("A la sombra del granado", Tariq Alí).
Cuando en 1492 Castilla logró conquistar el reino de Granada, último reducto de los musulmanes españoles, el sentimiento generalizado era que habíase completado la unión política de España.
Pero no olvidaban los Reyes Católicos, y aun menos la Iglesia, que la unidad plena anhelada no se alcanzaría hasta lograr también la unidad religiosa; aquel objetivo se vio más asequible tras el decreto de expulsión de los judíos en marzo de 1492. Sin embargo, esta medida estaba muy lejos de poder aplicarse a aquellos miles de muslimes que tras la caída del reino nazarí acababan de trocarse en súbditos de Isabel y Fernando; su derecho a seguir practicando su religión, el Islam, a usar su lengua, a conservar sus propiedades y a vivir según sus costumbres y tradiciones quedaba amparado por las capitulaciones de rendición del Estado granadino, firmadas en noviembre de 1491- agora e en todo tiempo para siempre jamás, sin que les sea fecho mal nin daño nin desaguisado alguno contra justicia -.
Por ello, los reyes castellanos viéronse en principio obligados a respetar la palabra dada y a llevar a cabo una política tolerante que debería conformarse con las conversiones voluntarias. Para tan delicado menester fue nombrado como arzobispo de Granada fray Hernando de Talavera, religioso jerónimo confesor de la reina, que ejerció su cargo con rasgos de clemencia y rectitud hacia la comunidad musulmana granadina, procurando predicar con el ejemplo. Se asentó en la ciudad una clase dirigente cristiana, formada por militares, letrados y clérigos, aunque en los primeros años hasta veintiún notables musulmanes prosiguieron colaborando en el gobierno de su comunidad. Hernando de Talavera reuníase con alfaquíes y líderes musulmanes, construyó un albergue para niños pobres, fundó una escuela de árabe y acarició el inasequible anhelo de que el clero cristiano dominara la lengua de sus nuevos fieles. También los moriscos granadinos encontraron apoyos en la noble familia Mondéjar, entre cuyos miembros se nombraba siempre, por herencia, al Capitán General de Granada, y que muchas veces arriesgaron su cargo y su posición en defensa de los granadinos.
Entretanto, en Aragón, en La Mancha y Alta Andalucía eran numerosos los musulmanes españoles que vivían integrados entre la población cristiana desde siglos atrás a cambio del pago de un tributo: eran los mudéjares, que permanecieron en sus tierras según avanzaban hacia el sur las conquistas de los reinos cristianos. Algunos habían abrazado el cristianismo de forma voluntaria y sincera desde hacía largo tiempo; sus trabajos eran muy apreciados como artesanos, constructores, herreros, alfareros, arrieros...; y como agricultores sabían hacer fecundas las tierras más estériles. Escribían con sus caracteres árabes incluso la lengua romance (escritura aljamiada). Nobles y señores, cristianos viejos, los tenían por vasallos y obtenían de ellos pingües beneficios. Un dicho muy usado entonces decía: "A más moros, más ganancia ".
Como a Cisneros parecieran lentos y poco eficaces los métodos empleados por fray Hernando y en vista de sus pobres resultados, impacientose y espoleó a los reyes donde más dolía a su sensibilidad cristiana, pues él era más de imponer que de convencer. Así logró ser enviado a Granada como inquisidor. Asegura Tariq Alí: " Nadie ignoraba que Cisneros era un instrumento de la reina Isabel y que su poder iba más allá de las materias del espíritu " ("A la sombra del granado"). Pero esto no era verdad; sino por el contrario, todos los reyes y políticos de España, desde nuestro más remoto pasado, han sido siempre rehenes e instrumentos de la Iglesia Católica.
Esa cierta tolerancia que presidió la vida hispana en la Edad Media, expresada en mozárabes y mudéjares, fue reemplazada en la Edad Moderna por la obsesión asimiladora de los Reyes Católicos y sus sucesores, instigados siempre por el Santo Oficio, que expelía amenazas para todos, también para reyes; baste recordar el destino de Pedro I el Justiciero, a quien la Iglesia y la España por ella influida llamaron el Cruel como parte de su campaña de acoso y derribo, logrando deponerlo en realidad por tolerante con la comunidad judía y sentando en el trono a su hermano bastardo. Era un ensayo para actuaciones posteriores. Pero " la Historia es el triunfo de la Verdad; todo con mayúsculas ", dice Julio Caro Baroja.
Cuando cae Granada, los muslimes granadinos no hacían nada muy diferente a lo que hacían los mudéjares viejos de Aragón o de Toledo, sus prácticas religiosas y sus costumbres eran muy similares a las que aún mantenían aquellos. Pero en Granada primó desde un principio el afán catequizador, afán que se volvió coaccionador con la llegada de Cisneros y que, tras la quema de libros en árabe del 1 de diciembre de 1499, originó unas revueltas en la Alpujarra. Ese era el pretexto que el intransigente arzobispo necesitaba para inmiscuirse en la labor de fray Hernando en su diócesis. Cisneros basó su proselitismo en la coerción. Comenzaron los bautismos por fuerza, sin la debida instrucción religiosa, sin maduración de las creencias; siguieron las presiones a los que se resistían, la desconfianza hacia los tan súbitamente convertidos, las denuncias de los "malsines" hacia los bautizados que tenían usos criptoislámicos, siguieron las rebeldías, hasta que dichas medidas originaron un motín en el barrio del Albaicín que se propagó a otras áreas del reino granadino, como las zonas montañosas de las Alpujarras y serranía de Ronda. La revuelta prosperó hasta alcanzar tintes de rebelión, y hubo de intervenir el rey Fernando el Católico en 1501 para sofocarla. Aquellos levantamientos se reprimieron con mayores coacciones y hasta con sangre.
Finalmente y ante la violencia persistente en la ciudad, en 1502 Isabel y Fernando, unilateralmente, declararon nulo el pacto de las Capitulaciones de 1492. Se impusieron los bautismos en masa, la obligación de aprender la lengua en tres años, de cambiar sus nombres y formas de vestir, de no utilizar sus baños públicos, de mantener las puertas de sus casas siempre abiertas..., y como eran conscientes de que dichas imposiciones resultaban tan ultrajantes, prohibieron portar armas a todos los granadinos, bautizados o no -salvo a los cristianos viejos venidos tras la conquista-. Entonces consiguió Cisneros que los Reyes Católicos dictasen una pragmática que obligaba a elegir entre el bautismo y el exilio en Berbería, y que el 11 de febrero de 1502 las nuevas disposiciones se extendiesen también a los mudéjares de todo el reino de Castilla, que vivían asimilados desde hacía siglos. Así desapareció el mudéjar para dar paso al morisco. Muchos fueron los que partieron hacia el norte de África, pero aquellos a quienes más desgarraba abandonar su tierra se bautizaron en bloque. Idéntica disyuntiva se les planteó unos años más tarde a los mudéjares aragoneses, en 1525.
¡Cómo degeneró el clima de convivencia en la península!Existe un documento, de años antes de estos sucesos, por el que Fernando el Católico ordenaba la edificación de una mezquita en un arrabal de Barbastro para sus mudéjares, pues la que tenían hasta entonces había quedado en el centro cristiano y necesitaban convertirla en iglesia; por eso autorizaba levantar una nueva. El mismo rey, ¡y qué cambio en unos pocos años!
Para aquellos burdos catequizadores, la conciencia personal había dejado de existir, si es que alguna vez existió. En teoría, el Islam había sido erradicado de España, pero en realidad, a lo largo de toda aquella centuria, salvo algunos sinceros conversos -que los hubo-, los cristianos nuevos continuaron formando una comunidad apartada, aferrada en la intimidad a su religión y sus costumbres, quedando en total evidencia que, al imponer los gobernantes y la Iglesia la "uniformidad", se hizo imposible la "unidad" que decían pretender. Quedó bien claro que existió más y más verdadera unidad en el al-Ándalus de las tres culturas que en la España uniformada del siglo XVI. Al aparecer los conceptos "cristiano nuevo" y "cristiano viejo", con ellos se asienta en la sociedad española la poco cristiana distinción basada en la "pureza de sangre", que trajo en consecuencia que el país viviera siglos de alienante obsesión entre "puros" e "impuros". El que más miedo tenía a no ser puro de sangre procuraba alejar las sospechas acrecentando su fanatismo y alentando la persecución de los cristianos nuevos.
"Nadie puede calcular lo que la aplicación de estas ideas ha costado en términos de dinero, de preocupación, de vergüenza y esfuerzos de astucia. Nadie puede determinar la cantidad de neurosis y monomanías que han podido producir. Nadie sabrá, a punto fijo, la cantidad de ficciones, ocultaciones y posiciones ambiguas que ha producido el miedo a la impureza..." (Julio Caro Baroja, Soliloquio sobre la Inquisición y los moriscos).
En medio de esta situación, la Inquisición no tuvo problemas de desempleo. Llegaba a estos años muy bien entrenada, después de haberse inmiscuido en las vidas de los judíos sefardíes durante largas décadas, y con la nueva situación creada con los moriscos se le presentaba amplio campo en el que actuar, aunque no era el único; no daba abasto en reprimir asimismo a hechiceras, médicos, calvinistas, blasfemos, luteranos... y hasta iluminados o místicos, como más adelante haría con Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, etc. Sospechaba de todo y de todos, incluso a veces de sí misma. Y en tan procelosos tiempos no podía faltar la inevitable y consecuente figura del delator, el "malsín" castellano.
Como antes quedó dicho, la conversión forzosa parecía haber resuelto el problema de la unidad religiosa en España. Nada más lejos de la realidad, ya que muchos moriscos se convertían solo en apariencia; aplicaban a la situación la ley islámica de la Taqiyya, que permitía en momentos de gran peligro la simulación de haber abrazado otra religión, pero practicando en su interior su fe musulmana. De igual forma, seguían manteniendo también su lengua, usos y costumbres. Por ello en 1526 las autoridades religiosas aumentaron la presión para que fueran obligados a respetar dicha ley, logrando que la reina Juana I (la Loca), que reinaba de forma nominal -ya que quien lo hacía en su nombre era su hijo Carlos I -, dictara una Pragmática que forzaba a los conversos a cumplir lo establecido en 1501-1502.
Esto originó el alzamiento de los moriscos de Benaguacil y de la Sierra del Espadán, que fueron dominados por las armas. No obstante, los conversos pidieron clemencia al rey Carlos I ante los abusos a que eran sometidos; el joven monarca, que, agobiado por otros problemas religiosos que comenzaban a cercarle por el avance de las herejías centroeuropeas, veíase impulsado a armarse de mayor tolerancia, decretó que, pese a que mantenía vigente aquella ley, concedía un plazo de 40 años para alcanzar su plena realización; alguna fuente proporciona el dato de que los moriscos realizaron una importante recaudación para que el emperador se reafirmase en su aplazamiento. A partir de entonces y respecto a este asunto se gozó de algo de paz, mas las condiciones impuestas a los moriscos no prosperaban y el problema se enquistó durante unas décadas. Predicadores y catequizadores como don Gaspar de Ávalos, fray Antonio de Guevara, don Jorge de Austria, fray Tomás de Villanueva... se quejaban del escaso fruto de sus esfuerzos. Se asentó entre los más rigurosos cristianos y miembros del Santo Oficio la creencia de que el morisco bautizado era un ser imposible de cristianizar. Falsa conclusión: al inicio del reinado de Felipe II, había en Granada numerosos hijos de moriscos, cristianos sinceros, que no solo eran sacerdotes, sino jesuitas e incluso alguno había llegado a Obispo.
Los repetidos fracasos en todos los intentos de conversión e integración que se llevaron a cabo, unidos al problema de seguridad que suponía el que empezaran a circular rumores -verdaderos o falsos- de que existía connivencia entre algunas facciones moriscas y el turco u otros enemigos del Estado, dieron como resultado el que, entre 1566-1567, Felipe II ordenara la renovación del edicto imperial de 1526 y que se aplicara sin concesiones. Está documentado que un converso, torturado por la Inquisición en 1565, confesó que espías moriscos mantenían contactos con los turcos para que, si conquistaban Malta, se apoderaran después de algunas plazas costeras de nuestra península. Pero ¿es creíble una confesión sacada bajo tortura? Hay fuentes que aseguran que Felipe II dudaba, pero que sectores de la Iglesia lo alentaban y recordaban que debía hacerlo por haber sido el mayor valedor del Concilio de Trento.
Aquel bando generó un crecimiento alarmante de (bandoleros) que, fuera de la ley, se ocultaron en las sierras. Las normas a que eran sometidos los cristianos nuevos no podían ser más humillantes: la obligación de mantener las puertas de sus casas abiertas de par en par para asegurarse de que también en sus vidas privadas habían renunciado a su religión, a sus comidas, sus costumbres, sus baños... era tan denigrante por la pérdida de intimidad que conllevaba que minaba el fundamento de las libertades individuales. La pérdida de sus nombres árabes, en los que aparece explícita su filiación, era muy dolorosa para ellos, "pues suponía la desaparición de linajes y genealogías y, con ello, la desintegración de una estructura social", afirma Julio Caro Baroja. El edicto decretaba también que, a los tres años desde la fecha, sería delito hablar, leer o escribir la lengua árabe. El disparate del poder fue creer que todo esto se podía conseguir por la simple promulgación de un decreto. Cuando don Francisco Núñez Muley, noble morisco, escribió sus quejas a don Pedro de Deza, presidente de la Chancillería de Granada, haciéndole ver que las costumbres, tradiciones y vestiduras moriscas no tenían por qué ser incompatibles con la doctrina cristiana y que la nueva normativa alteraría la actividad económica y mermarían las ganancias reales, Deza le contestó que el rey "valoraba más la religión que las rentas". Tenía razón: un fanático jamás es pragmático, y la misma falta de pragmatismo se daba en el otro bando.
Los hechos más decisivos se vivieron en Granada. Dicen las crónicas del año 1567-68 que el terror se adueñó de los moradores del Albaicín porque temían que, en cualquier momento, los cristianos asaltasen su barrio, degollando a la población en el mejor estilo de los pogromos medievales en las juderías. El fuego de la resistencia inflamaba a los fanáticos monfíes de las montañas. La tensión era tal que los conjurados moriscos determinaron al fin pasar a la acción. Eligieron como fecha del levantamiento general el 1 de enero de 1569, y los arrieros se encargaron de difundir por todas las comarcas del antiguo reino de Granada las consignas y fecha de la rebelión. El alma de la revuelta entre los monfíes y serranos de las Alpujarras era un tintorero, Farax Aben Farax, que aseguraba descender de los Abencerrajes. Pero los nobles y civiles ciudadanos habían ya elegido en Béznar, en septiembre de 1568, a uno entre ellos como su rey; la designación recayó en don Hernando de Córdoba y Válor, veinticuatro de Granada, descendiente directo de los Omeyas cordobeses, y su proclamación fue dotada de la mayor solemnidad, presidida por alfaquíes y ulemas, concluyó con la jura como rey de Muhammad ibn Umayya, nombre musulmán del elegido, aunque sea más conocido en nuestros libros de Historia como Abén Humeya.
Los campos del antiguo reino nazarí están en armas; las sierras arden frente al odio y la injusticia. Sus cultivos comienzan a verse descuidados, sus frondosas moreras, abandonadas, pierden parte de la rica materia prima de su industria sedera. La economía de Granada dependía básicamente de las exportaciones de su seda de magnífica calidad. Las plantaciones de moreras se extendían en dilatados valles y serranías de Almería, Málaga y Granada; en las Alpujarras, el único cultivo comercializable era la seda. "La producción y manufactura de la seda eran importantes fuentes de impuestos que la Corona explotó al máximo. Además, los moriscos entregaban constantes subsidios en su desesperado intento de comprar el favor real" ( Historia de España de El PAÍS, dirigida por John Lynch, tomo 12: Felipe II). Existía un innegable resentimiento de la población cristiana por la prosperidad de los cultivos, del comercio y de la artesanía moriscos. Desde 1559, agentes reales inspeccionaban los títulos de propiedad de aquellas tierras para declarar todas las que no los tuvieran como tierras de realengo. Los ciudadanos que no podían probar con documentos la posesión legal de sus tierras debían pagar una multa a la Corona para no perder su propiedad; de lo contrario, le era confiscada. En el peor momento de sus relaciones con el rey, era justo cuando más necesitaban sus títulos de propiedad.
Los temores de que los cristianos nuevos llegaran a aliarse con los turcos y con Argel que provocaron el edicto de Felipe II nunca fueron verídicos; la traición no había sido cierta pero el edicto podía convertirla en realidad. El alzamiento, previsto para el día de Navidad de 1568 en el Albaicín, se retrasó unos días y se inició en las montañas en enero de 1569, en especial en las Alpujarras (granadina y almeriense) y la serranía de Ronda, integrando al principio unos 4.000 rebeldes, para alcanzar 30.000 insurgentes en el momento cumbre de la contienda. Argel colaboró con voluntarios y armas, que los moriscos pagaron con cautivos cristianos; pero la intervención turca no llegó a producirse por hallarse la situación en el Mediterráneo oriental en una fase comprometida, aunque pudieron unirse a la ŷihad cierto número de voluntarios. A pesar de todos los motivos existentes para el alzamiento, este cogió desprevenidos a los gobernantes de Castilla y en inferioridad militar, ya que gran parte de las tropas regulares del sur peninsular habían sido destinadas al refuerzo de los tercios de Flandes.
Ambos bandos protagonizaron matanzas sanguinarias: si los fanáticos monfíes asesinaban a cuanto sacerdote secuestraban, los torturaban e incendiaban las iglesias (entre 62 y 86 curas, frailes y sacristanes murieron en pueblos y aldeas), la respuesta cristiana consistía en unas represalias no menos crueles e indiscriminadas. Cuando los moriscos conquistaron Serón, matando a 150 hombres y esclavizando a 80 mujeres, la represalia fue que el 3 de febrero de 1569 los cristianos atacaron el peñón de Inox, mataron a 400 hombres, enviaron a otros 50 a galeras y esclavizaron a 2.700 mujeres y niños. Siguió el exterminio de más de un centenar de moriscos en las cárceles de la Chancillería en marzo de 1569. El marqués de Mondéjar pasó por las armas a todos los habitantes de Guájar, hombres y mujeres. Hubo matanzas ya de un bando, ya del otro, en Ujíjar, Jubiles, Andarax (actual Laujar de Andarax), en el peñón de las Guájaras, en Félix, Galera, y un largo etcétera. Los combatientes de ambos bandos vendían como esclavos a los prisioneros contrarios, mientras los ejércitos cristianos completaban su labor con el pillaje y la confiscación de las tierras; los saqueos indiscriminados que llevaban a cabo las compañías de mercenarios cristianos, con misión de control en las Alpujarras, hicieron desconfiar a los moriscos partidarios de la negociación y la paz, que, finalmente, apoyaron a los más radicales: los montañeses y monfíes.
Los desacuerdos entre los dos principales líderes del ejército cristiano (marqués de Mondéjar y marqués de los Vélez) eran constantes y perjudicaban la campaña. Por ello, Felipe II envió a Don Juan de Austria, su hermano de padre, con tropas de refresco procedentes de los tercios de Nápoles y Milán; la contienda entró en una segunda fase muy diferente y se acrecentaron sus victorias. También se dieron desacuerdos decisivos entre los líderes moriscos: las diferencias entre Abén Humeya y ben Farax eran conocidas, incluso las de aquel con su primo Abén Aboo. Abén Humeya fue traicionado y, a la vez, acusado de traición; también se le reprochaba un gobierno despótico. Finalmente, el 3 de octubre de 1569 fue asesinado por sus hombres, unos dicen que en su palacio de Lanjarón, otras fuentes que en Laujar (pero no olvidemos que el nombre de Lanjarón deriva del árabe Lanjar o Lanŷar, que significa "manantial"). Fue elegido sucesor a título de rey uno de sus asesinos, su pariente Abén Aboo.
La guerra, tras la llegada de D. Juan de Austria, había tomado muy diferente cariz y las victorias cristianas se sucedían. Los insurgentes, privados de todo apoyo y acosados de forma implacable hasta el interior de sus mismas cuevas, de las que eran obligados a salir inundándolas de humo, fuéronse rindiendo a lo largo del año 1570. A finales de este año, Abén Aboo fue vendido por uno de los suyos, Gonzalo el Xeriz, platero granadino, quien lo apuñaló con la complicidad de sus mismos escoltas en la cueva donde vivía. La campaña finalizó con el ojeo de caza a los moriscos por las Alpujarras por cuadrillas de soldados que realizaron saqueos y crímenes de una violencia extrema. La guerra se dio por terminada a fines del año 1570, aunque núcleos aislados de rebeldes permanecieron levantiscos durante algún tiempo. Las hostilidades habían durado dos años y habían agotado buena parte de los recursos del país.
Entretanto, ya se habían limpiado de moriscos extensas zonas del reino de Granada: las comarcas de Guadix y de Almanzora, la vega de Granada, áreas de la Alpujarra, de las serranías de Filabres y de Ronda... En una solución final dura, se resolvió expulsar a todos los conversos de su antiguo reino, incluso a los que no habían tomado parte en el conflicto, y repartirlos entre otros reinos de España. Se procuraba, ante todo, alejarlos de las costas mediterráneas más de 20 leguas hacia el interior para estorbar sus contactos con turcos y magrebíes, algo que los cristianos seguían temiendo."Sobre la conexión de moriscos con turcos y franceses, no hace mucho el Dr. Peter Dressendörfer ha estudiado los procesos de moriscos de la Inquisición de Toledo entre 1575 y 1610 y ha puesto bien de relieve estas conexiones evidentes y otros motivos de zozobra para un estado que no era tan fuerte como se dice: porque la misma guerra de Granada reveló debilidades grandes y de todo género " (Julio Caro Baroja).
Francés de Álava, embajador de Felipe II en Francia, reconocía en una carta dirigida al secretario Zayas: "Los moriscos se han lanzado a la rebelión, es cierto, pero son los cristianos viejos quienes los empujan a la desesperación con su arrogancia, sus latrocinios y la insolencia con que se apoderan de sus mujeres. Los propios sacerdotes se comportan del mismo modo. Como toda una aldea se hubiera quejado ante el arzobispo de su pastor, se mandó averiguar el motivo de la queja. Que se lo lleven de aquí, pedían los feligreses... O, si no, que se le case, pues todos nuestros hijos nacen con ojos tan azules como los suyos" (Citado por BRAUDEL. El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, vol. I). El 28 de octubre de 1570 se dio la orden de evacuación y el 1 de noviembre se iniciaron las salidas. Partían en grupos muy vigilados, formando largas sartas, mal abrigados, arrastrando a niños y ancianos. Los que tenían títulos de propiedad pudieron vender sus casas y tierras, pero mal vendidas; los que no, lo perdieron todo. En total, fueron unos 80.000 los moriscos granadinos deportados del reino de Granada hacia aldeas y ciudades de La Mancha, Extremadura y el resto de Castilla, muchos en condiciones de esclavitud. Como insurgentes, fueron tachados de traidores, por ello quedaba legitimada legalmente su esclavitud -salvo los niños menores de 10 años-. Pero las medidas de represión afectaron también a los moriscos que no apoyaron el alzamiento o "moriscos de paces".
Aunque trajeron de Galicia, Asturias, León y Burgos cristianos viejos para ocupar en condiciones muy favorables las tierras y aldeas que habían quedado libres, extensas comarcas quedaron despobladas y muy pocos de los nuevos pobladores consiguieron aprender el cultivo y manufactura de la seda y algún otro oficio. Muchos de los repobladores, defraudados, regresaron más tarde a sus lugares de origen.
Algunos de los moriscos deportados, nostálgicos e inadaptados, lograron volver a su añorado reino de Granada; no se sabe el tiempo que les costó ni los caminos que siguieron, pero bastantes familias retornaron a sus tierras y aldeas. No es difícil imaginar por quienes sean capaces de empatía lo que sentirían aquellos cristianos nuevos cuando se vieran frente a los esqueletos secos de sus moreras muertas o ante sus casas, habitadas por extraños. Cuando las autoridades se percataron de aquellos regresos subrepticios y del aumento de la población morisca, hubo de renovarse el edicto de expulsión, produciéndose en 1584 una nueva deportación, aunque de menor cuantía, saliendo de Granada entre 3.000 y 4.000 moriscos más. Aun así, en 1587 permanecían todavía en Granada en torno a 10.000, la mayor parte eran los que habían conseguido probar que sus conversiones eran sinceras y databan de épocas anteriores a las fechas en que se hizo obligatorio el bautismo; estos terminaron por gozar las prerrogativas de los cristianos viejos.
Los moriscos diseminados por toda Castilla y Extremadura seguían sufriendo gran discriminación en sus nuevos destinos: no podían elegir lugar de residencia, sino que vivían en el lugar que se les asignaba, ni podían vestir a su usanza, tenían prohibido el portar armas y, además, se les impuso una carga tributaria elevada. El prohibirles llevar armas era una discriminación especialmente insultante, los señalaba como a un judío la estrella. Afirmar que el destierro de Granada y todas las imposiciones a que se les obligó eran para facilitar su integración queda desmentido por vetos como este; en realidad no tenían ningún deseo de tenerlos junto a ellos. Una de las más importantes comunidades de mudéjares antiguos en Castilla era la de las Cinco Villas del Campo de Calatrava (Villarrubia de los Ojos, Daimiel, Almagro, Bolaños y Aldea del Rey), también Ciudad Real, algunos pueblos de Toledo (El Toboso) y, en Extremadura, Hornachos. Todos ellos, lugares de acogida de moriscos granadinos. Entre 1570 y 1575, la comunidad morisca de Ciudad Real representaba el 25% de su censo.
El celo obsesivo de algunos cristianos viejos y la Inquisición vigilaban de cerca a los conversos valiéndose de los estatutos de limpieza de sangre. Lo cierto es que el destierro de Granada no resolvió nada, se perjudicó al morisco y solo lograron extender el problema por Castilla. " Los moriscos granadinos, prolíficos, activos e ingeniosos, no eran bien recibidos por sus vecinos, y la tarea de asimilarlos y convertirlos en católicos y españoles era imposible. El conjunto de la población española se mostró cada vez más hostil hacia ellos..." (Historia de España, El PAÍS). Aunque otras fuentes hablan de que este trato solo lo dispensaban los más intolerantes y de que durante las décadas que convivieron con cristianos viejos su relación no fue conflictiva, ponían mucho interés en pasar inadvertidos y no dar razones para su discriminación; la relación fue de frialdad, y de forma esporádica surgía algún conflicto, en contra de lo que afirmaron quienes tenían interés en justificar la expulsión.
Pero es frecuente en la Historia que, en momentos de crisis, retroceso económico y malestar social, se acreciente el odio hacía una minoría que se convierte en chivo expiatorio. Así, es conocida la actitud del "presunto" santo Juan de Ribera, arzobispo de Valencia: " Juan de Ribera hacía lucir ante el rey el aliciente de las ventajas que obtendría con la confiscación de todos los bienes y con la reducción a la esclavitud de muchos moriscos, que podrían ser destinados a las galeras reales o a las minas, o vendidos a los extranjeros sin ningún escrúpulo de conciencia. En cuanto a los niños menores de siete años, él creía que podrían venderse en la propia España, a buenos precios y en gran cantidad. Y añadía que esto no sería para ellos una pena, sino una merced, porque así todos serían cristianos" (F. Soldevila, Historia de España, vol. IV). Estas opiniones no contaban con las simpatías del Papa ni eran compartidas por todo el clero. Algunos miembros de la Iglesia, como fray Luis de Aliaga y los obispos de Tortosa y Orihuela, defendían a los "moriscos bien dispuestos" y a los sinceros conversos, pero eran muchos más los que acallaban sus voces desde el fanatismo.
Felipe II hizo oídos sordos a aquellas "sugerencias"; pero lo que no lograron de él lo conseguiría el duque de Lerma de su hijo y sucesor, Felipe III. De la expulsión definitiva de todos los moriscos de España (de Castilla, Aragón, Valencia y Andalucía) ya se hablaba en 1602, pero se sabía la enorme oposición que íbase a encontrar entre los nobles y los señores de vasallos moriscos; estos eran excelentes trabajadores y aquellos temían ver sus tierras abandonadas, además de que los caballeros solían erigirse en defensores de quienes dependían de ellos. El vicecanciller de Aragón escribía al rey sobre la posible expulsión: "Los barones lo tomarán muy recio, porque con esto bienen a perder sus vasallos y casi toda su renta, pues quedarían sus lugares despoblados y aunque después se poblasen de christianos viejos, les importaría poco, porque con mucho no les rentarían tanto quanto les rentan los nuebos..." (citado por Reglá en La cuestión morisca ... en Estudios de Historia Moderna, III). Pero Felipe III al fin autorizó al duque de Lerma, y el edicto de expulsión se publicó en Valencia en septiembre de 1609. Aunque actualizado, era idéntico al que los Reyes Católicos promulgaron en 1492 contra los judíos. Se les permitía partir llevando los bienes muebles que pudieran, pero en las ventas precipitadas de sus bienes raíces se les ocasionaron infinidad de perjuicios.
Antes de la expulsión, los moriscos sumaban en España, aproximadamente, los 320.000 entre un total de 8 millones de habitantes, distribuidos de esta forma: en el reino de Valencia había unos 135.000 y constituían el 33% de la población; en Aragón eran unos 61.000, el 20% de la población; en Castilla era muy diferenciada la integración de los antiguos mudéjares respecto a la de los moriscos granadinos, pero sumaban unos 120.000, que no representaban amenaza alguna para el total de seis millones de cristianos. Pero existía también una cuestión demográfica entre las razones de la expulsión: la población morisca crecía mucho más deprisa que la cristiana.
Antes de publicarse el edicto, se acantonaron escuadrones navales en los puertos de Alfaques, Valencia, Denia y Alicante. El 22 de septiembre se concedió a los moriscos tres días para acudir al puerto más cercano de aquellos cuatro, y aunque muchos corrieron a sacar sus bienes al mercado, lo decretado era que sus semillas, cultivos, árboles, casas y tierras pasaran al poder de sus señores como compensación. La idea había sido del duque de Lerma, valido del rey, "gran experto en materia de cohechos" según el marqués de Lozoya. Se impuso la pena de muerte para todo el que sintiese el impulso rebelde de prender fuego a su casa y sus pertenencias. Escenas de terrible amargura se sucedieron en los distintos puertos de embarque y, aunque en general las actitudes más comunes fueron de desolación o resignación, no dejaron de darse algunos levantamientos. En el puerto de Alicante, se negaron a embarcar unas 20.000 personas que se fortificaron en las montañas de la Muela de Cortes (Jarafuel), rodeados de abismos; eligieron como rey a Vicente Turigi y, tras algunas discordias, lo sustituyeron por un tal Millini de Guadalest. Fueron vencidos en una acción en que murieron hasta 2.000 insurgentes -muchos, arrojándose por los barrancos por su voluntad-, y los supervivientes, desmoralizados, fueron obligados a zarpar.
En una afrenta final en la que competían la ruindad y la infamia, fueron obligados a pagar el pasaje; incluso algunos moriscos sufrieron robos por parte de capitanes de barcos o miembros de las tripulaciones. El mayor peligro, no obstante, los esperaba en el recorrido desde sus pueblos hasta el puerto; grupos de cristianos viejos que buscaban venganza y pillaje formaban en los caminos cuadrillas que asaltaban y asesinaban a los desventurados moriscos. Por eso hubo señores que acompañaron hasta el mar a sus vasallos, y el duque de Maqueda acompañó a los suyos hasta Orán. En Andalucía y Aragón la deportación se hizo un año más tarde (1610). En Castilla, las expulsiones, por puertos del sur o por la frontera francesa, se retrasaron más, ya que hubo numerosos casos de reclamaciones judiciales entre 1611 y 1614 de moriscos que defendían su derecho a la permanencia en el país por poseer las "probanzas" que los daban por cristianos viejos en pleitos anteriores. En 1959, don Antonio Domínguez Ortiz publicó un artículo en el que informaba de los esfuerzos que hicieron los moriscos "para eludir el destierro, ya acogiéndose a lugares montañosos y distantes, ya tratando de obtener certificados de cristiandad de los prelados, ya ofreciéndose como esclavos". Muchos consiguieron sus propósitos y otros retornaron de modo clandestino. El profesor Enrique Soria Mesa ha investigado así mismo a familias moriscas granadinas que se quedaron tras la expulsión, sobre todo a la élite urbana dedicada al muy rentable comercio de la seda; él ha logrado reconstruir la genealogía de decenas de familias siguiendo su rastro documental.
El Archivo General de Simancas conserva documentación sobre la petición que el Consejo de Estado hacía al rey en 1612 de que los apresados por haber retornado fueran enviados en castigo a las minas de Almadén, así como la respuesta del rey aceptando tan drástica medida. Trevor J. Dadson dice que el Duque del Infantado salía siempre en defensa de los moriscos y rogaba al Consejo que los dejara en paz.
La amargura y la nostalgia anida aún en este siglo XXI en el corazón de muchos de los descendiente de moriscos andalusíes residentes fuera de España. El alfaquí Barhum escribió en un manuscrito del siglo XIX que los moriscos aún mantenían viva la esperanza de volver, pues él mismo todavía conservaba las llaves de las dos casas que fueron de sus antepasados en Granada; ni más ni menos que lo que acaecía con los judíos sefardíes. Aquí, en este orilla, también somos muchos los que aún añoramos a los ausentes.
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- Historia del rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada, Luis del Mármol Carvajal.- Universidad de Granada.- Tres Fronteras, Diputación de Granada, 2015.
- Los moriscos del reino de Granada. Ensayo de Historia social, Julio Caro Baroja.
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- Moriscos: la mirada de un historiador, A. Domínguez Ortiz.- Granada, 2009.
- Moriscos de Castilla: vida cotidiana y realidad doméstica, Francisco Javier Moreno Díaz del Campo.- Sharq Al-Andalus, 21.- (2014-2016)
- Los moriscos de La Mancha. Sociedad, economía y modos de vida de una minoría en la Castilla Moderna, Francisco Javier Moreno Díaz del Campo.- Madrid, 2009.
- Un Ricote verdadero: el licenciado Alonso Herrador de Villarrubia de los Ojos de Guadiana, de Trevor J. Dadson.
- Géographie de l"Espagne marisque, H. Lepeyre.- París. Edic. en castellano, Valencia 1886.
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- Los musulmanes granadinos durante el reinado de Felipe II: su expulsión y el Consejo de Población, Antonio Sánchez Aranda.- Universidad de Granada.- Granada, Instº de Migraciones.
- La reconstrucción de una comunidad. Los moriscos en los reinos de Córdoba y Jaén (ss. XVI-XVII) Tesis doct. Santiago Otero Mondéjar (dir. Enrique Soria Mesa).- Univ. de Córdoba, 2012.
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