Ayer, en el programa de radio Julia en la Onda, que dirige Julia Otero en Onda Cero, este mamarracho se ha permitido eructar que no puede perdonar a los arquitectos modernos porque han afeado el mundo. Y nadie le ha mandado callar. Ni siquiera nadie ha mediado o ha intentado terciar, matizar nada. Así, tal cual: Los arquitectos modernos no merecen perdón porque han afeado el mundo.
¿Pero por qué nos tiene usted que perdonar? ¿De qué? ¿Pero quién se ha creído usted que es? Imaginaos que alguien hiciera una afirmación tan genérica sobre los médicos, los charcuteros o los taxidermistas. Tal vez alguien se sintiera molesto y le pidiera que matizara algo, que puntualizara algún detalle o suavizara alguna expresión. Pero con los arquitectos no hay matices. No pasa nada. Somos el pimpampum, los enemigos de la humanidad.
El otro día un eurodiputado polaco ha dicho que las mujeres deben cobrar menos que los hombres porque son más bajitas y más tontas y se ha liado buena, con toda la razón. Si hubiera dicho que los arquitectos debemos cobrar aún menos de lo que cobramos porque somos la pura maldad nadie se habría sentido molesto.
Por otra parte, este odiador de la arquitectura moderna (y de la arquitectura en general, pues diga lo que diga no entiende ni sabe nada de arquitectura, ni le interesa lo arquitectónico) va a Florencia o a Venecia y se despiporra. Le da un stendhalazo que se cae al suelo. Levita y palmotea, y se le cae la baba. Pero habría que haberlo visto allí, en la Florencia del quattrocento, cuando el moderno Brunelleschi se lio la manta a la cabeza y acometió aquella tremenda barbaridad del cupulón.
Habría que haberlo visto, al Adriansens, con sus cuadritos de cerrojitos oxidados, diciendo que eso de Brunelleschi era una locura, que eso se iba a cargar el bonito espacio de Santa María de las Flores, que eso desafiaba las leyes de la construcción, de la proporción, de la composición, de la ética y de la bombonería lladroense. Habría que haberlo visto en las tertulias florentinas poniendo a parir a aquel genio que tenía la cúpula metida en la cabeza y en las gónadas. Sí; habría que haberlo visto.
Según los adriansenes que agobian y acosan el orbe, todo lo que sea moderno, propopositivo y vanguardista afea el mundo. Afea ese bello mundo decadente de convenciones muertas en el que esta gente vive tranquila, masturbándose con sus pincelitos de pelo de marta y de meloncillo, dibujando cerrojos oxidados o muros desconchados con ese regusto decadente por la fruslería ñoña, ladrillito a ladrillito de dulce y reconfortante moho, de pátina verdosa, de cosquilleo estúpido y desnortado.
Mientras tanto, en el mundo hay arquitectos. Afortunadamente siempre ha habido arquitectos y siempre los habrá. Gente que construye, que idea, que inventa soluciones, que resuelve problemas y que mira hacia delante.
Dejemos a estos viejos casposos y cascarrabias con sus fruslerías tontas, con sus bellezas sublimes, con sus vahídos y sus arrobamientos. No les molestemos. Dejémosles seguir fermentando, sesteando, mirándose el ombligo con delectación. Dejemos al vetusto y heroico artista que siga durmiendo la siesta, que sueñe con angelitos gordos y con cerrojos oxidados. Dejémosle en su bonito mundo de pin y pon.
Y a ver si él también nos deja en paz, coño, que tenemos cosas que hacer.