El detective Mike Hammer (Ralph Meeker) disfruta particularmente de dos situaciones: no hace ascos a ninguna de las muchas mujeres apetitosas que, espontáneamente, se le ofrecen -como sucede aquí con Friday (Marion Carr), chica del gángster Carl Evello (Paul Stewart), o con Lily Carver (Gaby Rodgers), amiga de Christina Bailey (Cloris Leachman), el personaje que desencadena la acción-, ni tampoco elude ocasión de emplearse con contundencia no exenta de crueldad cuando de ajustarle las cuentas a algún pájaro se trata, incluso si el objetivo consiste únicamente en arrancarle información útil para sus casos -lo mismo abofetea con saña que se recrea con ojos desencajados en el sufrimiento infligido a un matón; otras veces puede ser más sutil: rompe cuidadosamente un preciado disco del melómano Carmen Trivago (Fortunio Bonanova) como mecanismo de extorsión, con la misma mueca con la que hunde un puño en un abdomen o un mentón-. Ambas tipologías se dan con asiduidad en este estupendo film noir dirigido por Robert Aldrich en 1955, cuando el género se acercaba al final de su ciclo clásico, al que incorpora un elemento propio de la psicosis colectiva del momento en un acertado intento de actualización: el temor atómico.
A Mike Hammer, personaje literario creado por el autor de novela negra Mickey Spillane, el caso le cae prácticamente encima y por puro azar: una mujer vestida únicamente con una gabardina, que ha intentado sin suerte detener varios coches, se abalanza sobre su deportivo cuando circula solitario por una carretera en una noche cerrada. A partir de ahí, el guion de A. I. Bezzerides dosifica la información para crear con interés creciente una intriga progresivamente absorbente: la radio del coche informa de una mujer evadida de un hospital psiquiátrico; un vehículo les corta el paso y los secuestra; Hammer distingue a duras penas el lugar donde están encerrados, los zapatos de quienes los retienen, sus voces aviesas y ominosas y los gritos de dolor de Christina cuando es torturada; el interés del Gobierno y de la policía por una simple evadida de un psiquiátrico es la gota que colma el vaso de las sospechas de Hammer, que a partir de ese momento decide guardar silencio absoluto sobre lo que ha vivido e investigarlo por su cuenta, a pesar de que nadie le ha contratado, de que no hay ingresos a obtener, por simple orgullo personal, ni siquiera profesional, al haberse visto maniatado, secuestrado, amenazado de muerte. Ni las presiones ni las advertencias del teniente Pat Murphy (Wesley Addy) consiguen apartarle de su presa. Se inicia así un enrevesado laberinto en el que hay mezclados policías y agentes del Gobierno, mujeres aparentemente desvalidas, gacetilleros de prensa carnívora (Mort Marshall), entrenadores de boxeo (Juano Hernandez), significados criminales y matones sin escrúpulos (el clásico Jack Elam y Jack Lambert), en persecución de la mente maquinadora que pretende traficar con material restringido (Albert Dekker), mientras se van acumulando los cadáveres.
La película se eleva meritoriamente por encima de sus aires de serie B. Rodada en escenarios de Los Ángeles y el entorno de Malibú durante apenas tres semanas y con un ajustado presupuesto de unos cuatrocientos mil dólares, acumula magníficas secuencias con un extraordinario tratamiento de la luz: el inicio, con los rostros de Hammer y la misteriosa y exótica autoestopista iluminados solamente por el cuadro interior del coche mientras circulan por la carretera a oscuras, tiene su correspondencia con el clímax final, cuando se abre la caja de los truenos y el secreto que ha desencadenado todo el misterio queda por fin revelado -instante del que Steven Spielberg tomó muy buena nota para el final de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981)-; la escena en la que Hammer entra atropellado en su propio apartamento y, al encender la luz de su escritorio, se descubre la presencia de unas visitas inesperadas; la conclusión, con la casa en llamas fosforescentes iluminando la playa mientras los personajes huyen apabullados… Estas poderosas imágenes, aderezadas con los habituales claroscuros del género, magníficamente fotografiados por Ernest Laszlo, y las localizaciones en espacios lúgubres, agobiantes, sucios y decadentes, vienen acompañadas de perspectivas muy arriesgadas (cómo filma Aldrich las escaleras, instantáneas en que lo retorcido de sus barandillas, recovecos y rellanos se combina con lo amenazador de sus picados y contrapicados), así como de la búsqueda de ángulos a priori imposibles (tomas desde el interior de una taquilla o desde la parte posterior del cabecero de barrotes de una cama pegada a la pared), elementos todos ellos que confieren al conjunto esa apariencia de serial cualificado, que sigue las líneas gruesas del género pero cuyo tratamiento adquiere mayor profundidad narrativa y muy estimable valor estético.
En una era en la que el Código de Producción, el mecanismo censor que supervisó las películas de Hollywood entre 1934 (aunque se puso en marcha en 1930) y 1967, controlaba muy de cerca los perfiles de los personajes «positivos» de los argumentos, llama la atención, por un lado, el dibujo del personaje de Hammer, básicamente codicioso, amoral, mujeriego, despiadado, vanidoso, machista y egoísta, pero además muy violento, y por otro, esta misma característica, la violencia abundante, sobrecogedora, y en algunos momentos explícita, que en otros, sin embargo, queda fuera de cuadro sin perder un ápice de su terrible brutalidad; tampoco la policía sale especialmente bien parada en sus maniobras para conseguir sonsacar al detective todo aquello que sabe y jamás debió saber. Aunque el guion ofrece no pocas lagunas, inconsistencias y giros caprichosos -todas las sucesivas averiguaciones dependen, en última instancia, de pistas a menudo transmitidas en off o por vía indirecta a través del personaje de Velda (Maxine Cooper), secretaria, amante y cebo ocasional de Hammer en sus habituales casos de encerronas para detectar adúlteros, provenientes del periodista Ray Diker, que parece saberlo todo pero con el que no se mete nadie-, la dinámica absorbente de la película y sus implicaciones últimas, del mero relato de intriga detectivesca a una atmósfera asfixiante de carácter apocalíptico, de una fatalidad maximalista y abrumadora, arrastran con éxito al espectador más allá de cualquier lógica narrativa en compañía y a favor de un personaje que no es precisamente ejemplar, en un marasmo de violencia del que no se hurta al espectador más que el mínimo imprescindible para que la película goce de una distribución normalizada.
Que el (anti)héroe de la historia sea un tipo como Hammer, que los políticos y los policías jueguen al oscurantismo y al secreto respecto a sus ciudadanos, que determinados materiales puedan acabar con cierta facilidad en malas manos y, sobre todo, la eclosión final, transmiten la idea de que corremos sin ningún freno de humanidad o simple sensatez hacia un desastre fatal de consecuencias imprevisibles, irreversibles. La loca carrera del ser humano hacia su autodestrucción es también la de unos personajes que conspiran contra sí mismos, obligándose a vivir condenados en un ambiente insano, inmoral, depresivo. Ese puente de lo particular a lo general, esa angustia propia del noir se mezcla aquí con el horror colectivo, fusionando así el cine negro con las películas de terror de científicos locos y catástrofes atómicas. La oscura noche que rodea a un deportivo blanco que corre a toda velocidad hacia una mujer indefensa constituye adecuada metáfora visual de un filme pesimista que en la América de su tiempo circulaba contra corriente.