La música de Morricone siempre me ha gustado mucho; y a quién no. Recuerdo el día en el que el director de la banda de música de Seseña nos repartió los papeles de una obra nueva: Moment for Morricone, un popurrí de composiciones suyas adaptado para banda.
Curioseé a ver qué películas suyas estaban. Todas las buenas. Y busqué con más tiento para ver si venía la maravillosa balada de Once Upon a Time in the West (traducida en España como Hasta que llegó su hora). Sí que estaba. Qué bonita. A poco que la hubieran arreglado y orquestado medianamente bien iba a ser de esos fragmentos que uno toca transido de emoción(1).
(Os pido por favor que veáis y escuchéis este vídeo entero antes de seguir leyendo, y que cuando termine lo volváis a escuchar).
Qué cosa tan bella, qué carne de gallina. Y además estaba muy bien arreglada para la banda. El énfasis de las trompetas, la dulzura de los clarinetes, la limpieza de la flauta, el jugueteo aterciopelado de los saxos... altos. Sí, altos. ¿Y qué pasaba con los tenores? (Soy saxo tenor, toco un instrumento al que los arreglistas odian). Pues los saxos tenores en esa parte solo teníamos redondas y alguna blanca. Una especie de bajo continuo o de mugido de vaca.
Muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu Fooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo Muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu
Y en ese plan.
Es cierto que los demás instrumentos tenían que regatear entre corcheas y semicorcheas, mientras que el papel de los tenores era facilísimo, pero también es cierto que si ensayabas eso en casa venían los vecinos a echarte, y ni siquiera tú sabías por dónde te andabas. Qué cosa más aburrida y más triste.
Sin embargo la música tiene una magia única, y tocarla en grupo da una fantástica sensación de pertenencia y de integración. Esos mugidos tontos que haces tú solo, practicando aburridamente en tu casa, cuando los tocas en la banda encajan perfectamente con todo lo que están haciendo los demás, y queda precioso. Es como si cada uno tuviera una pieza del puzzle o del engranaje y cuando íbamos a ensayar las encajábamos todas en una hermosa construcción colectiva.
Obviamente, lo que yo hacía era mucho menos vistoso que lo de quienes tocaban la melodía, pero ayudaba a estos a lucirse más. Hacían su maravillosa música apoyados en el colchón armónico que le dábamos los dos saxos tenores, el trombón y la tuba, los patitos feos de la banda (y porque no teníamos trompa ni bombardino), pero todos juntos tocando coordinadamente nos sentíamos importantísimos. Y lo éramos.
Al final la gente se acuerda de la melodía, pero unos instrumentos tocándola al unísono quedan muy pobres. Sin embargo, haciéndola sobre ese colchón que digo y contrapunteándose, balanceándose, armonizando, queda aterciopelada, o potente, desafiante, dulce, vibrante, gritona... En definitiva, con carácter.
Es una gran lección para la arquitectura, así que voy a intentar trasladarle a ella esa vivencia musical que estoy diciendo.
Aquello sonó muy bien desde el principio, y después de ensayarlo unas cuantas veces era realmente bello: La habilidad del arreglista (montado sobre el genio del autor) hacía equilibrios entre fragmentos rápidos y lentos, perentorios y calmados, estridentes y líricos. Y la orquestación hacía brillar esta vez a las trompetas, esa otra a los clarinetes, de pronto a la batería... Estaba muy bien hecho y muy bien pensado. Los saxos tenores no teníamos nunca el protagonismo, en ninguna parte destacábamos, pero ese sonido acariciador y (no es por echarme flores) bien controlado y con un timbre exacto entraba como un guante en el engranaje mágico del conjunto. Por su parte los solistas se ceñían al papel, a la estructura común, y un brillantísimo Sol suyo era aún más hermoso por nuestro discreto Mi, que le daba el motivo para lucirse, pero a su vez nuestro Mi era bellísimo porque sobre él cantaba el Sol. Esa modesta nota que en nuestra casa, a solas, sonaba a una desabrida agua calentorra, allí sonaba a vino, a whisky, a néctar.
Igualmente admiramos la arquitectura vistosa, solista, melódica, pero tenemos que tener en cuenta que, mostrando tantas virtudes y distinguiéndose con tanto mérito de la más anodina y trivial, es (o debería ser) esta la que le da a ella los motivos y le pone las medallas.
Una ciudad hermosa tiene que tener edificios brillantes, pero es más bella y más agradable, vivible y agraciada una que tenga un buen tono medio, aunque no tenga demasiadas construcciones destacables individualmente, que otra que tenga unas cuantas obras maestras navegando entre el caos y la cacofonía (bueno, mejor dicho el cacoformalismo y el cacoespacialismo).
Claro que hemos de admirar los edificios más bellos, más inteligentes, más perfectos, pero yo he ido a conocer alguno atravesando ciénagas de morralla y, la verdad, no es una buena experiencia. La arquitectura extraordinaria no retribuye, no compensa un entorno sórdido.
Intento hablar de edificios útiles, inteligentes, sabios, buenos, incluso bellos, pero no me apetece nada, y cada vez menos, mencionar los espectaculares. Los espectaculares son los músicos buenísimos pero insoportables, que solo tienen un objetivo: lucirse, hacer un solo magnífico, salirse incluso del tempo previsto para que los secundarios los sigan y obedezcan. Esos son los músicos divos, insufribles, inaguantables, a quienes toda la orquesta odia. Músicos maleducados, estrellas, soberbios, vanidosos. "Eres demasiado bueno para mí. Me callo y tapo el boquillero. Que te acompañe tu padre, que te sople la nota de base tu abuelita, imbécil". Yo con este tío no toco.
En la banda de Seseña estaban José Carlos, Patricia, Ángel, Samuel... grandísimos músicos, primorosos solistas que tocaban maravillosamente bien, que se lucían contigo y que te daban el pie para que te lucieras con ellos. Porque para ser un buen músico, como para ser un buen arquitecto, hay que sentirse parte del conjunto, ya sea este la banda o la ciudad, hacerlo lo mejor y lo más bellamente que se pueda; tan bien y tan bello que hasta las mediocridades de al lado se embellezcan.
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(1).- He dudado entre escribir "apretando el culo de pura emoción" y "transido de emoción". Ha ganado esta última expresión porque ya soy una persona respetable (y por lo tanto cursi).