Odio incubado: El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977)

Publicado el 06 septiembre 2017 por 39escalones

Ciertos problemas con la hacienda sueca (que generaron un gran revuelo mediático a nivel internacional, pero que finalmente no supusieron más que un problema contable que se resolvió abonando la diferencia) llevaron una vez más a Ingmar Bergman a la depresión, al ingreso en un psiquiátrico y, finalmente, al exilio voluntario en Alemania. Acuciado por sus problemas personales, su recién adquirida condición de extranjero y su habitual inestabilidad emocional, Bergman concibió el primer proyecto de su ciclo alemán, El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, 1977), que propone un particular análisis del estado de la sociedad alemana que propició la aparición y el ascenso del nazismo. Coproducida con Dino de Laurentiis, la participación norteamericana y alemana en la financiación implica, además de la intervención de un, por entonces, popular actor de Hollywood (David Carradine), el empleo de mayores medios y un esfuerzo de ambientación superior a la austera, aunque efectiva, concepción de la puesta en escena en la anterior filmografía de Bergman. Con todo, la película transita por una atmósfera tenebrista, pesadillesca, de ecos kafkianos, en su sombrío retrato del caldo de cultivo del mayor de los horrores concebibles.

En la Alemania de 1923, un paquete de tabaco cuesta cuarenta billones de marcos. La moneda alemana está tan devaluada que el valor de un billete es menor que el del papel en que está impreso. El tráfico de dólares y de bienes de primera necesidad alimenta el mercado negro. A la incertidumbre política se unen las enormes compensaciones económicas que Alemania tiene que pagar como resultado de su capitulación en la Gran Guerra, la ocupación por parte de las fuerzas francesas de la región industrial del Ruhr, el antisemitismo, la amenaza interna del comunismo y el inminente golpe de mano que un nuevo partido, dirigido por un tal Adolf Hitler, prepara en Munich. En este impreciso marco de futuribles, Abel Rosenberg (Carradine), un trapecista norteamericano de origen judío y con excesiva querencia por el alcohol (los bares, los garitos turbios e insalubres, los cabarets, son los únicos negocios prósperos en la noche berlinesa), descubre que su hermano y compañero de número circense se ha suicidado en el cuarto de la pensión que ambos comparten. Abel se siente responsable de su cuñada, Manuela (Liv Ullmann), que canta y baila en un cabaret y se prostituye ocasionalmente. Ambos inician una enrarecida relación de mutua dependencia enfermiza, en un entorno hostil de ruina, crisis y violencia, en el que los judíos son hostigados, apaleados e incluso asesinados impunemente. El panorama se complica cuando una serie de muertes se produce en el vecindario, de las que el inspector Bauer (Gert Fröbe, aquí Froebe) considera inicialmente sospechoso a Abel. Gracias a uno de los clientes esporádicos de Manuela, el doctor Hans Vergerus (Heinz Bennent), antiguo conocido de la familia de Abel de cuando esta veraneaba en Baviera, Manuela y Abel consiguen un nuevo alojamiento y sendos empleos en el hospital, ella como lavandera, él en los archivos, un recóndito laberinto de dependencias, pasillos, estanterías, carpetas y documentos que encierran un misterio atroz y advierten de un futuro desolador.

Bergman y su habitual colaborador en tareas de fotografía e iluminación, Sven Nykvist, diseñan un ambiente opresivo y asfixiante. Los interiores se dividen entre los abigarrados y recargados espacios de los hogares y cabarets, y la desnudez y austeridad de los tugurios, las oficinas y la comisaría de policía. Los interiores predominan sobre los exteriores, apenas secuencias de transición o insertos que, del mismo modo, combinan los atascos y la acumulación de gente en las calles con la soledad y el vacío de los descampados y las escombreras cubiertas de basura, de los callejones oscuros en los que las pandillas de violentos cometen a gusto sus fechorías contra los judíos, antes de que puedan hacerlo a plena luz del día ante la indiferencia de los agentes de la ley. El antisemitismo es moneda común en las conversaciones, incluso en el discurso de los representantes de la autoridad, se masca en el aire una animosidad y un desprecio generales, un abrumador abandono por parte del resto de la sociedad, un señalamiento mudo de su condición de chivos expiatorios para todos los pecados del país. Paralelamente, la Berlín de la opulencia para quienes pueden pagársela: hoteles de lujo, restaurantes caros, atenciones casi serviles de su personal para aquellos empresarios que, como el promotor del circo que se entrevista con Abel para ofrecerle un empleo en Suiza, dejan un buen rastro de marcos devaluados a su paso.

La película transcurre durante sus dos horas de metraje en la claustrofobia. No se ve la luz del sol, ni el cielo, ni un solo fotograma de la naturaleza. Solo ciudad, oscura, hostil, atosigante, ecosistema cerrado, muros y paredes, como alude el título de la cinta, que remite a un espacio cerrado en el que se incuba poco a poco el nacimiento de algo nuevo y terrible. La claustrofobia se acrecienta con la tortura de los ruidos insoportables (ese motor que se escucha desde el piso de Abel y Manuela, que no le deja dormir, que lo atormenta durante el día), con las palizas en los callejones oscuros, en los pasillos despoblados y llenos de barrotes y ante los escritorios vacíos cubiertos de papeles inútiles. Dos secuencias ilustran el clima de violencia irracional que rodea a los personajes: en la primera, Abel, borracho como acostumbra, después de haber asistido a la paliza recibida por unos judíos de la mano de unos agitadores de ultraderecha (el tipo de grupo que irrumpirá también en el cabaret donde trabaja Manuela, que destrozará e incendiará después de partirle la cara a su propietario, también judío), arroja una piedra contra el cristal de un comercio judío (cuando se ve hostigado por sus dueños, Abel emplea una chocante táctica para liberarse del acoso de ella, una anciana…); en la segunda, Abel es asaltado en un ascensor por un hombre, probablemente aquel que comete los crímenes de los que él es sospechoso, con el subsiguiente enfrentamiento, desasosegante, angustioso, sangriento, en lucha por su vida. La policía, desbordada, no es garantía de seguridad, la autoridad no existe, consumida por la pinza de ultraderecha y comunismo, y aplastada por las exigencia de los vencedores en la guerra. Se instaura la ley de la selva, y en ella, médicos sin escrúpulos auguran la nueva medicina del futuro, en la que emplean como carne de cañón a los más desfavorecidos, aquellos que por unos billetes devaluados con los que ganarse la subsistencia un día más, se dejan someter a los más descabellados proyectos, que en ocasiones les cuestan la vida, a menudo incluso por la propia mano.

Bergman, autor también del guion, diseña una sociedad opresiva y enferma, en la que la maldad intrínseca de unos, en la línea del doctor Mabuse de Fritz Lang, la desidia de otros, y la complicidad interesada de los extranjeros y de los que han logrado sortear la crisis, concurre para encumbrar el mayor de los horrores, embrutecer a la sociedad, desposeerla de todo sentimiento, de empatía, de piedad, de compasión. En la carrera de la vida, en el sálvese quien pueda, la sociedad está preparada para recibir el discurso del triunfalismo, de la resurrección, del orgullo, de la fuerza, de la venganza. Alemania aguarda con los brazos abiertos a aquellos que le devuelvan la autoestima. El huevo de la serpiente es el líquido amniótico del mal en sí mismo, es la radiografía del horror de una sociedad devorada por la brutalidad.