Canción de Nueva York lo tiene todo menos un buen guión, y por eso no desprende el encanto que emanaría ante tanta conjunción de buenos ingredientes. Admito que para mí tienen mucho tirón esas películas de neoyorquinos culturetas --puros arquetipos que se resisten a desaparecer de la ficción-- que hacen citas literarias mientras conversan, ligan y/o mantienen interesantes y calculadamente superficiales sobremesas. Personajes adorables que viven en barrios con una larga tradición histórica, que van a salas de exposiciones a la última, que se dejan ver en locales que aún no están de moda... ah, y que tienen mucha pasta. Nueva York ofrece una impresionante tradición cinematográfica para llenar cientos de filmes como Canción de Nueva York, pero no es suficiente: la historia va dando bandazos entre una trama previsible y ridícula sobre la crisis de la madurez y una inefable tragedia griega. Pero el género exige autocomplacencia, así que la cosa no pasa de ahí porque la familia protagonista es culta y acumula grandes dosis de relativismo y progresismo urbanita.
Con todo, la película se deja ver porque está muy bien producida, proporcionando las dosis necesarias de glamour y el puntito justo de comedia desencantada de vuelta del romanticismo. Pero ni Callum Turner ni Kiersey Clemons --los jovencitos que dan la réplica-- o una veterana de buen ver como Kate Beckinsale sirven para hacer olvidar a Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt en (500) días juntos, capaces de transformar su sosería intepretativa en un delicioso encanto. ¿Por qué? Porque detrás había un buen guión, que es lo único que le falta a Canción de Nueva York.