Nueva carta sobre el comercio de los libros, vv.aa. (playa de ákaba breve 2014): sin la palabra estamos condenados a la sociedad del silencio

Por Asilgab @asilgab

¿Cómo sería el mundo si no existieran las palabras? ¿Acaso alguien quiere que sus cenizas reposen en el infierno del olvido? ¿Cómo serían nuestras vidas si no pudiéramos pronunciar palabras como: amor, libertad, igualdad…? Todo sería como esos versos perdidos en la oscuridad de una noche donde ya no hay espacio para el amor y el deseo, pues todo sería frustración y silencio. Si no existieran las palabras nadie nos mostraría el simbolismo que una caricia puede tener en las rendijas del alma. Sí, estamos condenados a la sociedad del silencio. Todo, otra vez todo, será víctima de una involución que nos dejará sin palabras. El ser humano será una especie que dejará de ser diferente a las demás. Para decir te quiero utilizaremos un emoticono con corazón, para cortar con tu pareja pulsaremos las teclas Ctrl+Alt+Supr… y así sucesivamente, en un lenguaje de signos exentos de palabras. Todo, otra vez todo, serán símbolos a través de unas teclas. Las sonrisas serán fotos grabadas virtualmente y las caricias una mera entelequia. El silencio nos condenará a la soledad, y la soledad a no necesitar la palabra. Los sentimientos sin palabras dejarán de tener esa consistencia material que necesitan los deseos; y una especie sin deseo está condenada a la desaparición. No, no estoy describiendo una secuencia de una película futurista del tipo El planeta de los simios, sino la descripción de la profunda grieta en la que poco a poco estamos cayendo sin hacer nada para evitarlo, porque ¿cómo sería un mundo en el que no existieran los libros? Sí, estamos condenados a que todo se convierta en una trágica rutina de falsos sueños; sueños mecanizados a través de las teclas de los aparatos tecnológicos, donde el ser humano solo será una herramienta más, una tecla más de la cadena.  

Lo primero que hay que decir de esta Nueva carta sobre el comercio de los libros es que se trata de una lectura obligatoria para todos aquellos que amen la literatura, los libros y las palabras. Es verdad que el estado de la cuestión es, tan sumamente apocalíptico, que uno ha sentido la necesidad de escaparse por el primer agujero a su alcance. Hay mucha tristeza y desesperanza en sus páginas, pero también hay grandes dosis de lirismo y literatura. Basta leer la carta de Rosa Curiel para darnos cuenta que la metaliteratura es el mejor de los láudanos ante la mayor de las desgracias: “Dejar la escritura es suprimir la memoria… Somos seres lingüísticos. Somos palabras, preguntas. Las preguntas nos ayudan a sobrevivir”. “Se nos ha olvidado que los libros, como la música, como el cine, como el arte en general, son el consuelo del alma”. Palabras, las de Rosa Curiel, que te hacen sentir que merece la pena seguir escribiendo y presentarle batalla al silencio hasta el final. Uno no se da cuenta, hasta que se toma en serio el oficio de juntar palabras, que se trata de una forma de estar en la vida que no termina sino con el último suspiro, ese al que aquellos que tengan suerte verán reemplazado por la memoria y el recuerdo de sus palabras. La mayoría, un servidor entre ellos, estamos condenados al silencio y al olvido. Sí, el afán por escribir tiene mucho de lucha contra el olvido, el de todos y el de uno mismo, pero también del intento más mayúsculo que uno conoce de intentar acariciar lo imposible. Sí, contra el arte de lo efímero acariciemos lo imposible, como si ese fuese el último gesto de nuestras vidas. Aparte de la carta anteriormente mencionada, me ha gustado especialmente lo bien explicado que está el estado de la cuestión en la de Enrique Clarós, o ese pellizco de nostalgia reivindicativo de aquello que de verdad importa frente a las nuevas tecnologías y los nuevos tiempos en la Anamaría Trillo, cuyo contrapunto es el afán de transmisión de la auténtica literatura de un padre hacia sus hijos, o esa otra carta encriptada en la filosofía y en el léxico de Óscar Solana. Este libro, acaba con el relato de David Yeste, pues su propuesta tiene ese formato, distinto al resto; un relato corto con efecto sorpresa final, y que es una magnífica balanza al conjunto, tanto por el estilo y la forma en que está contado como por lo que representa. Es verdad que un librero de Madrid me apuntó el otro día, que faltaba la opinión de su gremio, para completar aún más esta carta, pero bien es cierto que, en ella, aparte de autores-poetas, autores-escritores, autores-profesores, autores-transeúntes, autores-consagrados, autores-desconocidos, hay autores que son editores, como el caso de Noemí Trujillo que, en su carta, nos proporciona unas cifras demoledoras sobre el comercio de los libros, pero que, a pesar de todo, tiene el ánimo suficiente para mancharse el alma con proyectos literarios como este, pues creánme, en las veintisiete cartas que lo componen, hay muchos puntos de vista y sentidos a este desprestigiado oficio que es el del escritor literario. Por si no lo habían dado cuenta todavía, escribir LITERATURA, nada tiene que ver con ser presentador de televisión-escritor, famoso-escritor, piruetista mediático-escritor, etc. Todo ellos, forman esa tropa de personajes que conforman la pseudoliteratura que nada tiene que ver con la literatura a secas. 

Sin embargo, no todo está perdido, porque hay períodos en mi vida en que Camus se posa sobre mis pensamientos de una forma perenne, y lo hace a través de esa metáfora sobre lo imposible que está omnipresente en su obra de teatro, Calígula, cuando el emperador romano sueña con poseer a la luna. Esa es una de las imágenes-secuencias que a uno se le quedan grabadas para siempre, pero también, en otras ocasiones, acude a mí ese otro Camus-niño de su obra inconclusa El primer hombre. Un Camus que, de una forma caprichosa, yo asocio también a mi infancia y a mi propia existencia. Nunca se me olvida que Albert Camus nació huérfano de padre, con una madre analfabeta y con un tío que, en su infancia, le llevaba a las ejecuciones públicas que se practicaban en las plazas de Argel; una imagen que le acompañó toda su vida. A pesar de todo, él se coló por la rendija de la esperanza y con 44 años le tocó el premio gordo la literatura cuando ganó el Premio Nobel, a una edad impensable en la actualidad, y con una obra anclada en el compromiso con el hombre que pocos pueden presentar a lo largo de sus trayectorias. Recordar a Camuses recordar mi vida y esos días de mi infancia que transcurrieron entre carreras detrás de un balón con los hexágonos rotos y la caza de lagartijas entre los montículos de escombros que había alrededor de los edificios donde vivía; edificios pegados a lo que hoy es la famosa vía de circunvalación M-30 que, precisamente, no eran ni representaban un hálito de vida literaria. Esa otra vida que uno ha dado en llamar como vida soñada. A pesar de todo y del azar, algo cambió cuando, los domingos, junto al periódico deportivo de mi padre acompañé los cuentos de Emilio Salgari o Julio Verne. La siguiente transformación llegó mucho más tarde, cuando a los dieciocho años me leí El Don Apacible de Cholojov, mi primer contacto literario de verdad fuera de las aulas del colegio, y el siguiente… el siguiente llegó unos años más tarde y fue el definitivo. Sí, como digo, hay esperanza, porque si uno mismo, en su niñez, adolescencia y primera juventud, había hipotecado sus sueños pensando que se ganaría la vida dando patadas a un balón, el azar, el destino o los caprichos de nuestras particulares existencias, al final me llevaron hacia esa íntima necesidad de juntar una palabra tras otra. Es verdad, que mis composiciones literarias nunca formarán parte de la historia de la literatura, y ni tan siquiera serán recordadas por nadie tras mi muerte, pero en el camino que he recorrido y recorreré hasta llegar a mi último hálito de vida, se habrá forjado con la tenacidad que yo mismo sea capaz de proporcionar a mi obra, anclada como casi siempre, en rebuscar las coordenadas del alma humana, esas que nos hacen reír y llorar, morir y resucitar, amar y sufrir, como si todo formara parte de una historia única que merece la pena ser vivida y recordada; una forma de estar en la vida que nunca imaginé cuando era un niño, porque sin darme cuenta, mis días habrán transcurrido pegados a las palabras 

Por todo ello, acariciemos lo imposible y hagamos de la literatura y los libros una fiesta perpetua, en la que quepan las palabras escritas sin miedo, y con el único afán de ser leídas. Hagamos del mundo algo distinto a unos simples palos de ciego, porque en el silencio más profundo, también necesitamos ataviar a la muerte de un dolor que no nos haga olvidar nuestras propias proezas, y así, evitar que los lamentos sordos se reconviertan en injusticias charlatanas.
 Ángel Silvelo Gabriel.