Niebla

Por Ragonzalez

Entonces, en los inviernos, cuando cada día tenía que conducir hasta el pueblo, me intimidaba la niebla. Al levantarme por la mañana me acercaba a la ventana y miraba con inquietud el paisaje. Muchos días la niebla lo cubría todo. Entonces me duchaba, me lavaba los dientes, miraba a los niños, me tomaba un café y la niebla estaba presente como el humo de un cigarrillo. La sensación mejoró cuando tuve un coche más confortable, cuando tuve cochera y los cristales ya no estaban helados, pero adentrarse en la carretera sin horizonte siempre me hacía pensar en un viaje sin retorno. Recuerdo que tenía referencias (la gasolinera de Carrión, la de Torralba, la Daimiel, luego el paso por las curvas de los ojos del Guadiana, al fin, casi llegando, los cambios de rasante de Arenas donde un día de niebla y hielo se movió el suelo bajo mis pies y por suerte no me pasó nada), que desarrollé trucos (buscar un camión y seguirlo todo el camino, aunque fuera lento), que presencié muchas veces la estupidez humana en forma de adelantamientos ciegos a una fila de coches muchas veces en una raya continua.

En ocasiones, de pronto, la niebla aclaraba y el paisaje soleado era más intenso, como si fuera nuevo y fresco. Recuerdo que eso me hizo pensar en una metáfora de la depresión que luego contaba a mis pacientes: ahora estás en la niebla, no percibes más que lo negativo, solo sientes las emociones negativas, solo tienes memoria negativa; pero el paisaje sigue ahí, tu capacidad de disfrutar, de percibir lo bueno de la vida sigue en ti, volverá a aparecer cuando vayas mejorando… ten esperanza porque el paisaje sigue ahí.

En las guardias, de madrugada, la niebla me hacía admirar a los camioneros con los que me cruzaba. Yo, al fin y al cabo, iba cerca, pero sabía que muchos de ellos (algunos pacientes míos) viajaban cientos de kilómetros, atravesaban puertos, rompían la lluvia por la noche solo con la compañía de las canciones de la radio y algunos muñecos temblando en la cabina.

Desde que pudimos vivir fuera de los pueblos muchos profesionales han (hemos) cogido cada día el coche para ir a trabajar. Van a Almadén, a Fuencaliente, a Agudo, al último pueblo de una provincia muy grande durante años, esperando el concurso de traslados o la oposición que los traiga, de manera legítima, más cerca. Algunos han muerto en el camino. Pero en cada pueblo, cada día, cada noche, hay un médico, un enfermero, un administrativo que cogen el coche y corren riesgos. Este trabajo, la atención primaría, es así, son las reglas del juego.

Por eso hay que jugar limpio. Y respetar las reglas (mérito y capacidad): oposiciones con condiciones y programas claros que también puedan aprobar los jóvenes; concurso de traslados con baremos justos y mantenidos en el tiempo. Que cada uno sepa a qué atenerse. Lo que tiene que hacer para progresar legítimamente. Una utopía. En los últimos venticinco años todo esto ha sido traicionado por los que parecía que iban a inventar el mundo y a restaurarlo. En cada comunidad, a su manera, ha sido el tiempo del clientelismo, de las comisiones de servicios injustificadas (enchufes encubiertos, más bien), del cambio continuo de baremos y de condiciones en la oposición para favorecer a distintos grupos, de la arbitrariedad en suma. Por eso quizá la gente joven y lista lo ha aprendido rápido y algunos han buscado enseguida el calor del burladero de las gerencias. Al fin y al cabo solo tienen que sonreir y callar. Y aparentar que le dan la razón al que manda, al que los ha nombrado. Luego solo tienen que tener un poco de manga ancha para superar la disonancia cognitiva. Inteligencia emocional que se llama ahora, cosa fácil en estos tiempos. Con suerte ya vivirán toda la vida al calor de lo que se aprende ahí dentro y tendrán razones para justificarse todo en el futuro. Y si luego vuelven a la niebla tendrán más fácil la comisión de servicio cuando se cansen. Ya se sabe lo primero es sobrevivir y esto, la atención primaria, es la ley de la selva. La condición humana hace el resto.