Esperaba encontrarme con el típico ensayo que, aprovechando su experiencia en el cargo y los desastres humanitarios de los que ha sido testigo en primera persona, el autor reflexiona con la necesaria distancia y racionalidad acerca de determinados retos políticos y sociales del mundo globalizado. A medida que avanzaba esperaba ansioso una respuesta a la pregunta que me obsesiona, el auténtico motivo por el que leo esta clase de libros: ¿Puede una persona anónima influir en un statu quo geopolítico marcado por la injusticia, el egoísmo y la violencia, inabarcable por definición, que desborda la propia capacidad de actuación? Esperaba, al menos, un criterio práctico y de impugnación (realista sin renunciar a la perspectiva) que pudiera adoptar para dejar de sentir que estoy encerrado en mi bienestar de supervivencia mientras millones de hombres y mujeres ni se imaginan que existe la posibilidad de sobrevivir como lo hago yo. En algún lugar tiene que existir una ética del activismo y una praxis política individuales de cuya combinación sistemática surja un movimiento capaz de cambiar el mundo de mierda que describe el libro del doctor Orbinski. Tiene que existir.
Tiene que existir una solución eficaz y verosímil al dilema que atenaza a quienes, como yo, no sabemos hacer nada que sirva a organizaciones como Médicos sin Fronteras (excepto contribuir económicamente) y necesita un principio absoluto y kantiano sobre el grado de compromiso en un mundo declaradamente injusto; una guía que ponga sobre la mesa una estrategia capaz de forzar cambios que a los gobiernos (y la clase política en general) no les da la gana de acometer por pereza, miedo, egoísmo y/o ignorancia. En el libro de Orbinski no encontrarás nada de eso. El que quiera soluciones rápidas y pautas listas para ejecutar que siga buscando en otra parte. El libro de James Orbinski es, antes que nada, un testimonio personal --desolador y sincero-- sobre lo único que posee de su paso por MSF: sus vivencias, los momentos duros, la negociación permanente, el estrellarse contra el muro de los despachos y las comisiones, los pequeños y sin embargo cruciales triunfos, el miedo a morir, la impotencia primero, luego la rabia y finalmente la tristeza que se experimenta ante un montón de seres humanos agonizantes (víctimas de conflictos armados y de las desigualdades que perpetúan leyes y organismos occidentales) ante los que no se puede hacer otra cosa que asistir a su muerte. En fin, un libro que explica cómo de un difuso deseo de contribuir a mejorar el mundo y aliviar el sufrimiento --seguramente fruto de un ambiente familiar religioso-- se acaba convertido, a fuerza de experiencia, adaptación y lucidez, en un profesional del inconformismo.
De entrada, Orbinski nos enfrenta con la realidad de todo cooperante primerizo que desembarca en un conflicto desbordado de violencia y víctimas sin atención: el nulo valor de la vida humana, el contacto directo con seres que dos horas más tarde dejarán de existir, o de que cuando se marchan para seguir con su trabajo, los dejan sumidos prácticamente en la misma desesperación. Vidas irrepetibles que se disolverán en el anonimato del desamparo y la impotencia más absolutas. Asumir que este será el día a día de su trabajo es imposible que no deje secuelas (pp. 235-237).
El mundo es un lugar que hay que trabajarse para hacerlo habitable, porque incluso en las peores circunstancias hay gente que actúa y reacciona de la peor forma posible, el relato de Orbinski ofrece una larga serie, pero especialmente dos: el genocidio de Ruanda, un país que el autor conoce a fondo y del que hace una muy buena síntesis de su historia reciente y de las lagunas --interesadas en buena parte-- que los medios oficiales ofrecen a las audiencias occidentales; y la masacre de Kosovo, el colofón en la inmensa cadena de errores y la política de doble moral que practicó sistemáticamente la Unión Europea desde que estalló el conflicto en los Balcanes a principio de los noventa. Guerras en las que siempre pululan los mismos actores: el Consejo de Seguridad de la ONU, los gobiernos del G-8, la OMC, el machismo, multinacionales farmacéuticas, señores de la guerra, milicias descontroladas, comerciantes de armas, traficantes de la salud, maltratadores de mujeres, tradiciones crueles, violentas e injustas que imponen matrimonios, vejaciones, venganzas, prejuicios étnicos, raciales y económicos... Y siempre las mismas víctimas: los débiles, los desamparados. Los únicos destellos de esperanza siempre provienen de acciones individuales: sacrificios anónimos de personas dispuestas a ayudar, gente que no se rinde a pesar de las dificultades y que, gracias a que no se deja vencer por el desánimo, consigue valiosas victorias parciales, pasos intermedios en el camino hacia un mundo diferente.
Puede que el objetivo central del libro de Orbinski sea dar a conocer la labor de la ONG que presidió, poner en valor la labor humanitaria que realiza, remover conciencias adormecidas... Pero algunos lectores --medianamente informados-- tendemos a ver una sucesión de individuos e instantes; momentos esperanzadores que surgen cada tanto en los escenarios y circunstancias más imprevistos, en medio de dramas humanos desoladores. Personas cuyo sacrificio se nos ofrece cómodamente narrado, que sin embargo apenas puede compensar ni transmitir la realidad de las experiencia relatada, ni del fragmento real de vida que ofrecen: logistas, conductores, enfermeras, guardaespaldas, médicos que negocian día a día con señores de la guerra de tercera categoría, recurriendo al soborno para que les permitan hacer su trabajo o les defendieran de otros señores de la guerra aún más cafres. Víctimas que sobrellevan sus desgracias (amputaciones, enfermedades incurables, familiares asesinados) y aun así dedican su tiempo y su esfuerzo a consolar a víctimas, ofreciendo su presencia y sus palabras como consuelo para desconocidos. Personas que buscan cualquier resquicio de paz y estabilidad en medio del caos, sobreponiéndose al miedo a ser asesinado, a caer en manos de irresponsables, para realizar su trabajo (curar, prevenir, alimentar, testimoniar) con toda la determinación del mundo. Y a pesar de que sus actos, aislados, apenas se perciben más allá de una cura, de una atención primaria; como miembris de una organización como MSF, en cambio, pueden dar conocer al mundo intolerables situaciones de injusticia consentida.
Algunos cooperantes pagarán con su vida, otros tendrán la suerte de regresar a sus casas, a nuevos trabajos, manteniendo su nivel de compromiso mediante otro tipo de acciones; personas con familia, que pagan impuestos, que visitan a su padres, que juegan con sus hijos y que, en un momento dado, se comprometen en una tarea prometeica, desagradable aunque necesaria y básica: atender a los enfermos y a las víctimas de toda clase de conflictos. No son la encarnación del bien radical hacia el que debemos aspirar, seguro que ni ellos mismos eran conscientes de la extrema importancia de su ejemplo, simplemente hacían lo que podían conviviendo con su miedo a morir. Y aun así, lo hacían, lo hacen. El único problema es el riesgo de acabar viendo semejante sucesión de desgracias y de actos heroicos con un aura irreal; algo parecido a lo que sucede con las descripciones del mal radical (también muy presentes en el libro): acaban pareciendo una exageración, un recurso fácil para escandalizar y remover conciencias. Pero es así, el problema somos nosotros, que nos negamos a aceptar que estas cosas sucedan.
Recuerdo perfectamente por qué me hice socio de MSF: una noche, bastante tarde, estaba zapeando el mando de la tele, demorando el momento de ir a dormir, cuando caí en mitad de un documental sobre el SIDA en África. La enfermedad en este continente ha provocado un desastre cuyas consecuencias se dejarán sentir durante décadas. Aun así, en medio de este desastre, un cooperante de MSF, caminaba unos cuantos quilómetros para visitar a un joven que agonizaba sin remedio. No había nada que hacer; se iba a morir sin remedio, pero aquel cooperante le visitaba en su choza y le hacia compañía. Una tarde cualquiera, la misma que nosotros invertimos en hacer cualquier cosa, la vida de un joven africano enfermo de SIDA, se apaga sin dejar rastro en este planeta. Nunca tendría hijos, ni nietos, ni una oportunidad de vivir dignamente; pero por lo menos un desconocido, venido del otro lado del mundo, le ofrecía su compañía y su solidaridad en la olvidada choza donde pasó sus últimos días. Al día siguiente me hice socio de MSF.
El mundo apesta; pero por suerte hay personas desinteresadamente valientes y generosas que luchan por mejorar este mundo apestoso. Hemos de aprender a convivir con eso y con la deuda impagable que contraemos día a día con personas como las que hacen posible MSF.