El arranque de la película es modélico, un caso de estudio de economía y de eficacia narrativas: consume veinte minutos, pero los aprovecha al completo para presentar y definir de forma perfecta a cada miembro de la familia protagonista: un padre obsesionado con el triunfo, una madre desbordada y al borde de la histeria que además se acaba de hacer cago de su hermano --recién salido del hospital tras un intento de suicidio--, un abuelo que consume drogas en secreto, un hijo adolescente que se niega a hablar y que únicamente piensa en ser piloto y una hija de apenas siete años que vive inmersa en el mundo ridículo e irreal de los concursos de belleza. Un prólogo que además establece los objetivos inmediatos de cada uno de elos para embarcarlos, de forma coherente y nada forzada, en el viaje iniciático y físico que llenará la película: llevar a Olive a un concurso infantil de belleza.
Con semejante arranque, el espectador tiene todo el derecho de acomodarse ante la perspectiva de un viaje que promete grandes momentos. El primero --que se repetirá varias veces-- a costa de la manera en que deben arrancar la furgoneta durante todo el trayecto, un gag que de paso sirve para rematar de forma hilarante cada final de escena. Luego surgirán imprevistos que obligan a cada miembro de la familia a enfrentarse a la realidad y descubrir que su vida es una farsa. Y por si eso no fuera suficiente, aún siguen obligados por las circunstancias --el guión se las ingenia para que así sea-- a viajar con semejante patulea de familiares indeseables. Y así hasta que al final sólo queda un sueño intacto: el de Olive, el único que no puede ser traicionado. La película exhibe el clásico esquema de bola de nieve a base de gags perfectamente encajados en la historia (incluyendo el típico cadáver imprevisto), pero sin necesidad de forzar las situaciones; se las apaña para ensamblar una serie de imprevistos cotidianos en las que el humor surge por la reacción de los personajes, que revela su incompletitud como seres humanos. Esa y no otra es la carga letal que late tras las risas de Pequeña Miss Sunshine.
Ni siquiera para culminar la historia Pequeña Miss Sunshine abandona el clasicismo formal: recurre a la catarsis --el método preferido para la superación de las adversidades según los estadounidenses-- para dejar claro su mensaje final. Durante el accidentado viaje hasta el concurso de belleza infantil cada uno de los protagonistas ha debido renunciar a algo, forzar las normas para superar una adversidad sobrevenida, exponer sus sentimientos en público y suplicar sin temor al ridículo. En otras palabras: desvelar los hilos rojos de la gigantesca grotesca conspiración en que hemos convertido nuestro mundo. Aun así, como no podía ser de otra manera, la familia alcanza la reconciliación por medio del dudoso honor de ridiculizarse y ridiculizar a sus semejantes, personas que son, casi con toda seguridad, igual de ridículas que ellos. Sin duda este es el secreto del éxito de la comedia americana como género y, en especial, de Pequeña Miss Sunshine. Dudo que existan más de diez comedias de este tipo en toda la historia de Hollywood que no cierren su anécdota con este recurso, tan brillante desde un punto de vista cinematográfico como demoledor para el espectador.