Foto de Daniel Mennerich
Nos asombramos del sufrimiento humano, nos parece increíble que sea tan generalizado e incisivo. Nos parece que está demasiado cerca mientras la ansiada felicidad gusta de mantenerse alejada y escondida. Lo que de verdad debería sorprendernos es que todo depende de la interpretación que hagamos de la situación que tengamos delante o estemos pensando. Y esa interpretación es personal, subsidiaria de ajuste. La psicología moderna nos ha dejado claro que hay mucho por hacer para ajustar este filtro personal. Lamentablemente seguimos sufriendo por muchos libros de autoayuda que leamos o terapias a las que acudamos. Parece que ajustar este interruptor no debe ser tan fácil.
Todos nos hemos enfrentado alguna vez a un ordenador bloqueado y hemos terminado apagándolo a las bravas para conseguir resetearlo. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con nosotros mismos? En primer lugar porque no tenemos un botón de encendido, por lo menos a la vista. En segundo porque no suele ser suficiente, por la noche todos nos apagamos pero volvemos a despertar sumidos en el mismo desespero con que nos fuimos a la cama. Y en tercero porque el funcionamiento cerebral es recursivo y para escapar de un bucle de pensamiento o preocupación necesita determinadas conductas, suficiente tiempo o determinada medicación.
Hay muchas propuestas para evitar o por lo menos reducir el sufrimiento humano, la interpretación dolorosa de lo que nos sucede. Unas son rápidas otras lentas, unas tienen efectos indeseables otras son del todo seguras. Por poner dos ejemplos extremos citaremos la conducta de ahogar las penas en alcohol, muy frecuente por cierto pero terriblemente peligrosa por su potencial adictivo. Por otro lado la de refugiarse en la meditación tranquila, un curso de acción lento pero que no genera daños. A lo largo de la vida cada cual va desarrollando sus propias estrategias aprendiendo de la conducta de los demás y aplicando iniciativas a la propia. Por ensayo y error terminamos adquiriendo ciertos perfiles de defensa frente a la adversidad que según sean nos protegerán mejor o peor frente a la misma. Cuando nos fallan solemos acudir a nuestra familia y amigos por ayuda y consuelo, en otras ocasiones terminaremos yendo a algún profesional. Lo cierto es que estos mecanismos de resiliencia son fundamentales y van mejorándose con el tiempo y la experiencia. La formación, lectura y reflexión sobre el tema, el autoconocimiento y el diálogo de calidad con otros son formas de superación que podemos añadir a las meras enseñanzas de la vida. Merece la pena esforzarse, dado que los inconvenientes son inherentes a la propia existencia.
¿Cómo nos relacionamos con la adversidad y el sufrimiento? ¿Qué estrategias tenemos? ¿Solemos escapar, negar o afrontar? ¿Tenemos algún ejemplo que nos resulte de referencia? Reflexionar sobre estas cuestiones nos puede permitir darnos cuenta de aspectos importantes de nosotros mismos. No es necesario esperar a una tormenta vital para hacer un repaso a nuestros paraguas. Cuando escuchamos a alguien cercano atribulado por una dificultad ¿qué lecciones extraemos de dicha situación?, desde fuera de la barrera es fácil aconsejar ¿tenemos el valor suficiente para no hacerlo?
Nadie quiere sufrir, nosotros tampoco. Por eso es inteligente darse cuenta de que aunque no queramos es algo inevitable en el mundo que habitamos. Mejorar nuestras capacidades de adaptación nos ayudará y permitirá ayudar a los demás. Merece la pena considerar la cuestión.