¿Necesitamos otra lógica? (7). La democracia feudal

Publicado el 16 febrero 2012 por Sesiondiscontinua



«Sucede que al eclipse de Europa se suma el declive de los Estados Unidos, con un sistema político crecientemente bloqueado que ofrece espectáculos como el de las primarias del Partido Republicano. Sucede, según explica Paul Krugman, que cunde la desigualdad y que los datos de la Oficina de Presupuestos del Congreso en Washington resaltan el aumento del desfase salarial y sitúan a Estados Unidos en la cima de los países donde la condición económica y social tiene más probabilidades de ser heredada. Entonces llegan los conservadores para restar importancia al estancamiento de los salarios y poner el foco en el hundimiento de los valores familiares de la clase trabajadora. Para estos abanderados de la moralidad tradicional es irrelevante que el salario base ajustado a la inflación de los hombres con el bachillerato terminado haya caído un 23% desde 1973 y que, mientras en 1980 el 65% de quienes con esta educación trabajaban en el sector privado tenían seguro médico, en 2009 ese porcentaje había descendido hasta el 29%. Mientras, Adam Gopnik en The New Yorker subraya que la tasa de presos por cien mil habitantes ha pasado de 222 en 1980 a más del triple (731) en 2010. En la actualidad hay más hombres negros sometidos a procedimientos penales que esclavos en 1850. De manera que el gasto en prisiones se ha incrementado seis veces más en los últimos 30 años que el de la educación superior. Atentos»
Miguel Ángel Aguilar. 2012

El Antiguo Régimen fue un sistema político rígido, jerárquico y elitista que derivó en una economía y en una sociedad completamente injustas: cada estamento (la versión prehistórica de las clases sociales) tenía asignado en él un papel, y no había fuerza humana que pudiera modificar eso. Bueno, luego se comprobó que sí había algo: el dinero, el mejor y más eficaz ascensor social (entonces, ahora y siempre). Los campesinos trabajaban la tierra y criaban hijos que heredaban sus cargas y miserias. Luego estaba la casta religiosa, cuya función era velar por la justa aplicación de su propia versión de la espiritualidad, que administraba con una escandalosa doble moral. Y finalmente, en la cúspide de la pirámide, estaban los aristócratas y reyes, que disponían las leyes a su antojo y conveniencia y se beneficiaban del trabajo de los otros dos estamentos. Es lógico que un sistema como éste, que limitaba con el esclavismo (en ocasiones entraba de lleno en esa denominación), tuviera a mano, como contrapeso a un ímpetu impugnador y revolucionario que en la actualidad nos parecería de lo más normal, una ideología formalmente igualitarista que diera la impresión de que la escandalosa descompensación de la estructura social respondía a algo preternatural o divino, inasequible por tanto a la crítica y a la reforma. Esa ideología era la religión católica (aunque otras religiones han desempeñado ese mismo papel en diferentes momentos y civilizaciones), que sostenía que todos los hombres eran iguales a los ojos de Dios. Una igualdad universal estrictamente teórica, puesto que a los ojos de los hombres todo se reducía a una estructura orientada a la explotación de la mayoría por parte de una minoría que heredaba sus privilegios con la misma naturalidad que los demás la sumisión y la resignación. No había alternativa, tan solo sobrevivir en un mundo que era básicamente una pesadilla con la débil esperanza de una vida eterna, abundante y feliz más allá de la muerte, siempre y cuando se hubieran acatado una serie de mandamientos compatibles con el orden mundado preestablecido. Desde luego, a la religión católica hay que reconocerle un mérito indiscutible: haber fundamentado sus privilegios en el mejor servicio posventa que quepa imaginar. No existe evidencia de ningún cliente insatisfecho que haya regresado del más allá para desmentir las promesas que se le hicieron en vida. Este esquema lógico se sigue empleando en la actualidad en numerosos ámbitos (especialmente en el de la manipulación política): «Si no hay argumentos en contra es que lo que decimos, aunque no existe ningún argumento a favor, no sólo es cierto, sino que además queda demostrado en su verdad». Esto se conoce técnicamente como falacia lógica de negación del antecedente, un clásico de la manipulación.
El resultado fue un sistema estructuralmente semiesclavista, formalmente inatacable, que maquillaba la injusticia y la explotación con una ideología igualitarista que se concretaba FUERA del entramado social, mejor dicho, más allá de la existencia. La época de las revoluciones burguesas consistió en una serie de tentativas de asalto al poder por parte de una burguesía que había dejado de ser una patulea de desharrapados y había alcanzado suficiente masa crítica (y también fortuna) como para atreverse a cuestionar un poder ancestral enquistado. La Revolución Francesa fue la primera de una serie de intentonas que, sólo en Francia, se prolongó hasta la Comuna de París, y que en la actualidad siguen sucediéndose en países con una brusca transición (precedida o seguida de una guerra civil) desde un poder dictatorial a una especie de democracia formal representativa. Argelia, los Balcanes hace unos años, pero también Egipto, Libia, Siria... Aunque en diferente grado de violencia y de eficacia aperturista, todos ellos tienen en común un pasado semifeudal que acaba derrumbándose por acumulación de podredumbre y corrupción, igual que los Estados Generales de 1789 y, exactamente doscientos años después, los países de la órbita comunista tras la caída del Muro.
Desde 1945, en unos pocos países antes, la mayoría del mundo occidental adoptó por consenso pacífico sistemas democráticos de representación parlamentaria elegida por sufragio universal. Se trataba, finalmente, de la materialización políticamente estable del ideal que alimentó a los revolucionarios que se hicieron visibles para el mundo en la toma de la Bastilla. Este proceso ha durado casi dos siglos (dos conflictos bélicos mundiales incluidos), hasta que finalmente pudo intaurarse una democracia que consagraba la igualdad, la justicia y la solidaridad en lo más alto de la legislación. Durante cincuenta años hemos vivido instalados en una razonable comodidad mayoritaria, con altibajos importantes, es cierto, pero en esencia aceptables. La experiencia ha sido tan positiva que incluso, puesto en la encrucijada, más de uno estaría dispuesto a morir por un sistema así (de hecho, muchos anónimos nunca suficientemente homenajeados lo hicieron). Sin embargo, la rutina, la desmemoria, la corrupción, los intereses particulares, el afán de mantenerse en el poder, el deseo inagotable de privilegios, la abundancia de políticos mediocres y el absurdo convencimiento de que todos los logros de la democracia parlamentaria y el estado social nos vienen «de serie» o por decreto, han dado paso a un abstencionismo creciente en el electorado y la dejación de responsabilidades por parte de los cargos electos, que acaban creyendo que las elecciones y el derrocamiento incruento del gobierno son un mero trámite, y no uno de los mayores logros de la humanidad racional. Los parlamentos elegidos democráticamente han acabado pareciéndose demasiado a la asamblea de nobles y aristócratas de los Estados Generales de Francia: políticos profesionales que ejercen cargos por obediencia debida (antes era por herencia y linaje) que encadenan cargos legislación tras legislación, aupados y sostenidos por partidos políticos convertidos en factorías de tipos mediocres que lo supeditan todo al interés general... del partido, no del votante. La crisis económica, después de un lustro, ha dejado al descubierto una ideología democrática raquítica y meramente decorativa que se limita a mantener la apariencia oficial de un sistema social FORMALMENTE libre e igualitario, cuando en realidad vivimos en una pura y simple oligarquía.
Bastan cuatro indicadores (como los del texto extractado de Miguel Ángel Aguilar al principio, con datos prestados de Paul Krugman) para que salte el barniz de la solidaridad y la justicia y se vea la misma madera podrida que sostuvo a las elites económicas y políticas del feudalismo. Vamos mal.