Esa mañana iba a sustituir a un médico de un Centro de Salud de Leganés, por lo que antes de comenzar la consulta hablé con los encargados de la Unidad Administrativa del Centro, con el fin de que me actualizasen informandome de las novedades e incidencias que habría de tener en cuenta desde mi ubicación y ocupación.
Me informaron de que el ordenador de la Sala 13 (la habitual), estaba dando problemas en su conexión en red, por lo que me asignaron la Sala 20, lugar al que me encaminé con los bártulos habituales (recetas, sello de caucho, etc...).
La Sala 20 era un hermoso despacho, con unas preciosas vistas a la arboleda que se interponía entre el Centro y la Avenida: el suelo del parque lucía alfombrado de las hojas amarillas con las que suele vestirse un otoño maduro...
"Parece que el primer paciente se retrasa -me dije- o será que está mejor y se ha replanteado eso de madrugar..."
El sol penetraba generosamente hasta los más recónditos rincones del despacho y en la lejanía podía verse el barullo de la rutinaria vida de la ciudad, los coches que bordeaban sus rotondas, el paso de la gente, etc...
"¡Qué raro -seguí diciéndome- tampoco viene el siguiente!"
A la media hora de contemplar las vistas, el color de las paredes y el detalle más oculto de la consulta, tras el mundo que configuran los casi treinta minutos sin haber visto acercarse a nadie, empecé a preocuparme seriamente: algo estaba fallando... Me acerqué hasta la Sala número 13, en cuya puerta se encontraba un pelotón de pacientes en situación de espera indignada:
"¡Aún no ha venido!"; "¿No hay nadie pasando consulta?"; "¡Pues yo ya llevo esperando 20 minutos!"; "¡Si es que no hay formalidad!"; "¡Qué país!"...
Se habían olvidado de colgar, en la puerta de la Sala 13, el cartel que suele colocarse en estos casos en los que se cambia de despacho... Los pacientes habían empezado a dejar de serlo...