Nada se sabe hasta el final del todo, o las sorpresas de una vida contingente.

Por Artepoesia

La antigua Flandes fue una región excelsa en la proliferación de exquisitos creadores de Arte. Durante los siglos XVI y XVII desarrolló una escuela que ha dado a la Historia un especial y no superado estilo de figuras, formas, colores, gestos y miradas en sus obras pictóricas. En donde la belleza, la personalidad destacada de los retratados, los diferentes planos y su perspectiva han sido un marco genial, además, de la propia narración de lo que contaban. Pero, cuando los artistas flamencos asimilaban los influjos mediterráneos de los maestros italianos, conseguían, entonces, un efecto más atrayente y también más colorido. En donde un contraste de blancos, ocres y negros resaltaban las obras, y las dotaban de un áura más cercana al observador, donde éste participaba, casi, de su magistral prodigio.
Fue el caso del pintor Gerard van Honthorst (1590-1656), nacido en Holanda, pero que con poco más de veinte años viajó a Italia, en donde admiró y utilizó así, además, las formas, matices y colores que ya usara el gran Caravaggio. En 1624 creó la obra Solón y Creso, obra que narra la entrevista que mantuvieron los dos personajes históricos de la antigüedad griega. Solón fue un legislador y sabio griego de gran fama, y que, para ampliar su cultura y conocimiento, viajó mucho tiempo por algunos de los reinos cercanos a la Grecia con la que se comunicaban, ya por entonces, por el mediterráneo oriental. Cuenta una leyenda que, en  una de sus visitas al reino de Lidia (actual Turquía occidental), sobre el 547 a.C., tuvo ocasión de ver y entrevistarse con su poderoso, rico y afortunado rey, Creso, el último monarca que tuvo Lidia.
Este rey había sido hábil al conseguir dominar las prósperas y ricas ciudades griegas del litoral jonio, situadas en la parte occidental de Lidia. También amplió sus fronteras en el este, hasta el rio Halis, con lo que obtuvo el control del paso entre Oriente y el oeste griego, de este modo las mercancías que pasaban por su reino ofrecían unos tributos considerables que hicieron muy rico a Creso. Había sido muy devoto de las costumbres griegas, y se aficionó al famoso oráculo del santuario de Apolo, en Delfos. Éste le había sido, según él, siempre favorable. De este modo su satisfacción y felicidad eran proverbiales y envidiadas. Así, el monarca se encontraba exultante cuando Solón lo llegó a visitar en su Palacio.
Craso, en un momento de curiosidad vanagloriada, le preguntó a Solón: ¿cuál creía que era el hombre más feliz del mundo? Solón le contestó nombrándole a otros grandes hombres, muertos ya, y que habían obtenido su dicha, según sabía él,  por sus ejemplares y maravillosas vidas. El rey, al no entender por qué no lo había mencionado a él, se lo inquirió deseoso. El sabio griego, con un gesto dudoso y tranquilo, le respondió: Nadie puede ser considerado feliz o desgraciado del todo antes de que finalice su vida por completo. Creso, decepcionado, comprendiendo en su lógica peregrina que, si no podía sentirse feliz antes de su muerte, difilcilmente se podía sentir después. Dejó marchar a Solón, indiferente a su sentencia, convencido, totalmente por si mismo, de su gozosa y definitiva felicidad.
Poco tiempo después el gran emperador persa Ciro II (559-530 a.C.), amenazó las fronteras de Lidia. Creso entonces consultó al oráculo de Delfos qué debía hacer. Le contestó, al parecer, la profecía: Si cruzas el rio Halis, destruirás un gran reino. De este modo el rey decidió atacar a Persia, obteniendo así una victoria en su batalla. Al regresar a Lidia pensó que ya bien había llegado a conseguir toda su fuerza y respeto, se dedicó a sus tesoros y recompensó a sus soldados dejándoles retirarse a sus hogares. Sin embargo, el poderoso persa Ciro II no se conformó con esa batalla y se avalanzó, en invierno incluso, sobre Lidia con un gran y poderoso ejército. Asedió a la capital y a su Palacio, derrotando a Creso y haciéndolo prisionero. El rey lidio sabía que el monarca persa le ajusticiaría. El día de la ejecución, Creso sólo pudo recordar las palabras del sabio griego, aquellas por las que decía que sólo hasta el final de una vida no se puede saber si ésta fue del todo feliz o desgraciada. Ah, Solón, Solón, qué ciertas eran tus palabras...
En el cuadro de Honthorst, la figura de Solón le responde a Creso con las palabras sabias de su aforismo; a la vez le indica al rey, señalando con su dedo índice derecho al observador de la obra, que nadie, incluso nosotros mismos, podemos considerarnos nada del todo hasta que del todo la existencia haya, definitivamente, concluido. Todo un alarde, además, de cercanía y conmiseración hacia los espectadores.
(Cuadro del pintor Gerard van Honthorst, Solón y Creso, 1624, Hamburgo, Alemania.)