Pero hay algo más en Sonata de otoño, algo que ha aflorado con el paso de los años y los sucesivos descubrimientos e interpretaciones de nuevas generaciones cinéfilas. No estamos ante el testamento cinematográfico de su director --aún tenía que rodar Fanny y Alexander (1982), en formato serie y largometraje, como hizo con Secretos de un matrimonio (1973), y unos cuantos telefilmes--, sino más bien un ejercicio de depuración de un estilo de la narración dramática que había ido puliendo a base de ensayo y error y que, hasta ese momento (gracias a sus películas de los cincuenta y sesenta que cimentaron su fama), sólo había calado en audiencias minoritarias, convirtiéndolo en factótum y santo y seña de su elitista idea del arte. Un estilo que además encajaba deliberadamente con los temas y obsesiones que rondaron siempre a Bergman, vinculados a menudo con la religión, la soledad, los traumas del pasado y/o la frialdad de trato entre padres/madres e hijos/hijas.
Pero entonces llegó la oportunidad de trabajar con dos actrices de gran tirón popular en las que se mezclaba un morboso componente relevo y de fin de ciclo (la Bergman estaba ya enferma y moriría cuatro años después) y un duelo de interpretaciones en el que cortocircuitaban ficción y realidad; y fue como si de pronto Bergman hubiera optado --sin renunciar a sus temas y dramas de siempre-- por tratar de encajarlos en una narración que rehuyera los simbolismos, los experimentos, las rarezas y las exégesis filosóficas, dejando que se expresaran esta vez a través de ambientes y personas accesibles, cercanas a las audiencias que desconocían y/o despreciban su cine y con las que --¡por fin!-- se podían identificar. No es que Bergman no supiera ser directo y sencillo, es que no había sentido la necesidad de hacerlo hasta entonces.
Lo que sucede es que ese trabajo de depuración y de traslación a situaciones y anécdotas menos atormentadas y complejas ha acabado por dar lugar a una idea del drama cinematográfico que hoy es casi un lugar común en determinado cine occidental. No me refiero a los dilemas ni a las discusiones de los protagonistas de Sonata de otoño, sino a la forma que tiene Bergman de presentar los distintos elementos del drama. Destacaré los dos hallazgos que me parecen más importantes por su vigencia actual: 1) la preferencia por la toma larga y el plano corto para favorecer el trabajo actoral, dejando que los intérpretes demuestren su técnica y su preparación del personaje, permitiendo que la interacción entre ellos y hasta la improvisación surjan si es necesario; 2) los insertos sin transición que suponen un salto en el espacio y el tiempo e ilustran excursos dramáticos (recuerdos, explicaciones, divagaciones) de las actrices. Son cambios bruscos que ya no extrañan ni suponen ningún problema para la inmensa mayoría de las audiencias.
Unos cuantos fundamentos del drama actual están ahí, consolidados, en Sonata de otoño, un estilo a disposición de quienes busquen todavía un drama sustentado en las interpretaciones y no tanto de las situaciones. Podemos seguir su alargada sombra incluso en la filmografía de cineastas que no se consideran a sí mismos pedantes ni complejos, y aun así recurren a algunas de las reglas propias del drama bergmaniano. Es indudable que hoy día no se ruedan así los dramas que se buscan intensos, ni siquiera las escenas centrales de la historia, pero en Sonata de otoño ya se detecta como un recurso consciente esa cercanía de los rostros, esa expresividad sin palabras de los que escuchan confidencias finalmente reveladas, esa forma de exprimir a los actores. En este sentido, la película es la culminación de un proceso de maduración creativa que abarca, al menos, cinco años.
La vigencia estilística de Sonata de otoño no oculta la realidad de un guión antiguo, fruto de dinámicas y obsesiones de otro tiempo, las de nuestros mayores cuando se enfrentaban sus mayores, fuertemente anclada en el freudianismo más rancio y obsoleto, inevitables trazas de machismo sociológico o la superación de traumas religiosos y sexuales al modo catártico y lacrimógeno que hoy identificamos indebidamente como un invento de Oprah. Visto con la suficiente perspectiva, el cine de Bergman explica los males del siglo XX desde una conjunción de complejos heredados (seguramente los que él mismo arrastraba), (auto)inducidos o heredados. El lado moderno y vigente de esa perspectiva superada de las cosas es que su cine anuncia la decadencia incontrovertible del patriarcado, cuyas grietas se hacían entonces visibles y hoy se muestran como simas infranqueables que alimentan el debate político y social pero --y eso es lo bueno-- impiden cualquier vuelta atrás. En definitiva, drama emético que huele a naftalina en cuya narración se verifica constantemente la influencia que ejerce --no como título aislado, sino como resultado de un proyecto estilístico que abarca casi una filmografía-- en el cine actual, ya sea sesudo, comercial, independiente o vanguardista.