Cuando vivía en el barrio de Gràcia de Barcelona tenía varias salas de cine cerca de casa y, al menos por eso, me sentía en el paraíso. A menudo salía de casa sin un plan concreto y me acercaba al cine Verdi a ver lo que echaban; si me atraía algo de la cartelera entraba sin haberlo planificado (algo impensable en mí). A veces pasaba por delante camino de cualquier otra parte y un título me llamaba la atención. Yo he visto cosas que no creeríais: entrar en el Verdi con las bolsas de la compra para ver una película (una vez incluso olvidé que llevaba congelados). También he pasado delante del Verdi y me he dado cuenta de que ya había visto todo lo que tenían en cartel.
Por suerte tenía otras salas a mi alcance, incluso más cerca: el Lauren Gràcia (el antiguo cine Texas de programa doble de la época franquista que, como otros muchos en los setenta, acabó sobreviviendo a base de porno suave y/o cutre), una sala mitificada por la intelectualidad barcelonesa que pasó su infancia en el barrio que echó el cierre definitivo en 1995, y que luego pasó a formar parte de la cadena Lauren hasta 2013, para --¿finalmente?-- dar paso en 2014 a la sala que hoy gestiona a base valentía y versiones originales el cineasta Ventura Pons.
Una tarde de verano (así empieza también la película, y cuando me di cuenta se convirtió en la primera piedra de este mito personal) pasaba por delante del Lauren Gràcia; no tenía pensado ir la cine, pero me llamó la atención una película de animación japonesa que había ganado en Berlín y el Oscar al mejor filme en habla no inglesa (el primero de la historia en lograrlo). Aquello era un auténtica novedad, casi una rareza, esa película debía tener algo especial sin duda --algo prácticamente abrumador-- para haber conseguido cautivar a un jurado y a una Academia casi unánimemente insensibles a la animación juvenil y/o adulta. Por descontado, no tenía ni idea de quién era su director --Hayao Miyazaki-- ni entonces me preocupó; de manera que me senté en la butaca, sin bolsas de la compra y con la mente libre de expectativas y sin información previa, en un estado mental como muy pocas veces en mi vida. Quizá tuviera algo que ver, no lo sé, la cosa es que a los pocos minutos me sentí como si me hubieran inmovilizado en el sitio y estuviera recibiendo un chorro de narración y de estímulos sensoriales en estado puro; una situación similar y una reacción inversa a las que experimentaba Alex (Malcolm McDowell) en su inquietante terapia de La naranja mecánica (1971). El viaje de Chihiro --luego descubrí que todo el cine de Miyazaki es así-- no exhibe causas ni consecuencias, no permite al espectador anticipar acontecimientos de la historia, sino que hay que dejarse llevar, aceptar el hecho de que, de pronto, se produzca giro argumental que convierta la película en algo muy diferente, a veces un simple recurso de género que permita reconducir una historia aparentemente sin pies ni cabeza. Eso lo comprendí cuando ya había visto unos cuantos filmes de Miyazaki; aquella tarde de verano simplemente reaccioné como estaba previsto: me quedé clavado y absorto en la butaca. Todo lo llenaba un mundo fantástico dibujado con un increíble nivel de detalle que atrapaba la mirada y no la soltaba. Salí del cine en estado de shock, con los sentidos incrementados, experimenté una fuerte necesidad de recrear y explicarme a mí mismo lo que acababa de ver.
Lo siguiente ya no forma parte del mito, sino de mi costumbre: supe quién era Miyazaki, me hice con una copia de toda su filmografía y la devoré en una semana. Con cada nuevo título buscaba experimentar la misma sensación que la otra tarde en el cine, pero comprendí que no había ninguna obra maestra absoluta, pero sí muchos aciertos parciales, intuiciones geniales, momentos que desarrolló en filmes más maduros; también encontré regularidades y fijaciones que comparto (siempre heroínas como protagonistas): la hipnótica escena inicial de Nausicäa, del valle del viento (1984) --claramente inspiradora de otra muy concreta de Star Wars VII. El despertar de la fuerza (2015)-- o la escena final de El castillo en el cielo (1986), donde durante algunos instantes experimenté la misma sensación de pérdida y extrañeza que Chihiro cuando anochece en la ciudad fantasma.
Tendría que esperar a su siguiente filme para comprobar que estaba ante un director en pleno apogeo artístico y quedar de nuevo abrumado. La crítica que escribí después de ver El castillo ambulante (2004) --la segunda película en la que Miyazaki vuelve a rozar la perfección-- es un texto híbrido y extraño: se nota que estaba en plena fase de alineamiento con el universo Miyazaki, pero todavía no había llegado a convertirme en un rendido fan. Es cierto que no experimenté la misma sensación que aquella tarde de verano de 2001, pero con los sucesivos visionados (muchos) he ido reencontrando esa inefable atmósfera de momento irrepetible y casi real en sus escenas: la increíble recreación visual del sueño de Sophie, cuando descubre el secreto del poder de Howl, la escena de la limpieza y el posterior desayuno en el castillo... Pero sobre todo el final, con el castillo reducido a la mínima expresión, llevando consigo los restos de sus protagonistas, y la forma incluso conscientemente irreal de resolver todas las historias.
Años después, ya convertido en un experto en la obra de Miyazaki, orgulloso al comprobar cuántos cineastas de todos los estilos se inspiran en sus películas y en sus hallazgos visuales, fui a París a ver una exposición en la que se explicaba con ejemplos y dibujos su método de trabajo. Allí pude comprobar cómo la maravillosa complejidad técnica y la obsesión por el detalle de sus películas revelan un rigor y una autoexigencia únicas. No es solamente que al ver sus filmes podamos quedar fascinados por la naturalidad o la fluidez con la que están resueltos determinados movimientos, sino que, gracias a la exposición, comprendes que detrás de veinte segundos de metraje que pasan sin respirar hay meses de trabajo. Los últimos filmes de Miyazaki se consumen en apenas dos horas, pero exigieron cuatro años de trabajo cada uno.
El viaje de Chihiro es una de mis películas fetiche, el mundo fantástico que exhibe y recrea es algo más que un entretenimiento, es un mundo que he acabado por incorporar a mi pensamiento, parte de mí mismo. Incluso, con el tiempo, me sirve de criterio de selección social: en cuanto conozco algún otro rendido fan de la película lo dejo caer de inmediato en mi carpeta de personas a tener en cuenta. No me ha ido mal.