De anécdota y desarrollo mínimos y deconstrucción de cada elemento del relato completamente cartesiana, Nunca, casi nunca, a veces, siempre es un descenso al infierno que deben atravesar las adolescentes estadounidenses que desean interrumpir un embarazo no deseado. Es cierto que Hittman se guarda hasta el momento crucial algunos comodines que compensen las actitudes y reacciones radicales o extrañas de la protagonista, pero lo importante es el torbellino de negación, silencio, desinformación, incomprensión, manipulación, soledad y dolor por el que pasan las chicas que desean abortar y, para acabar de complicar la cosa, en un estado como Pensilvania, donde este tipo de intervención sólo es legal si el embarazo es fruto de una violación/incesto y los padres siempre deben dar su consentimiento expreso. La película no sólo retrata la presión y las humillaciones que deben soportar estas jóvenes por el mero hecho de ser jóvenes y bonitas, de ser sometidas día sí día también al juicio egoísta, baboso y/o interesado de los hombres en general. Por eso mismo la protagonista --ante tanta desigualdad y la consideración social tan disímil entre sexos-- llega a decir que no hay día en que desee ser un chico.
Nunca, casi nunca, a veces, siempre es una cronología real y absolutamente cotidiana sobre lo que debe hacer una menor que quiera abortar y apenas tenga dinero para costear la intervención y los gastos que acarrea (en su caso, ir hasta Nueva York, visto el paternalismo cristiano que anula la capacidad de decisión de la mujer y que es lo único que le ofrecen en los centros de salud su pueblo): el viaje, las horas muertas, la imposibilidad de pagar un alojamiento, las idas y venidas, los encuentros, los silencios, los desencuentros... Todo narrado en primerísimos planos de las actrices y en ausencia total de planos de situación que la hagan más digerible al espectador (de hecho, ese es el objetivo: incomodar, tensionar). La historia está completamente focalizada en el punto de vista y en los sentimientos de la pareja protagonista: tanto Sidney Flanigan --la debutante que interpreta a Autumm-- como Talia Ryder --la prima alocada y resultona que la acompaña en su viaje-- revelan buenas maneras en un tipo de interpretación francamente compleja. No estamos ante la clásica narración incremental del cine comercial donde las protagonistas descubren fortalezas, valores y/o vínculos y salen airosas y reforzadas de la experiencia; tampoco hay progresión dramática ni itinerario moral previsible y/o anunciado en detalles codificados genéricamente. Tan solo unas citas a las que asistir y unas horas que llenar sin apenas dinero. Pocos detalles escapan a la directora en este proceso: el trato exquisito y la corrección irreprochable del lenguaje empleado por las profesionales sociosanitarias, el tono completamente realista --y, por extensión, triste-- de las entrevistas, el periplo administrativo, las tretas a las que ambas chicas deben recurrir para aguantar en Nueva York los dos días que dura el tratamiento, incluyendo el test previo a la intervención al que es sometida Autumn --y cuyas posibles respuestas que son las dan título a la película--, la auténtica y verdadera piedra angular del filme; un largo plano sostenido donde la emoción desborda ambos lados de la pantalla.
No es solamente la carga política y humana del filme, es también una reivindicación directa del ambiente realmente existente en el que se mueven las chicas de una sociedad que busca erradicar un problema que se encuentra precisamente en el origen del drama que presenta. No hay que ver la película --yo al menos no lo hago-- como un aviso a navegantes, una advertencia para adolescentes que se lanzan al sexo sin precaución; es exactamente lo contrario: una denuncia sin tapujos de las condiciones en las que esas mujeres deben llevar a cabo decisiones que les afectan en lo más íntimo de sus cuerpos y sobre los que, por increíble que parezca, aún tienen la última palabra. Filme intenso, revelador, incómodo, que no pierde de vista en ningún momento de quién, de qué y para qué habla.