Los latigazos de David Mamet, en este caso, están proyectados por la dirección de Luis Luque que, consciente del poder de la palabra intrínseca a esta obra, deja en mano de Fernando Guillén Cuervo y Natalia Sánchez el desbordante poder de la lujuria y la desdicha, para de ese modo, conjurar en sus bocas la necesidad que toda buena obra de teatro debe tener: el desasosiego y la intriga. Aquí, Luis Luque también echa mano de la inteligencia y la sutileza según avanza la función y, lo hace, aliándose con una sencilla escenografía, donde el opulento y anquilosado escritorio del profesor que, avanza por el escenario, para de una forma simbólica anunciarnos el acorralamiento del profesor, pues pasa de ser atacante a víctima de su propia trampa. En este sentido, Fernando Guillén Cuervo canaliza muy bien el esplendor y la desdicha de este falo-hombre colgado de su propia perversión, pues nos muestra muy bien los múltiples matices de aquel que conoce el éxito y la derrota en su vida como si todo estuviese resumido a un gran tsunami que nos pasase por encima en un fatídico instante. Frente a él, Natalia Sánchez que, a pesar de que en un principio apenas balbucee sus palabras, poco a poco va ganando la fuerza de quien sabe cuál es la salida a su poderosa venganza. En este sentido, su sutileza viene simbolizadacuando la joven estudiante universitaria se recoge el pelo a lo largo de la función en una nueva muestra del cambio de situación que experimentan su situación y sus planteamientos, pues éste, acaba recogido en un moño que representan la presión de aquel que sabe cuáles son los principios de su batalla, pues esa es la esencia de la obra: la infinita batalla por el poder a la que, por lo visto, hombres y mujeres estamos condenados. Eso sí, batallas encadenadas a la búsqueda de la no verdad de la verdad.
Ángel Silvelo Gabriel.