29/08/2007
04/05/2009
29/03/2010
Más preocupante resulta leer y oir a los gurús y opinadores profesionales recomendando a diestro y siniestro transiciones democráticas en países que aún no lo son, tratar de reconducir tensiones y conflictos locales por la vía del consenso y la renuncia a la violencia, o cantar el conocido mantra acerca de los logros y ventajas de las democracias occidentales en supuestos argumentarios para jóvenes y descreídos que cuestionan/amenazan la estabilidad del Sistema. Sin embargo, a esa misma gente no se le cae una palabra acerca de las contradicciones que amenazan con atrofiar su funcionamiento.
Si esto es así, ¿cuál es el lugar que le corresponde a la autocrítica sin maquillaje? ¿Dónde se puede y se debe airear sin mentiras ni medias verdades los auténticos defectos y los males de las democracias? Si esto queda únicamente para los airados, los antisistema o los que se consideran al margen de intereses ocultos, convencidos de estar en posesión de la objetividad y del único punto de vista correcto, apañados estamos.
La sinceridad, la exposición clara y sencilla de las cosas, hace tiempo que ha sido barrida de los medios de comunicación: todo es jerga especializada que certifica como experto a quien la maneja y oculta las vengüenzas que a los no iniciados les resultan obvias. Esta es una de las perversas consecuencias de la negativa del lenguaje político a reconocer errores y a llamar a las cosas por su nombre. Los líderes políticos siguen creyendo que hacer eso les restará popularidad (y a su partido, votos). Esa misma gente, aparentemente ultrapreparada, trabaja y actúa convencida de que la dimisión cotidiana ante una mala administración no es la causa de la desmovilización de los ciudadanos; estos pobres ingenuos siguen creyendo que sus declaraciones y actos son las únicas variables que influyen en los ascensos y descensos del compromiso electoral. Seamos claros: para que algo cambie, esto es lo primero que hay que erradicar.