Creo que ya he dicho que uno de los “post” que sigue teniendo un número inusitado de visitas es el “Pobres, gordos y locos” que hace mención a la interrelación de estos tres estados: la obesidad, la penuria económica y la pobre atención a la salud mental que padece una parte importante de nuestra población infantil.
No debería extrañar porque, realmente, la obesidad y sus consecuencias sobre la salud física es el mayor problema de salud de la población infantil occidental. Todos los estudios y recolecciones epidemiológicas lo admiten, mientras que sigue siendo un problema al que se dedican menos esfuerzos que a otros, especialmente los que tienen alguna respuesta farmacológica, habida cuenta que la financiación de la investigación biomédica está habitualmente mediatizada por las grandes compañías químico-farmacéuticas.
La obesidad depende, muy básicamente, del equilibro entre la ingesta, la dieta, lo que se come, con la actividad física, el ejercicio, lo que se gasta. Y, también, de un miríada de otros factores genéticos, epigenéticos, orgánicos, hormonales, étnicos y, también, socioculturales.
Llama la atención que cuando se habla de la obesidad como problema sanitario se suele hacer omisión de los notablemente influyentes factores sociales. Entre los científicos se orienta más la investigación a los aspectos dietéticos y nutricionales. Así se ve en la asignación de fondos de investigación tanto nacionales como los de ámbito europeo. Claro que el argumento es que suelen ser más caros por las tecnologías implicadas. Pero la obsesiva preocupacíón por la composición de los alimentos y, al contrario, la de supuestos alimentos o aditivos que pueden modificar la ingesta también parece tener más bases comerciales y especulativas que realmente científicas.
Los pediatras que trabajan con obesos, ya sea en servicios especializados de Endocrinología y Nutrición o desde la misma Atención Primaria de salud, son muy conscientes que la respuesta al “tratamiento” de la obesidad cuando se ha superado la primera infancia es escasa y frustrante. Entrecomillamos tratamiento porque se compone de medidas múltiples a menudo difíciles de concretar o acaso implementar por parte de las familias. No existe la “magic bullet”, la píldora mágica que permita atajar el problema. Son consejos, recomendaciones, instrucciones, pautas, ejercicios, prohibiciones, restricciones, estímulos positivos o negativos, todo ello con compromisos de revisiones y seguimiento frecuente. Un reto difícil para pacientes, familias y profesionales.
Por ello resulta mucho más efectivo trabajar en el ámbito de la prevención, especialmente por tratarse de un problema epidémico, que afecta a un gran contingente de la población infantil.
Los programas de prevención abundan. Han sido diseñados por expertos y avalados por evidencias científicas y promovidos y apoyados por instancias académicas y gubernamentales. Naturalmente, una buena parte de los programas se han ideado para su implantación en el ámbito escolar que actualmente acoge a la totalidad de la población infantil. Se trabaja en los menús escolares, en las ofertas de las cantinas o de los dispensadores automáticos por lo que se refiere a la dieta, lo que se come, y se estimula la realización de ejercicios físicos en cuanto a lo que se gasta.
A pesar de todo ello, no se puede decir que la situación se haya mejorado en lo que llevamos de siglo. Más bien parece que sucede lo contrario y a esto no parece encontrarse una buena explicación más allá de la indisciplina de la gente y la falta de colaboración.
Recuerdo un chiste antiguo en el que un niño argumentaba: “Si me habéis engañado con lo de los Reyes Magos y con que los niños vienen de París, ¿porqué me voy a creer que comer verduras será bueno para mi salud…?
Desde nuestro particular punto de vista echamos de menos algunas otras consideraciones.
Unas son de carácter evolutivo, o evolucionista. La obesidad es un recurso natural de reserva para cuando vengan períodos de carestía. Atávicamente nuestro organismo se ha predispuesto a esto y todavía no ha incorporado a su genética (epigenética) la información de que no habrá períodos de carestía que puedan salvarse siendo sólo gordos. Total apenas llevamos cien años en el mundo occidental de una alimentación generalmente asegurada y, todo sea dicho con la que está cayendo, no hay garantías de que vaya a poder seguir así. O sea que nuestro organismo está siendo engañado–una vez más—por una información medioambiental errónea.
Otras son más próximas, de carácter cultural y conductual. Factores diversos entre los que se puede incluir la revolución industrial, la incorporación de la mujer a la vida laboral, la urbanización o migración a las ciudades y alguna más han conducido a cambios en los horarios y en la composición de las comidas y, muy especialmente, en la condimentación y elaboración casera de los alimentos. Justo coincidiendo con el boom de los cocineros estrella—Michelin o no—hemos visto desaparecer a las cocineras caseras. Muchas familias consumidoras de alimentos precocinados o de distribución domiciliaria como pizzas, hamburguesas y demás es que, simplemente, no saben cocinar. Ni ellos, que no lo hicieron nunca, ni ellas que no les apetece o no pararon atención para aprenderlo de sus mayores.
En la consulta hace unas décadas, los pediatras y las enfermeras pediátricas habíamos dedicado mucho tiempo a enseñar a las madres (pues entonces los padres ni aparecían por la consulta) a preparar papillas y biberones para la alimentación de la primera infancia: puericultura, se decía. Obviamente se dedicaba más tiempo a las instrucciones de preparación de alimentos en casos de trastornos digestivos, especialmente los diarreicos y sus secuelas de malnutrición, que han estado matando niños en España hasta la década de los 80. Pero una vez pasada la primera infancia se daba por supuesto que las familias ya sabían lo que tenían que hacer para dar de comer a sus hijos.
El actual proceso de aculturación, digamos que, gastronómica que no sólo dietética, requiere que nos impliquemos en establecer pautas de alimentación pero, además, que nos aseguremos que los conocimientos culinarios de la familia está a la altura de esas necesidades nutricionales. Y no dejarnos caer en engaños de la publicidad interesada.
(Dos notas: 1 La dieta mediterránea puede ser un señuelo mentiroso. Pocas cosas pueden ser más “mediterráneas” que una pizza: italiana, con base de pasta de trigo, algunas verduritas, cebolla… pero una bomba calórica de queso industrial plastificable y tocino.
2 El imperio de los lacticinios industriales amenaza en el horizonte. La leche es un excelente—único—alimento para los lactantes. Pero redundante a partir del año de vida. Y sus derivados industriales actimeles, petitsuisses y demás, innecesarios.)
La parte del ejercicio y la actividad física, lo que gastamos, queda para la semana que viene.
X. Allué (Editor)