29/08/2007
04/05/2009
29/03/2010
[Tras cuatro años de crisis] «¿Hay más controles sobre los mercados y los bancos? ¿Han pagado por la crisis los principales culpables? ¿Ha servido la crisis para cambiar de modelo de crecimiento? ¿Cómo hemos pasado de la crisis financera a la crisis de la deuda?». Carles Capdevila, 2011.
En la batalla contra el pensamiento neoliberal mayoritario que impregna la política económica occidental (que se presenta ante el usuario/consumidor como si se tratara de gestión inocua, sin ideología), los libros de la canadiense Naomi Klein proporcionan el argumentario y las teorías básicas que pueden actuar en el lector como detonante concienciador de aquellos sectores tradicionalmente no informados ni implicados en el debate político. El problema es que sus textos no abandonan la descripción densa de un mundo sistemáticamente negado/oculto por las elites económica y política. Sus reflexiones revelan implícitamente la existencia de un mundo, vetado a los mortales, en el que no existe la corrección política que normalmente exhiben políticos y agentes del lado de la oferta; un mundo donde el pensamiento se expresa con la misma crudeza y falta de conciencia social que le presuponen los agentes de la demanda. Como carga de profundidad contra el El Sistema son textos irreprochables y necesarios, pero al usuario/consumidor le acaban por provocar distanciamiento y escepticismo. No pongo en duda nada de lo que dice Klein, pero es difícil que sirva para movilizar a quienes están demasiado acostumbrados a sufrir las consecuencias de la aséptica y al parecer unívoca «gestión sin ideología» de capitalismo global. Tanta abstracción erudita no moviliza más que al iniciado, al informado, al que puede llegar a alinearse con el pensamiento mayoritario, al que comparte buena parte de las lecturas de cabecera del neoliberalismo que desprecia. Klein escribe y teoriza para quienes, participando más o menos en el complejo político-económico y sean del bando que sean, están abiertos a la duda, a la posiblidad de admitir que el neoliberalismo no es la solución para todo (excepto para que los ricos se enriquezcan más). Ahora bien, ¿qué pasa con los descontentos sin formación superior y/o especializada?
A estos usuarios/consumidores de a pie, la lectura de No logo (2001) o de La doctrina del shock (2007) --adaptada al documental en 2009 por los cineastas Michael Winterbottom y Mat Whitecross-- puede convertirse en una labor que exija demasiado sacrificio; que no acaben de relacionar la descripción minuciosa de estrategias manipuladoras que denuncia con efectos concretos en la política social, que es el ámbito con el que se identifican de manera natural. El problema es que las pruebas de semejantes comportamientos no existen; las injusticias se comenten en la seguridad infranqueable de los despachos de las multinacionales, por lo que se hace difícil tomarlas como parte de una plan maestro cuyas acciones nunca admiten en público sus responsables. Para estas audiencias resultan mucho más atractivos ensayos como los de Michael Ignatieff o Stéphane Hessel, donde se desmenuzan hechos y situaciones del pasado reciente, ampliados con informaciones ocultas o distorsionadas en su momento. La empatía es más fácil de conseguir cuando existe un hilo narrativo en forma de caso específico: laboratorios que hacen vertidos ilegales, políticos que mienten sobre la localización de armas de destrucción, estafas financieras a gran escala, corrupciones al más alto nivel, desigualdades flagrantes, víctimas inocentes... Es más probable que el lector conozca de primera mano estas cosas en lugar de estar al corriente de los usos sociales y profesionales entre ejecutivos internacionales.
Historias ejemplares con culpables localizados y detenidos, culpables confesos, victorias parciales de los débiles frente al todopoderoso Sistema, narraciones esperanzadoras que demuestren que, aunque se tarde dos décadas en introducir mejoras legislativas o corregir injusticias, vale la pena canalizar las protestas en movimientos que sean capaces de convertirse en alternativa política o, al menos, influir sobre los que mandan. Pero sin falsas moralinas sobre el rechazo a la violencia, porque ya es hora de admitir que sin enfrentamiento o insumisión no hay cambio posible; hay que asumir un cierto grado de tensión violenta incontrolable, no programada ni organizada, porque reconocer que los «conductos reglamentarios» garantizan ser escuchados y tenidos en cuenta en la toma de decisiones es perder la batalla desde el minuto cero.
Sin pretender justificar ni amparar la violencia contra las personas pregunto: ¿Acaso el malestar al margen de la partitocracia democrática, expresado pacíficamente, lograría cambiar o, por lo menos, ralentizar el rodillo ultralegítimo del aparato institucional? ¿Acaso desde dentro del Sistema SIEMPRE se pueden arreglar las cosas? ¿Estamos seguros de que la lentitud y lo limitado de los cambios desde dentro no tienen nada que ver con lo el descontento que recorre Europa?