Nietzsche y el cielo anterior; el inconsciente y el rayo

Por Peterpank @castguer

¿El tiempo y la existencia sólo albergan múltiples galerías de teorías y culturas? ¿La historia del conocimiento únicamente expresa un mar desgarrado, fragmentado en los oleajes de diferentes filosofías? ¿O acaso sobre el oceáno de las diversas olas relumbra un cielo único, anterior? El artículo que presento a continuación, busca regresar sobre una cuestión filosófica ancestral y universal: la relación entre lo uno y lo múltiple. En un texto filosófico y literario a la vez, con un nuevo asombro, caminaremos por las playas de la unidad del mundo que acompaña a la multiplicidad. En esta pequeña, muy pequeña, aventura de asombro filosófico, invocaremos a un pensador discípulo de un antiguo dios griego. Y meditaremos desde lo inconsciente, los fervores eléctricos de la atmósfera. Y un cielo anterior….

1. Dioniso, el pensador, el explorador de profundidades, desembarca en las playas de la nueva tierra. El velero, con emblemas de dragones en sus velas, queda atrás luego de soportar una bravía tormenta. Dioniso se adentra en el territorio misterioso y comprueba lo que familias de mitos y leyendas le habían anticipado: el que atraviese un oceáno devorado por una gran tempestad llegará a la Isla del Cielo Sin Color, un cielo anterior. Y entonces deberá empapar la altiva bóveda con sus propios colores.

   Y luego, en algún momento de la mañana, Dioniso imagina distintos colores para pintar la cúpula incolora. Interpreta que en lo alto debe de haber nubes púrpuras, aves de pechos gualdos y cabezas azules. Y cuando su cuerpo recala en otro puerto del tiempo, en una tarde, o un crepúsculo, interpreta, imagina nuevos colores que podrían colorear las nubes, el alba y los ocasos, el torso amplio del cielo. Colores que nacen de interpretar qué brillos,  qué pigmentos, son los que colorean las alturas. Pero tampoco olvida: sin duda, la sinfonía del color danza y vibra gracias al espacio previo, sin color, a un cielo anterior que regala la tela donde mis colores luego se derraman. Cuenta una serpiente que estas palabras nacieron de los labios del explorador de la Isla del Cielo Sin Color, antes de una lluvia de plumas celestes.

   II. Y bien puede ocurrir que entre los rayos de una amarilla luna, el visitante de la Isla del Cielo Sin Color, el que contempló el cielo anterior,  cree la lira de una obra filosófica,  poética. Así, el Dioniso navegante, viajero y descubridor, expande su pensamiento en cientos de aforismos, en una constelación de títulos resonantes. Y aquellas obras, la Gaya ciencia, Nietzsche (Dioniso) escribe el aforismo 374, Nuestro nuevo infinito. Allí, el pensador se pregunta por la faz íntima de la existencia. ¿En el fondo de la realidad palpita algún sentido ignorado, una esencia, un lecho sustantivo? Quizás; pero lo que pueda ser el color más profundo de lo real no es directamente visible por las lentes de argumentos, análisis y deducciones lógicas de la inteligencia. Por eso, el hombre camina bajo un cielo que le antecede, que es anterior a él, un cielo que flamea sobre el cerebro y las ballestas del intelecto, y que no le muestra una coloración clara, comprensible.

El primer firmamento de la existencia es sin color porque rehúsa manifestarse en verdad colorida, aprehensible por los conceptos y el entendimiento. Por lo tanto, al contemplar el cielo anterior asegura: “el espíritu humano no puede hacer otra cosa que verse a sí mismo en sus propias perspectivas. Nos es imposible salir de nuestro ángulo visual…” La cúpula sin colores es violentamente oscura, es demasiado intolerable su oscuridad, por lo que el hombre debe pintar en aquella umbría bóveda los tonos de sus propias interpretaciones. No podemos ver sino nuestros propios colores. Sin embargo, el color derramado, el tono de la interpretación pintada, ¿nos excusa de olvidar el lienzo previo, sin color, donde se plasma el acto de pintar? ¿Puede ignorar el pintor que hay una tela anterior que da el espacio y las superficies sin color donde inventar luego las figuras coloreadas, los signos e interpretaciones de lo que hay en el mundo? ¿Olvidó Nietzsche aquel lienzo del cielo anterior a todos los colores humanos?

   lll. ¿Es realmente Nietzsche, como se repite hasta el hartazgo, el máximo heraldo del perspectivismo? ¿Es el concierto de sus ideas una de las más encendidas negaciones de una realidad previa al sujeto, de un cielo anterior? ¿Los platillos de su pensamiento sólo resuenan para musicalizar la afirmación de que lo real no es más que el efecto de nuestras interpretaciones y perspectivas?

Reducir lo nietzscheano a lo perspectivístico es nutrir la miopía antropocéntrica. Nietzsche como un pliegue más de una historia repetida; el anthropos siempre en el centro, desde el Génesis (el hombre rey de la creación) y la sofística de Protágoras (el hombre medida de todas las cosas), hasta los aturdidos nihilistas y los prepotentes cenáculos posmodernos que aseguran que una realidad anterior a nuestras definiciones sólo puede ser una bruma confusa, inhabitable. Lo real es únicamente chisporroteo de nuestras palabras, de nuestras interpretaciones, de nuestros juegos de lenguaje, de las convenciones del sujeto de discurso, massmedia y condicionamientos históricos y epocales.

Pero el pensador del martillo es capaz de contemplar el cielo anterior a las interpretaciones. En el aforismo anteriormente mencionado de la Gaya ciencia, luego de abogar por la legítima necesidad de interpretar el mundo desde nuestras propias perspectivas, Nietzsche agrega:

   El cielo anterior, sin color, nos obliga a interpretar desde nuestros propios colores. Pero los tonos de nuestras perspectivas nunca pueden  agotar la posibilidad del mundo interpretado. Por eso, el mundo vuelve a ser infinito, nunca apropiable por ninguna interpretación particular. De ahí que el cielo anterior siempre sea pasible de ser interpretado, coloreado, con una nueva perspectiva. Pero, por eso mismo, su propio color permanece desconocido. Hay por lo tanto una realidad previa, desconocida, que preexiste a nuestras coloridas interpretaciones. ¿Pero quién querrá divinizar otra vez ese “monstruo de mundo desconocido”? Es decir: ¿quién querrá otra vez encontrar su único sentido y condenarlo a una única proposición definitiva e iluminada?

El cielo anterior admite muchos colores, pero a condición de conservar sus entrañas sin color, su médula enigmática: su atributo de misterio enquistado en la materialidad del espacio y las cosas.

El hombre del nuevo del milenio pinta con colores cada vez más subjetivos y exaltados el firmamento de la existencia; pero escapa del hecho de que el cielo se reserva su propio color, más profundo e inimaginable.

   Tal vez, para expresar el cielo anterior a nuestras propias interpretaciones, la metáfora pictórica pueda ser superada por un acto de imaginación atmosférica. Antes pensamos, y a su vez imaginamos, el cielo anterior como primaria oscuridad incolora. Sobre esa oscura y constante cúpula se disemina la cambiante multiplicidad de los colores. La oscuridad aludida habla de una extensión sin sensaciones ni hervor vital. Pero el cielo anterior puede ser meditado, imaginado, no sólo como lo oscuro que antecede a los policromos abánicos de la materia. Un acto de meditación imaginativa también puede manifestar al cielo anterior como inconsciente de la ebullición constante, donde los rayos aportan el cambio, la multiplicidad.

   Para este nuevo acecho en pos del cielo anterior es oportuno iniciar un meditar que parta de una primera simbolización de lo inconsciente, como lo inconsciente subterráneo y acuático.

   lV. Aceptemos una primera metáfora tradicional de lo no consciente: el agua, lo subterráneo, una liquidez que desde lo oculto fluye y es continuo cambio, es un devenir, transformación, que no puede ser detenida o cosificada por ningún signo de la conciencia. Este tal vez sea un primer paso para abrirnos al territorio, no de la idea, sino de la experiencia de lo inconsciente como cielo de ebullición continua. Por un momento, imaginemos lo inconsciente como el espacio sutil de aquello que todavía no se ha experimentado, pero que latentemente puede aflorar para ser percibido. Ese inconsciente, como espacio de la experiencia que todavía no se ha cristalizado en la palabra o en la conciencia, fluye como aguas que nunca se detienen; y el poeta, el artista pretende ser (y algo de eso Holderlin y Heidegger querían sugerir) aquél que tiene la cósmica y trágica inquietud de abandonar la firmeza estática del lenguaje, y acompañar al agua hacia el devenir constante de lo subterráneo.

En lo subterráneo, primera metáfora de lo inconsciente, en lo que fluye constantemente sin fijación, ahí hay una permanencia, pero que no es la permanencia del concepto o la definición. Es la continuidad de un estado de devenir y emanación creadora constante. Ese inconsciente, esa permanencia, que el poeta, el artista, quiere custodiar, es la perduración de una incesante transformación, de una continua mutación. ¿Pero de qué manera lo inconsciente como lo subterráneo que es movimiento y transmutación puede adquirir una nueva figura, una figura entroncada con el cielo anterior? Para este salto desde lo inconsciente “de abajo” hacia lo ” inconsciente de arriba” quizá debamos invocar a los presocráticos, a aquellos que antes de Sócrates y de Platón, intentaban pensar desde  la incitación de los elementos naturales.

   V. En el horizonte presocrático, la naturaleza no era algo destinado a los aburridos manuales de biología o meteorología. El filosofar aún hallaba inspiración en las palpitaciones del cielo y de la tierra. El pensamiento resonaba entonces con la entonación del rayo, el movimiento del aire, las vibraciones del espacio material que nos envuelve.
Desde la incitación presocrática, podemos transformar lo atmosférico en nuevo  lugar simbólico para el inconsciente que ya no es lo subterráneo, un líquido cuerpo de agua que fluye y cambia por debajo. Mediante un nuevo meditar presocrático, acaso podamos atisbar un cielo de ebullición continua, una altura inconsciente, en tanto que no experimentada en el vivir de la conciencia habitual.

Observemos. Pensemos. Imaginemos:

Sobre la Tierra se descargan diariamente diez millones de rayos, cien rayos por segundo; es una vida de una ebullición, de una potencialidad eléctrica constante. Nuestro vínculo con los rayos es siempre discontinuo. La tormenta que se asienta en el cielo se dispersa en el tiempo; llega ocasionalmente y se va o, a lo sumo, se presenta en algunas épocas del año. Sin embargo, podríamos pensar un percibir desde otro lugar del cuerpo, ya no el cuerpo atado a la firmeza de lo terrenal, a la inmovilidad de la piedra y su correlato con las palabras de significados estables. Tratemos de ubicar el cuerpo, el cuerpo sensible del poeta quizá, en otro lugar, no habitual. Un cuerpo de poeta que podría percibir todos los lugares de la esfericidad del planeta a un mismo tiempo. ¿Qué vería, entonces, esa anatomía poética imaginariamente situada en un lugar de observación no habitual? Lo que vería es que el que el cielo, la atmósfera terráquea, es una textura de continua ebullición, permanencia del estallido, de la explosión, de la manifestación de la energía. A cada momento, miles tormentas ocupan siempre distintas regiones de la atmósfera. Perduración de la temperatura, la ebullición eléctrica. En esa unidad, el rayo, los distintos y sucesivos rayos, pregonan lo múltiple, lo nuevo y cambiante.

Lo subterráneo sugiere algo oculto, recóndito, distante; imaginativamente situemos el espacio de lo todavía no experimentado en la atmósfera y allí encontraremos ebullición constante. Permanencia del cielo saturado de electricidad que es inconsciente en tanto que no experimentado habitualmente. Cielo anterior de la ebullición eléctrica continua donde emana la variación, el múltiple grito del rayo. Quizá en ese espacio sutil de la explosión permanente y a la vez variable es donde abreva el artista verdadero.

   Muchos colores refulgen en la existencia. Muchos rayos (cien por cada fugaz segundo) retumban sobre los labios de la tierra y los seres que la pueblan. Pero los múltiples y cambiantes colores, los rayos, y las interpretaciones del hombre preñado de pensamientos, crepitan dentro del cielo anterior. Dentro de la cúpula oscura, previa a las polifonías de colores; o dentro de la bóveda eléctrica. Anterior a los ásperos conciertos del rayo.