Con grandes aptitudes para la química y el álgebra, el talento de la joven Nettie María Stevens (1861-1912), a quien se le atribuye el hallazgo del sistema XY de los cromosomas, nunca pasó desapercibido en su entorno. Completó en dos años un curso de cuatro en el actual Westfield State College de Massachusetts. Fue la primera de su clase y, junto con su hermana Emma, se convirtió en una de las tres primeras mujeres en graduarse en Westford, en 1880.
Sin embargo, la delicada situación económica que atravesaba su familia la mantuvo alejada de las aulas durante varios años, en los que trabajó como maestra y bibliotecaria. No fue hasta 1896, con 35 años, cuando pudo retomar los estudios, matriculándose en la Universidad de Stanford.
Stevens, que descubrió los cromosomas XY y los misterios de la diferenciación sexual, es un ejemplo perfecto de los genios poco conocidos que ayudaron, gracias a su esfuerzo y su creatividad, a dar forma al mundo que conocemos.
La primera gran genetista
Tras examinar con minuciosidad diferentes insectos, como los escarabajos y gusanos, concluyó que los cromosomas en algunas especies son diferentes según los sexos.
Después de constatar que los cromosomas existen como estructuras parejas en las células, en vez de largos bucles o hilos, Stevens también estableció la diferencia entre dos clases de espermatozoides: los que poseen el cromosoma X, que determinan el sexo femenino, y los que tienen el cromosoma Y, asociados al masculino.
La idea de las parejas fue clave por algo más, Stevens se percató de que las mujeres tenían veinte pares de cromosomas grandes y los hombres 19 pares grandes y otra formada por uno grande y otro pequeño. Hoy sabemos, como nos han repetido en el colegio innumerables ocasiones, que tenemos 23 pares, pero la historia de como los encontramos merece un post en sí mismo. Stevens, además, llegó a la conclusión de que la diferenciación sexual dependía de la existencia de dos tipos de espermatozoides, cada uno con un cromosoma distinto (X o Y).
Stevens murió muy joven, en 1912, a causa de un cáncer de mama. Eso le impidió acceder a la cátedra que había sido creada para ella en el Bryn Mawr College y, presumiblemente, recibir el premio Nobel. Un premio que habría sido más que merecido y que habría dejado negro sobre blanco el brillante papel de la mujer en la ciencia de principio de siglo XX. Un papel que se nos olvida muy a menudo.