Lo que sé de Roche (como casi todo) es porque me lo contó Juan Daniel Fullaondo, que al final de su vida colaboró con el irlandés/estadounidense en un edificio de oficinas en las calles de Almansa y de Beatriz de Bobadilla de Madrid. Pero desde muchos años antes ponía en clase de proyectos su museo de Oakland, su torre de los Caballeros de Colón y, sobre todo, su fantástica Fundación Ford, todo ello con su socio John Dinkeloo.
Fullaondo, siempre delicado de salud, nos contó que Kevin Roche decía que para ser arquitecto había que tener una salud de hierro, una forma física envidiable. No se refería solo a una fuerza psicológica, a una alta capacidad de resistencia ante los numerosos problemas e inconvenientes que siempre surgen y tanto agobian, sino a una auténtica fuerza física. Esto lo ha demostrado muriéndose a los noventa y seis años.
Otra cosa que nos contó Fullaondo es que en sus fantásticas obras de los años 1960s y 1970s se adivinaba siempre un componente comercial, en la mayoría de ellas muy digno, pero ya en algunas un tanto frivolón, y que ese componente fue desbocándose en los 1980s y en los 1990s, en una fiebre disparatada y postmoderna que en algunos casos llegaba incluso al delirio y era capaz de sonrojarnos.
De alguna manera algún amigo (yo creo que fue el propio Fullaondo, por cómo nos lo contaba) fue capaz de decírselo con mucho tacto. ¿Cómo era posible que él, tan grande, que había demostrado ser capaz de hacer tantas obras fantásticas, se dejara resbalar en tantas ocasiones por ese facilismo, por esa frívola tendencia a lo meramente espectacular?
A lo que Kevin Roche, muy tranquilo y de muy buen humor le contestó:
-Pues que sepas que soy capaz de hacerlo aún bastante peor. No te quepa duda.