Tras el fracaso del encuentro de Seattle, ha prosperado la opinión de que las ONG, los gobiernos y los ciudadanos deben implicarse en el programa de reforma de la OMC. Se ha dicho que el fracaso ofreció una oportunidad única para participar en la reforma de la agenda.
Ante todo, cabe preguntarse si es necesaria la OMC. El comercio mundial no necesitó a la OMC para multiplicarse por 17 entre 1948 y 1997, y pasar de los 124 millardos de dólares a los 10.772 millardos. Esa ampliación se produjo bajo el flexible régimen comercial del GATT. La fundación de la OMC, en 1995, no respondía a una paralización o una crisis del comercio mundial, como la que hubo en los años treinta. No era necesaria para pacificar el mundo, puesto que en ese periodo no hubo una guerra mundial o una guerra relacionada con el comercio. De hecho, el GATT funcionaba razonablemente bien como marco para liberalizar el comercio mundial. Su sistema de mediación de conflictos era flexible y con su reconocimiento de un “estatus especial y diferencial” para los países en desarrollo proporcionaba el espacio, en una economía global, para que los países del Tercer Mundo aplicasen una política comercial para el desarrollo y la industrialización. La OMC es necesaria para Estados Unidos, pero no para el resto del mundo. La “necesidad” de la OMC es una de las mayores mentiras de nuestro tiempo.
La reforma es una estrategia viable cuando se trata de un sistema fundamentalmente justo que ha sido corrompido, como ocurre en algunas democracias. En cambio, no es una estrategia viable cuando es un sistema tan desigual en sus propósitos, principios y procesos como la OMC. La OMC protege sistemáticamente el comercio y las ventajas económicas de los países ricos, en particular de Estados Unidos. Se basa en un paradigma o una filosofía que denigra el derecho a adoptar medidas activas para el desarrollo de los países menos desarrollados, y conduce así a la desaparición radical de su derecho a “un trato especial y diferencial”. La OMC convierte la desigualdad en un principio para la toma de decisiones.
La OMC suele promocionarse como un marco comercial “basado en normas” que protegen a los países más débiles y pobres de las acciones unilaterales de los estados más fuertes. Lo cierto es justo lo contrario: La OMC, al igual que numerosos acuerdos multilaterales internacionales, tiene el objetivo de institucionalizar y legitimar la desigualdad. Su principal finalidad es reducir los tremendos costes políticos que habría que satisfacer si los poderes más fuertes tuvieran que formar a muchos países pequeños en un sistema internacional más fluido, menos estructurado.
No es sorprendente que tanto la OMC como el FMI tengan actualmente una severa crisis de legitimidad. Porque son dos instituciones globales muy centralizadas, que no han de rendir cuentas prácticamente a nadie, extremadamente opacas, que tratan de subyugar, controlar o aprovechar amplias parcelas de procesos económicos, sociales, políticos y medioambientales globales en función de las necesidades e intereses de una minoría de Estados, élites y multinacionales.
La dinámica de estas instituciones se contradice con las aspiraciones democráticas de los pueblos, países y comunidades del Norte y del Sur. La dinámica centralizadora de esas instituciones choca con los esfuerzos de las comunidades y las naciones para recuperar el control de sus destino y conseguir un mínimo de seguridad desconcentrando y descentralizando el poder económico y político. En otras palabras, son instituciones jurásicas en una época de política participativa y democracia económica.
En definitiva, los que los países en desarrollo y la sociedad civil internacional deben hacer, no es reformar la OMC, sino, con una combinación de medidas activas y pasivas, reducir radicalmente su poder y convertirla en una institución internacional más, que coexista con otras organizaciones internacionales, acuerdos y grupos regionales, que a su vez la controlaran. Eso incluiría entidades e instituciones como UNCTAD, acuerdos medioambientales multilaterales, la OIT y bloques comerciales como Mercosur, en América Latina, la Asociación de Cooperación Regional para el Sur de Asia (SAARC), La Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC) y ANSEA, en el Sudeste Asiático. En un mundo así, más fluido, menos estructurado, más pluralista, con múltiples controles y balances, los países y las comunidades del Sur podrían forjar ese espacio para el desarrollo, basado en sus valores, sus pautas y las estrategias que elijan.
fuente: EL COMERCIO DEL HAMBRE (JOHN MADELEY)