No me cabe duda de que quienes conozcáis en primera persona la pasión por la lectura comprenderéis ese deseo perentorio por seguir leyendo la historia en el punto en el que la dejasteis abandonada unas horas antes.
Y el caso es que yo no estaba particularmente enganchada a la novela que estaba leyendo en aquel momento. Antes de leerla, me había creado unas expectativas de ella que luego no se habían cumplido. Y, sin embargo, el protagonista, un hombre joven islandés, me tenía atrapada en su peripecia vital.
Es casi inevitable preguntarse por qué nos encariñamos de ese modo con un personaje de ficción. La explicación puede encontrarse en unas neuronas especiales que habitan en nuestro cerebro.
Actualmente, gracias al descubrimiento del neurofisiólogo Rizzolati y su equipo, sabemos que en nuestro cerebro existen unas neuronas llamadas espejo porque, precisamente, actúan como tal. Son neuronas que se activan cuando vemos a una persona realizando una acción. Por ejemplo, vemos a alguien jugando al tenis y nuestras neuronas espejo se activan de tal modo que virtualmente nosotros estamos participando en el juego. No sólo eso, las neuronas espejo se activan cuando simplemente pensamos en alguien jugando al tenis o cuando leemos que un personaje lo está haciendo. Y quien dice un partido de tenis puede decir cualquiera otra actividad: cuando un personaje cocina, hace el amor, se pelea, llora, se siente traicionado, toma una decisión…
Las neuronas espejo, también llamadas de la “empatía”, nos ayudan a conocernos mejor a nosotros mismos y a predecir los comportamientos de los demás. En definitiva, nos hacen más humanos.
Y, por supuesto, esa facultad que tienen los personajes de ficción de vivir en nuestras mentes gracias a esas neuronas, es la misma que tienen las mentes de quienes escribimos. Por ello, como escritora, a menudo me he sentido conmovida, aterrorizada o feliz con algunos de los seres que crecen en mi mente y que, luego, traslado al ordenador.