Hay veces (incluso bastantes) en que tengo dos o tres temas bulléndome en la cabeza para escribirlos aquí, e incluso empiezo un par de entradas a la vez, cuyos borradores se estorban y se dan codazos para ser publicados antes que el otro, pero de repente (serán las fiestas, será el año nuevo) me he quedado sin nada que decir. El tan temido momento ya apareció: Adiós al blog. Se me acabó la mecha.
Pero la vida nunca para y en mi estúpida rutina ayer mismo vinieron a verme unos clientes para pedirme que les hiciera el certificado final de obra de una pequeñísima y modestísima intervención que les he hecho. Así que os voy a contar esa insignificante aventura.
Hace unos años les hice el proyecto de su casa y les dirigí la obra. Es una casa que jamás publicaré aquí ni en las redes sociales ni en ningún otro sitio, porque temo la feroz (y seguramente justa) aversión de mis adorados compañeros de profesión y de los amantes de la arquitectura en general.
La casa que me encargaron fue una versión reducida y más pobre (pero con el mismo espíritu optimista) de esas mansiones salvajes, empalagosas y agobiantes que aparecen en la revista ¡HOLA!(1).
La parcela era muy bonita, con unas vistas muy agradables y un desnivel lleno de posibilidades, pero no pude aprovechar nada de eso y les proyecté un volumen bastante compacto (más bien un mazacote) adornado con elementos arquitectónicos falsos y trampantojos de todo tipo. Vamos, una delicia.
La obra se hizo sin ningún problema (lo que es una bendición), me pagaron con diligencia (otra bendición) y en principio quedaron encantados (una bendición más).
Digo en principio porque no los había vuelto a ver. Por eso me emocionó que unos años después volvieran a acudir a mí. A mí me afecta mucho (para bien y para mal), incluso demasiado, cuando algún antiguo cliente me comenta que está encantado con su casa o cuando me dice que tiene tal problema de patología constructiva o de incomodidad funcional. Me lo tomo siempre muy a pecho y me hace profundamente feliz o amargamente desgraciado.
Así que cuando volvieron a mi estudio a encargarme una insignificancia acepté encantado. No quiero dar muchos datos concretos, pero digamos que era un pequeño complemento a la casa, no tan menor como para que el ayuntamiento les diera licencia sin más, ni tan mayor como para que les exigiera la intervención de dos técnicos. Era de una envergadura resbaladiza, límite, demasiado importante para que no lo proyectara un técnico y demasiado trivial para que sí lo hiciese. Les habían pedido un proyecto porque llevaba un elemento estructural.
Como digo, accedí encantado, y lo hice, además de por la satisfacción esta que cuento por una obra que no les había dado a mis clientes ningún disgusto y sí bastantes alegrías, porque se trataba de algo tan perentorio y evidente que no podríamos hacer ninguna filigrana ni ningún disparate. Sería, aunque la parte más modesta de la casa, la más limpia y "arquitectónicamente honrada". Poco más que un par de ipeés desnudos.
Un proyecto que era tan solo la estimación de unos pequeños esfuerzos y la disposición de unos elementos que los resistieran. Una ecuación sencillísima pero insobornable. Una solución con piezas de acero diseñadas para optimizar el material. Pura belleza elemental y directa. El diseño hecho por la mera necesidad.
Hice el miniproyectito y después había ido a la obra dos veces: una para ver que el terreno era el adecuado y el replanteo estaba bien hecho y la otra para supervisar la ejecución de los perfiles de la estructurilla. Ahora tenía que ir una última para dar el visto bueno a los acabados (por llamarlos de alguna manera, puesto que era una obra que no tenía acabados; pero, en fin, para ver que todo estaba completamente terminado y podía darle todas las bendiciones).
Volví a ir a la casa y me invitaron a un café. Los dueños presumían del magnífico sofá, de la estupenda (y enorme) pantalla de televisión y de la gran ventana por la que veían su jardín y el paisaje del fondo. Y lo que a mí me parecía una decoración asfixiante e inacabablemente llena de cosas a ellos les proporcionaba confort y alegría. El café estaba muy bueno. A mí, repito, me gustaba muy poco la casa que había proyectado, pero a ellos les gustaba mucho, y eso me tranquilizaba como una especie de droga narcótica que me proporcionara una dulce apatía. ¿Qué más daba todo?
Finalmente salimos al jardín para ver el pseudoedículo terminado. Yo ya iba preparado con mi teléfono para hacerle dos o tres fotografías cuando se me cayeron los empastes de las muelas. ¿Habéis visto E.T.?
Todo se puede disfrazar. Incluso un par de puros y honrados perfiles de acero laminado, que en principio no admiten mayores interpretaciones ni metáforas, se pueden forrar -en cuanto al material- de plástico imitando madera, de madera imitando piedra, de piedra imitando plástico, y -en cuanto a la forma- de guirnaldas, de banderines, de unicornios, de personajes de Disney, de dioses griegos, de perros de lanas, de johnwaynes, de coches de fórmula uno, de vasos de tubo con su rodajita de limón y su pajita, de puros habanos y de bitcoins. Y este cacharro exhibía alguna de estas imitaciones materiales y algunas de estas formas.
Verdaderamente no sé si esa excusa o escapatoria de que "los dueños están encantados y eso es lo que importa" me va a seguir sirviendo para escurrir el bulto y autojustificarme o si ya de una vez debería cerrar el chiringuito e irme a hacer puñetas. (Estoy en ello, de verdad).
¿Menos es más? ¿Pero tú estás loco? ¿Cómo va a ser más el no que es sí? Bueno. Vale por hoy. Como veis, no tenía nada especialmente interesante que contaros. Trivialidades. No se me ocurría nada.
______________________(1).- Pido de paso, y absolutamente en serio, que le empresa editora publique un libro (o varios) con los más destacados casoplones publicados por la revista. Son unos interesantísimos objetos de estudio e incluso, para algunos, de disfrute, e incluso una fuente de recursos formidables y de ideas loquísimas.