No da igual

Por Arquitectamos
El otro día, con lo del sello de visado, me burlé un poco de esa actitud tan exquisita y tan retorcida que tenemos los arquitectos, que siempre parece que queremos tomar el camino más difícil y enrevesado para hacer las cosas, complicándonos la vida y complicándosela a los demás, y prometí que como desagravio escribiría sobre las cosas buenas que tiene también esa actitud.
Vamos con ello: Yo soy muy poco así, muy poco arquitecto, muy mal arquitecto, y tal vez por eso me indigne tanto toda esa exquisita tontería, pero la verdad es que una pequeña dosis de ella me vendría muy bien. En su justa medida es algo muy positivo.
Por ejemplo: En reuniones con compañeros les he visto sacar sus bolígrafos de gel siena y sus pulcras libretas de tapas de hule cerradas con una banda de goma y les he visto tomar notas con tan buen gusto que es que las componían y maquetaban directamente en el papel, dejando los textos bien alineados, con márgenes, subrayando títulos, sangrando subpárrafos... Sus apuntes de las reuniones eran de una belleza sublime. Y ya si hacían croquis esquemáticos me podía morir. (Yo ni atendía a las reuniones: Me pasaba el tiempo mirando de reojo lo que escribían y dibujaban mis compañeros).
Por el contrario, aquí os muestro una de mis muchas libretas de apuntes:

Una de las notas que suelo llevar en el bolsillo:

Y en este preciso instante mi mesa de trabajo está así:

Podría dar todo tipo de explicaciones (por ejemplo, la libreta era de uno de mis hijos, que la tiró hace unos años en la limpieza de fin de curso. Yo vi que apenas había usado tres o cuatro hojas, le regañé y me la quedé). Sí, podría intentar explicaros lo que fuera para justificarme, pero la realidad, la verdad verdadera, es que soy un desastre, un desordenado, un guarro... y, sobre todo, que me da igual.

Aquí os pongo la libreta de antes, pero abierta. Lo siento, quería que la vierais pero no que la leyerais, así que he quitado resolución a la foto y la he desenfocado todo lo que he podido. Os describo lo que hay.
Página izquierda: En la parte superior hay un apunte que cuando dejó de tener validez fue tachado con una trama feroz de líneas inclinadas. En la zona izquierda hay un listado también tachado, y más a la izquierda, por fuera del margen, dos líneas en vertical. En la parte derecha un soneto boca abajo. (Se ve que le di la vuelta a la libreta para que no me molestara el alambre).
Página derecha: Dos grupos de notas: La mitad superior es un asunto y la inferior otro, que cubre un mapa esquemático de Gran Bretaña e Irlanda que iba relacionado con lo de arriba. Una flecha recoloca la segunda nota del segundo grupo por encima de la primera. Y la esquina inferior derecha arrancada de un tirón. ("Toma, te apunto mi NIF. Raaass, ahí lo tienes"). Reconozco que esto último no es normal. En otras hojas faltan otras esquinas y están cortadas más cuidadosamente, incluso plegando previamente el papel para que el corte salga recto.
El resto de la libreta ofrece un aspecto similar: Un cacao mental.
Si las tengo así es porque me digo: ¿Qué más da tomar notas ordenadamente, incluso diseñando la página al hacerlo, o tomarlas de cualquier manera? Lo que importa es la nota, el concepto, el dato, no cómo se diseñe el texto sobre el papel. Eso da igual.
Pues no. No da igual.
Estos compañeros que toman esas notas tan bonitas parece que siempre van recién duchados, que huelen bien, mientras que yo... ¿Viendo las fotos que he puesto no notáis hasta mal olor?
Y además se me olvidan citas, teléfonos, presupuestos... porque los traspapelo, porque los mezclo, porque no sé dónde los he puesto, si en esa libreta o en otra, o en una hoja suelta.
Como el tío Billy de Qué bello es vivir, que se llena los dedos de hilos atados para acordarse de cosas que le rebasan, y cuyo lamentable sistema de organización y control le lleva al desastre.

(Sé que me sigue gente que se dedica a hacer cursos y coachings para enseñar a organizar el trabajo, racionalizar la agenda, optimizar los tiempos, rentabilizar los esfuerzos, y que al leer esto, y tras recuperarse de la arritmia transitoria que les habrá dado, o del espero que no demasiado grave soponcio, me van a llamar y me van a ofrecer sus servicios. No quiero hozar más en este charco, así que daré un elegante giro narrativo).
El otro día hablé del sello amarillo-mostaza-anaranjado del colegio de arquitectos, y hoy podría hablar de otros muchos tics y postureos que me indignan, me encocoran y me soliviantan, pero también he de decir que se deben a un afán puntillista y perfeccionista, maniático y pijotero, que llevado al extremo (para mí el extremo está ahí mismo) nos puede hacer perder los estribos, pero que también libra una cruzada necesaria: la del "no; no da igual".
Alguien tiene que decirlo: "No; no da igual". Alguien tiene que enfrentarse quijotescamente a la omnipresente chapuza, al quémásda, al tentemientrascobro, al asívale.
Los arquitectos no solo luchamos haciendo proyectos, intentando resolver unos problemas que son los de siempre, pero que cada vez tienen algo nuevo, buscando la solución constructiva, eficiente, limpia, que cumpla la normativa, que no sea muy cara... sino que, sobre todo, durante la obra tenemos que pugnar contra todos en una batalla en la que nos quedamos solos; en una batalla que nadie comprende y nadie respalda. En una batalla absurda y sin sentido. (O, mejor dicho, que sí tiene sentido, pero que lo pierde porque nadie lo aprecia).
Un arquitecto va a la obra a menudo. Explica a todos, a todos -a todos- que para rematar tal elemento evitando tal problema se debe encastrar aquí un perfil angular y encajar aquí una... Nada demasiado difícil. Lo dibuja, lo explica gesticulando con las manos, casi fabricándolo en el aire mientras habla; lo repite cien veces; se asegura de que el constructor, los dueños, un fontanero que está colocando un inodoro y que no tiene nada que ver con eso... lo entienden y lo aprueban. Todos asienten, todos dicen estar de acuerdo, todos lo han comprendido perfectamente.
Se va a su casa y al día siguiente o a los dos días, cuando vuelve... ¡Zas! Han echado un pegote de mortero, han plantificado un rasillón torcido y asunto resuelto.
¿Pero por qué? ¿Por qué?
Pues porque era lo más fácil. Porque era lo más evidente. Porque funciona. "¿Ves? Así tampoco entra el agua". Claro: Así no entra el agua, que era de lo que se trataba. Pues venga, pues vale, pues viva el vino. Ya. Y escribiendo: "En un sitio que hay por aquí cerca, en La Mancha, pero que no me sale de las narices decir cuál es su nombre(1)..." también se puede empezar una novela. Pero no es lo mismo. No da igual. Claro que no.
Y miras desolado, y quieres soltar una bronca: "¿Pero no dije yo...? ¿Pero no estuvimos una hora...? ¿Pero no me curré...?" Y te sientes como un extraterrestre a quien nadie entiende. Y ellos te miran a ti como a un extraterrestre a quien no se le entiende, y como un caprichoso que tiene una chulería y una tontería encima...
Y ves que ni a tus clientes les importa; a ellos menos que a nadie; que no lo notan; que les da igual. Y te sientes solo. Y te preguntas para quién coño te estás dejando los cuernos en esta obra, por qué coño te los estás dejando.
Y pasan los minutos y sigues callado, conteniéndote, intentando no liarte a dar voces y patadas y no mandarlos a todos a la mierda. ¿Pero cómo es posible que no noten la diferencia? Y al final dices algo tibio, suave, y alguien -el encargado, el jefe de obra, el dueño- te da una palmada en el hombro y te dice con gran confianza y optimismo: "Si así está muy bien. Si da igual".
Y tú, ya tal vez hablando solo, ya tal vez hablando para ti mismo, mascullas: "No da igual. No da igual".
(1).- Quiero hacer la broma, la boutade, de reescribir el comienzo del Quijote soslayando el "cuyo" y me hace daño. Todo sea por la labor pedagógica de buscar ejemplos, aunque sean tan crueles como este(2).

(2).- No pierdo ocasión de llorar la desaparición del relativo cuyo-a-os-as de nuestra zurrada lengua española.