La inteligencia emocional es una de las asignaturas pendientes de nuestra cultura. En el ámbito familiar, en el escolar, en el profesional, el conocimiento de las propias emociones y de las de los demás es algo que tenemos poco trabajado.
Esta falta de conocimiento y conciencia de las propias emociones es fuente de mucho malestar, pues dificulta nuestro autoconocimiento, la gestión de nuestras emociones y puede sumirnos en una tremenda confusión.
La inteligencia emocional hace referencia al conjunto de habilidades psicológicas que permiten apreciar y expresar de manera equilibrada nuestras propias emociones, entender las de los demás, y utilizar esta información para guiar nuestra forma de pensar y de actuar.
Según Mayer y Salovey, “la inteligencia emocional incluye la habilidad para percibir con precisión, valorar y expresar la emoción; la habilidad de acceder y/o generar sentimientos cuando facilitan pensamientos; la habilidad de comprender la emoción y el conocimiento emocional; y la habilidad para regular las emociones para promover crecimiento emocional e intelectual”.
En un post anterior comentaba la importancia de la confianza básica y el vínculo seguro como base de un adecuado desarrollo emocional. En este caso, quiero explicar la importancia de saber identificar las propias emociones como parte esencial del desarrollo de la inteligencia emocional.
Muchos adultos tienen dificultad para identificar sus propias emociones, para ponerles nombre y expresar con palabras lo que están experimentando. Esto no es de extrañar si tenemos en cuenta que en nuestra infancia, la comunicación emocional ha sido muy limitada, generalmente.
El primer paso es aprender nosotros mismos a identificar nuestras emociones y poder ponerles palabras para, así, poder enseñar a nuestros hijos a identificar y nombrar las suyas.
Si nos preguntamos cuáles son las emociones primarias del ser humano, a muchos de nosotros nos costaría enumerarlas. Las emociones primarias son la ira, la alegría, el miedo y la tristeza.
En principio parecen fáciles de identificar, aunque no suelen experimentarse de manera aislada.
Para los niños pequeños, la identificación de las propias emociones requiere de la pauta del adulto que le enseña con qué palabra denominamos a dicha emoción.
Para ello, el adulto ha de ser capaz de empatizar con el niño, diferenciar qué emoción está experimentando el niño, para poder ponerle nombre.
Pero antes de poner palabras a las emociones de sus hijos, debemos de ser capaces de ponerle nombre a las nuestras.
Cuando somos capaces de poner nombre a la emoción, estamos tomando conciencia de la misma, la estamos situando en el plano conscientey esto nos permitirá iniciar la gestión de la misma desde nuestra parte más racional.
Cuando el niño puede nombrar y expresar lo que está sintiendo, su estado emocional resulta más manejable para sí mismo, menos confuso.
Es importante establecer las etiquetas de manera adecuada y no contradictoria. Si estoy llorando porque estoy triste y mi hijo me pregunta que qué me pasa, debo explicarle que me siento triste y que lloro para expresar mi tristeza, para aliviarla.
Si en vez de decirle al niño que lloro porque estoy triste, le digo que lloro porque estoy cansada o porque estoy enferma, le estoy confundiendo y dificultando el desarrollo de la habilidad de identificar sus propias emociones.
Por ello es esencial saber reconocer las propias emociones y transmitirles a los niños, de manera veraz, el estado emocional real, pues así ellos podrán aprender a identificar las propias emociones de una manera clara y coherente.
Mónica Serrano Muñoz
Psicóloga especializada en Maternidad y Crianza Respetuosa
Col. Núm. M26931
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