundo. Él quiere hacer feliz a la gente, pero no le dejan. Aquí, más que nunca, parece hacerse cierta la expresión: «cuando eres bueno resultas invisible». En este caso, su director Todd Phillips, y guionista junto a Scott Silver, nos hace hincapié en que la felicidad está sobre valorada y, quizá por ello, su mayor contradicción y más categórica expresión de la misma sea la voluptuosidad del rechazo. Un rechazo pintado de blanco y teñido de sangre y venganza. Narcisismo y crueldad. Pero también de miedo y compasión. No son gratuitas las referencias cinematográficas dentro de la película a Tiempos modernos de Charles Chaplin, o a los bailes de claqué de Fred Astaire, pues una y otra son palmarias referencias de la infelicidad y la sonrisa; de la alegría y la alevosía del poder, en una nueva manifestación del juego de la contradicción a la que nos invita su director, y que nos sumerge en la más oscura de las simas. Una y otra son una punzante metáfora de lo que somos y en lo que con el paso del tiempo llegaremos a convertirnos. Aquí director y guionista nos alertan de que no es necesario ser felices todo el tiempo, porque el ser humano también necesita explorar sentimientos como el dolor o el llanto. Entonces, ¿existe la felicidad más allá del dibujo de una sonrisa? ¿Es obligado tener esa perenne actitud ante la vida? Para responder a estas preguntas pasen y vean.
Parásito es aquel que vive del otro. Ya sea éste el Estado —estamento que por cierto no se analiza en esta película— o de un particular, a modo de un Robin Hood moderno sin más escrúpulos que los de copiar la mímesis del otro. En esta ocasión, ese otro es el opulento. El rico. El poderoso. O eso al menos es lo que nos muestra el director surcoreano Bong Joon-ho en Parásitos, la película con la que ha ganado este año la Palma de Oro de Festival de Cine de Cannes. Aquí la salvación no se produce a través del esfuerzo que nos puede llevar a disfrutar de una vida mejor, sino mediante la astucia a la hora de compartir aquellos bienes que ya tienen los más afortunados. De ahí, la importancia de tener un plan, como se nos recuerda en varias ocasiones a lo largo del largometraje. La importancia de tener un plan y también la pericia de traspasar la fina capa que separa al amo del siervo en un espacio compartido. Espacio de lujo y placeres que se encuentran muy a mano, tanto de unos como de otros. De ahí, que salvarse del precipicio de la pobreza se puede hacer de muchas maneras, pero en Parásitos, la dignidad, el esfuerzo o el mérito a la hora de escalar en la sociedad, son características que no se encuentran entre los componentes de la familia pobre, donde todo se deja en favor de la importancia de tener un plan. Plan rápido y sin escrúpulos. Plan sin memoria ni vergüenza. Plan abocado al fracaso y sus consecuencias. Y ahí es donde se encuentra la dura crítica hacia aquellos que creen que el éxito es algo que se posee sin esfuerzo, y sí solo a través del ingenio.
Parásitos es una película que contiene una gran crítica social sobre cómo se relacionan los estratos sociales más poderosos con los más empobrecidos. Llegando a la conclusión de que, aparte de que unos y otros mantengan la distancias de una forma continua y a veces cotidiana en espacios comunes donde el siervo sirve a su amo, ambos se parecen demasiado, pues ambos tiene el mismo objetivo. Esa libertad que proporciona el poder del dinero, en este caso, escarba en la miseria del ser humano en uno y otro bando para no dejar títere sin cabeza. Parásitos es un film que entremezcla estilos y situaciones divertidas y terribles con una naturalidad pasmosa, y sin que apenas nos asombre, pues una peculiaridad de la historia que se nos cuenta es que parece que la misma es tan real como si la estuviésemos contemplando desde una de las ventanas de nuestra casa, aunque no demos pábulo a aquello que contemplamos. Esa sensación de asombro y desasosiego se despliega con una gran dirección de actores y un ritmo visual y narrativo casi mágico a lo largo de las más de dos horas que dura el largometraje. El gran acierto del director coreano es hacernos ver las diferentes formas con las que el ser humano afronta su supervivencia dependiendo de la clase social a la que pertenezca. Una lucha donde los buenos no son tan buenos, ni los malos son tan malos. En este sentido, el propio Bong Joon-ho nos advierte que la mayor lucha por la supervivencia no se produce entre ricos y pobres, sino entre aquellos que luchan denodadamente por defender el último escalón social al que pertenecen, proporcionándonos en este film unas grandes dosis de violencia y crueldad a la hora de mostrarnos tal defensa de la miseria sin mayor dignidad que la de aplastar al otro sin más.
Si miramos al horizonte corremos el riesgo de ver nada más que nubes que se confunden tras una intensa bruma. Si miramos al horizonte muchas veces lo que queremos es ver ese cielo azul que creemos que nos merecemos, porque en el fondo, a través de él nace dentro de nosotros la necesidad de estar vivos. Vivos y acompañados de la persona amada, porque con ella, somo capaces de cerrar ese círculo donde no dejamos pasar al dolor y a la desesperación que se alían con el desamor. Amor y desamor. Gladiadores de la vida y del día a día que nos reta con sus espadas en todo lo alto. ¿Y qué ocurre cuando el que vence es el desamor? Que todos sabemos que, a pesar de todo, tras la espesa niebla existe el sol y su cualidad de iluminarlo todo para hacerlo distinto. Una meta, la de la luz, que Noah Baumbachconcede a los protagonistas de su Historia de un matrimonio como reflejo de aquello que fue su particular historia de amor antes de mostranos la cara oculta del mismo: el manicomio del desamor. Un manicomio con sus habitaciones propias, estancias vacías y pasillos llenos de incertidumbres que nos trasladan de unas a otras sin desearlo. Habitaciones y estancias extrañas porque nunca quisimos habitarlas. Habitaciones y estancias donde la realidad y la ficción. La verdad y el deseo. Los actos y sus consecuencias, se van dando la mano tras cada escena de esta película donde las experiencias maritales fallidas salpican una y otra vez esa necesidad de destrucción antes de encontrar un poco de paz. Una paz con la que estar vivo de nuevo, pues ese proceso de catarsis en el que estar vivo tiene mucho que ver (en la película) como una salida de los infiernos o una vuelta a la vida donde, por fin, la espesa niebla que nos enturbia la mirada y el corazón deja paso a algo de paz, comprensión y sentido común. Los egos, en este caso, de un director de teatro y una actriz, se delatan tras cada mirada o cada silencio. Un silencio que de una forma inteligente Noah Baumbach ha dejado en mano de los protagonistas para darle voz a través de unos abogados buitres que son víctimas, también, de sus propios fracasos.
4.- LA FAVORITA DE YORGOS LANTHIMOS: EL AMOR Y SU PODER REFLEJADOS EN ESTANCIAS DE PENUMBRA
El camino que recorre el amor a lo largo de nuestras vidas viene escalonado por diferentes estancias de penumbra, en las que en ocasiones se cuela la luz del sol de una forma arrebatadora y, en otras, reina la oscuridad más absoluta. Como dice el propio director griego de esta película, Yorgos Lanthimos,«el poder, es la forma más descarnada del amor». Quizá, porque en esas estancias de penumbra revoloteamos cual pájaro prisionero entre paredes que nos hablan o nos recuerdan a nuestros errores o derrotas sentimentales, esas que marcan nuestra existencia más que la pérdida de una guerra, por más que uno —en este caso una—, sea la reina de Inglaterra. En este sentido, La favoritase adentra sin remilgos en el farragoso terreno del poder que para su definición total precisa del arma del amor como la mejor herramienta para llevar a cabo sus propósitos. El poder, esa droga que nunca sacia al espíritu humano, busca en esta película los escondrijos más sutiles —y en ocasiones sexuales— del Estado para conseguir sus objetivos. Bajo una narración ágil divida en ocho capítulos que dan a la historia la forma de cuento de brujas y hechizos, La favorita recorre los territorios que van desde el amor a la crueldad en forma de tragicomedia sin forzar un ápice su esencia: el amor y su poder reflejados en estancias de penumbra. Estancias de penumbra, vestuarios, fiestas y bailes que nos recuerdan de una manera sucinta a las películas del gran Peter Greenaway.La favoritaes un film de época repleto de extravagancias al que sólo le falta la música compulsiva de Michael Nyman para lograr rizar el rizo. Yorgos Lanthimos, en esta ocasión, nos brinda la versión más arriesgada de una forma de entender las vicisitudes de los asuntos de Estado que, en La favorita, deambulan por los caprichos de una reina enfermiza y encerrada en un palacio que nos recuerda más a un castillo y sus mazmorras que a una estancia real de principios del siglo XVIII. La intriga, la diversión y el deseo se encuentran y confrontan bajo las miradas, siempre seductoras, de sus tres protagonistas, magníficas las tres y firmes candidatas a todos aquellos premios a los que se presente esta película. El desgarro, la huida y la soledad están extraordinariamente interpretados por una Olivia Colmanperfecta e inconmensurable en el papel de reina Ana. A su lado, su consejera y amante, Lady Marlborough, interpretada por Rachel Weisz, cuya expresión de lujuria producida por el poder, resulta conmovedora por la fuerza y la ira con el que las ataca. Tras ella, Abigail, a la que da vida Emma Stone, cuyo reflejo incandescente de sus fríos ojos azules atrapa al director para filmarla cercana, y desnudarla en sus gestos y, a través de sus labios, sus ojos y los lóbulos de sus orejas —al principio desnudos y después adornados de lujosos pendientes— hasta convertirla en un caleidoscopio de emociones que van desde la inocencia a la maldad, la transparencia a la oscuridad, la cercanía a la venganza, sin duda, una explosiva mezcla de emociones y resultados.
Ángel Silvelo Gabriel.