El próximo día 16 de Mayo, jueves, a las 19.30 horas, tenemos la ocasión de asistir a la conferencia del psicólogo y terapeuta gestáltico Paco Peñarrubia, Padre- hijo: la relación hurtada.
En el ámbito de la psicoterapia se sabe que en nuestra cultura “sobra” madre y falta padre. Su ausencia se rellena con fantasmas. El hijo varón suple como puede este hueco (de modelo, de vínculo, de identificación) con no pocos costes psicoemocionales
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Paco Peñarrubia es psicólogo por la Universidad Complutense de Madrid. Uno de los introductores de la Gestalt en España, cofundador, primer presidente (1982-87) y Miembro de Honor de la Asociación Española de Terapia Gestalt. Discípulo de Ignacio Martín Poyo y Claudio Naranjo. Ex-director de CIPARH, centro pionero de la Psicología Humanista en España (1977-2007) y director de la Escuela Madrileña de Terapia Gestalt.
LA ADMIRACIÓN Y EL AMOR VENERATIVO
Por Paco Peñarrubia
El azar generoso me trae a las manos dos libros que ahondan conmovedoramente en la indagación filial del padre.
Ambos comparten, por caminos opuestos, una admiración confesa o conquistada hacia el padre idealizado, ilustrando eso que Claudio Naranjo denomina “amor venerativo”, el amor atribuído al padre, al maestro, a dios o a los dioses:
“El amor materno es generoso y compasivo. El amor filial se reconoce en la búsqueda elemental del placer y en la libre orientación hacia la felicidad… El amor paterno se expresa a través del respeto, la admiración y la devoción”[1]
El primer libro, Tiempo de vida [2], son las memorias de Marcos Giralt Torrente en relación con su padre, el pintor Juan Giralt, fallecido en febrero de 2007.
El segundo libro, El olvido que seremos [3] del colombiano Héctor Abad Faciolince, narra el vínculo con su padre, el líder académico-político Héctor Abad Gómez, asesinado en agosto de 1987 por las fuerzas reaccionarias paramilitares, en atentado jamás esclarecido judicialmente.
Ambos autores o son hijo único (Giralt) o el único varón (Abad), depositarios de expectativas especiales y con el peso añadido, sobre sus hombros, del prestigio del padre con el que comparten apellido e incluso nombre. Ambos, además, con profesiones artísticas que los hacen más susceptibles de comparaciones públicas con la figura paterna. Marcos Giralt añora una profesión diferente, “una profesión de verdad, no esta irresponsable prolongación de la infancia en que consisten los oficios artísticos” (pag. 100); si esto es cierto, podíamos pensar que las vocaciones u oficios artísticos perpetuarían la relación adolescente con el padre y con el mundo, una especie de miedo a crecer y a superar el modelo paterno o a fracasar en el intento.
Ambos relatos son textos de duelo y celebración. El duelo como un proceso agónico de muerte y transformación que supone masticar y escupir, desintoxicarse para nutrirse, cerrar un ciclo de conocimiento, poder hacer las paces consigo y con el progenitor. “Un duelo es una cosa extraña”, (dice Giralt -pag. 14-) “un duelo se siente una vez que ha quedado atrás. Un duelo te aisla incluso de tí mismo”.
La diferencia básica entre ambos relatos es el nivel de presencia del padre. Héctor Abad Faciolince disfrutó de una relación estrecha y amorosa con un padre apoyador que confía ciegamente en el hijo y le transmite esa seguridad a nivel casi físico, por eso su pérdida en circunstancias tan dramáticas fija la idealización de su figura.
En el caso de Marcos Giralt Torrente, el divorcio de sus padres hace que empiece a perderlo en torno a los siete años. La vivencia de abandono, al principio tamizada por la madre, se va convirtiendo en conciencia de pérdida y en rencor más tarde.
El proceso es inverso: del cariño y la idealización, a la ausencia, duelo y reconocimiento (Abad) ; o del abandono y el resentimiento, el encuentro y la admiración (Giralt). En ambos casos el amor filial ha de madurar, atravesando lo que Claudio Naranjo señala como patología de los vínculos actuales con los padres: dependencia idealizada, obediencia compulsiva y resentimiento[4].
Empecemos por M. Giralt Torrente. Alude al taller del padre como el paraíso de su infancia (“el mejor cuarto de juegos que tuve en mi infancia fue su estudio de pintor” -pag. 139-) del que será expulsado muy pronto. La pérdida de ese espacio y de esa presencia es vivida como un desmantelamiento emocional y material: “mi padre se ausenta cada vez más, por temporadas desaparece por completo de mi vida cotidiana, pero conserva su estudio en casa… hasta que al cabo de unos meses regresó y se llevó el caballete, las cajas de pinturas, los lápices, los aerosoles… y el que había sido su estudio pasó a ser mi inmenso cuarto de privilegiado hijo único” (pag. 22-23)
Triste manera de vivir “el edipo”, eso que Freud definió como impulso universal al parricidio para ocupar el lugar del padre, aunque aquí convendría mejor el concepto de “infanticidio” según Pichon Rivière: las frecuentes, y también universales, maneras de dañar los padres a los hijos.
A lo largo de la adolescencia y juventud, esta vivencia de abandono se va convirtiendo en rencor y culpabilización, acusando al padre de todo: “de no verme lo suficiente, de no acordarse de mi cumpleaños, de no hacerme regalos, de desaparecer cuando sabe que las cosas a mi madre y a mí nos van mal, de veranear y viajar cuando yo no veraneo ni viajo, de incumplir sus promesas, de considerar que tiene más razones para quejarse que yo…” (pag. 64)
Hay una cierta conciencia de que esta forma de pensar es interesada: el padre le sirve al hijo para rebelarse, para construirse en su contra. Pero es la enfermedad del padre (un cáncer irreversible) la que desencadena un vuelco en el hijo: empezar a admitir su dependencia (:”lo único que quería era tener más de él, estar más con él”. pag. 141), reconocer su admiración (“quería aprender, parecerme a él, emularlo, imitarlo”. pag. 143. “Su escasa fortuna o éxito no socavaba su prestigio ante mí, sino que le otorgaba un aura de romántico malditismo”. pag. 73), y sobre todo rendirse a la situación de que ahora es el hijo el adulto sólido (“Tengo la sensación de que, por fin, él ha bajado la guardia… Desde entonces, sin darme cuenta, me convierto en su padre y él en mi hijo. Nadie sabe lo que nos deparará el futuro, pero mientras se sienta débil y enfermo, buscará mi protección” -pag. 112-).
Comienza una relación de intimidad física y un proceso de perdón interior. El hijo se abre a la comprensión: “Nos atascamos porque ni él tenía aguante para atarse a mí ni yo tenía coraje para soltarme. Porque no éramos iguales ni demasiado diferentes. Porque ambos creíamos merecer más de lo que teníamos. Porque él no supo crecer ni yo tampoco. Nos atascamos porque compartíamos a mi madre, un recuerdo que tal vez él habría querido remoto de no haber estado yo… Le hice acreedor de una deuda que quise cobrarme cuando ya había expirado. Nos atascamos porque las grandes enseñanzas de la vida a menudo llegan demasiado tarde” (pag. 156).
Acompañar al padre en los últimos años de su enfermedad ayuda al hijo a cerrar la herida, puesto que “mantener la herida puede ser rentable desde un punto de vista artístico. Pero sólo los muy fuertes, o quienes han recibido un gran daño, aguantan toda la vida con ella abierta” (pag. 193). Marcos Giralt apuesta por la curación a través del perdón:
“Lo que todos los padres quieren oír alguna vez de boca de sus hijos es que los errores no cuentan, que las intenciones eran buenas y que simplemente les sorprendió el tiempo” (pag. 195).
El caso de Héctor Abad Faciolince es opuesto y complementario puesto que el vínculo con su padre se nutre de una cercanía física y emocional bastante poco frecuente en su medio:
“Mi papá y yo teníamos un afecto mutuo (y físico, además) que para muchos de nuestros allegados era un escándalo que limitaba con la enfermedad. Algunos parientes decían que mi papá me iba a volver marica de tanto consentirme….” (pag. 33) “Me felicitaba por mis primeras letras con un gran beso en la mejilla, al lado de la oreja. Besos grandes y sonoros que aturdían y se quedaban retumbando en el tímpano, como un recuerdo doloroso y feliz, durante mucho tiempo” (pag. 20)
Semejante vivencia amorosa viene incrementada por la admiración sin límite hacia un padre de ideas progresistas irrenunciables, sumamente tolerante con su entorno pero defensor a ultranza de sus principios aunque eso le complicara periódicamente su vida. Se convierte así en un modelo de apertura, de forma que el hijo puede contrastar la educación recibida (religiosa y burguesa, como corresponde a su clase social), con los libros, charlas y reflexiones que su padre le transmite y fomenta, al servicio de desarrollar un criterio propio y libre.
Es claramente un padre educador en el sentido humanista del término, cuya transmisión de valores es más por contagio actitudinal que por traspaso de introyectos. El padre es una figura realmente admirable en la Colombia de la época: médico comprometido en proyectos de salud pública, profesor universitario capaz de renunciar a su cátedra al percibir presiones políticas y crear por el contrario una Escuela de Salud Pública revolucionaria o pasar largas temporadas en países subdesarrollados como consultor de la OMS y como exilio enmascarado cada vez que arreciaban las persecuciones reaccionarias.
A los ojos del hijo, este padre “tenía los más grandes arranques de idealismo, que le duraban años dedicados a causas perdidas, como la reforma agraria o los impuestos a la tierra, como el agua potable para todos, la vacunación universal o los derechos humanos, que fue su último arrebato de pasión intelectual y el que le llevó al sacrificio” (pag. 118).
Sin embargo la admiración confesa del hijo no es tanto ideológica como psico-emocional, basada en la confianza incuestionable que el padre le demuestra, por encima incluso de la autoestima (baja) del hijo:
“Lo que yo sentía con más fuerza era que mi papá confiaba en mí sin importar lo que yo hiciera, y también que depositaba en mí grandes esperanzas (aunque siempre corría a asegurarme que no era necesario que yo lograra nada en la vida, que mi sola existencia era suficiente para su felicidad). Esto significaba, por un lado, una cierta carga de responsabilidad, un peso, pero un peso dulce, no era una carga excesiva… Nunca, ni cuando cambié cuatro veces de carrera, ni cuando me expulsaron de la universidad, ni cuando estuve desempleado teniendo ya una hija que mantener, ni cuando me fui a vivir con mi primera mujer sin casarme, nunca oí censuras ni reclamos de su parte, siempre la más tolerante y abierta aceptación de mi vida y mi independencia” (pag. 141).
Para el concepto de padre que generalmente tenemos, este modelo es, como poco, provocador y desconcertante: ¿es que no son imprescindibles la guía y los límites?, ¿qué pinta entonces la figura del padre?, ¿no será una indiferencia disfrazada de libertad y tolerancia?, y tantas otras preguntas que puede alimentar el miedo a la autonomía o la desconfianza en la auto-regulación. A la postre, para el hijo también es imprescindible el cuestionamiento y separación de una figura tan benevolente y sin fisuras, tan idealizada y amada:
“Un papá tan perfecto puede llegar a ser insoportable. Aunque todo lo que hagas le parezca bien, llega un momento en que, por un confuso y demencial proceso mental, quieres que ese dios ideal ya no esté allí para decirte siempre que sí… En ese final de la adolescencia uno no necesita un aliado sino un antagonista. Pero era imposible pelear con mi papá, así que la única forma de enfrentarme a él era haciéndole desaparecer, así muriera yo en el intento” (pag. 196).
Un intento que a punto estuvo de cumplirse a través de un accidente automovilístico por exceso de velocidad, pero fueron los paramilitares quienes, unos años más tarde, asesinaron al doctor Abad.
Lo que siguió fue dolor, impotencia, exilio en Europa, y un largo duelo que concluyó con la escritura de este libro:
“Guardé en secreto, durante muchos años, esa camisa ensangrentada, con unos grumos que se ennegrecieron y tostaron con el tiempo. No sé porqué la guardaba… como un acicate para la memoria, como una promesa de que tenía que vengar su muerte. Al escribir este libro la quemé también pues entendí que la única venganza, el único recuerdo y también la única posibilidad de olvido y de perdón consistía en contar lo que pasó y nada más”. pag. 225).
Ese proceso duró 20 años. A diferencia del fantasma del padre de Hamlet que exige, en sueños, venganza: “mi papá siempre nos enseñó a evitar la venganza. Las pocas veces que he soñado con él… nuestras conversaciones han sido más plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos” (pag. 254).
Desde hace años Claudio Naranjo viene trasmitiendo la concepción de su maestro, Totila Albert, del ser humano tricerebrado que necesita integrar estos tres amores en su búsqueda de la unidad. El aspecto instintivo (en referencia al cerebro primitivo también llamado reptiliano) corresponde al espíritu libertario del hijo, a su entrega al impulso y al placer, a aquello que los griegos sabiamente personalizaron en el dios Dionisios. El cerebro límbico (que compartimos todos los mamíferos) corresponde al amor compasivo materno, ese espíritu misericordioso que el cristianismo personifica en María. El cerebro cognitivo (neocórtex), identificado con el amor paterno, no se refiere tanto a la figura del dios patriarcal bíblico, sino que lo representaría mejor el espíritu del buda, pacífico y omnicomprensivo. Este amor de respeto y veneración a los valores completa el amor caritativo materno y el amor instintivo filial, en pos de la armonía de esta trinidad psicoespiritual.
En la relación padre-hijo que estamos enfocando podemos preguntarnos cómo desarrollar este amor admirativo cuando adolecemos tanto de la figura paterna. Sin este catalizador parece más complicado encontrar la puerta que nos abra a los valores, a los maestros, y a respetar el conocimiento de quienes nos precedieron.
Los dos libros aquí comentados pueden servir de testimonio de esta dificultad y de su transformación. Tanto Giralt Torrente como Abad Faciolince rinden un homenaje a la memoria del padre, pero sobre todo ilustran honestamente el proceso de reconstrucción interna de este amor admirativo que devuelve respeto y reverencia a donde hubo carencia o sobreabundancia, dos caras de la misma moneda, dos caminos en la travesía del no-ser.
A la vez lo reconocemos como un proceso terapéutico de maduración personal que permite desapegarse del rol de hijo para asumir la propia paternidad adulta. Marcos Giralt acaba en este sentido su relato: “En los primeros días de Septiembre de 2008 supe que sería padre a finales del próximo mayo. Apenas queda ya mes y medio. La vida no se detiene… Pienso en mi hijo aún no nacido, que llevará su nombre, y me pregunto en qué lo condicionaré, en qué le fallaré, qué deberé perdonarle yo y qué deberá perdonarme él… qué recordará de mí con nostalgia. Me gustaría conservar algo de lo mejor de mi padre para que le llegue a través de mí” (pag. 200).
[1] Naranjo, C.: “Sanar la civilización”. Edit. La Llave. Vitoria 2009. Pag. 178.
[2] Gitalt Torrent, M. : “Tiempo de vida”. Anagrama. Barcelona 2010. De entrada me sorprende que su autor y yo hayamos coincidido en tantas lecturas que han abonado las anteriores entregas de este boletín: “La invención de la soledad” de Paul Auster, “Mi padre y yo” de J. R. Ackerley, “Patrimonio” de Philip Roth, “La isla” de Giani Stuparich… y el que a continuación comento.
[3] Abad, Faciolince, H.: “El olvido que seremos”. Seix Barral.. Barcelona, 2007.
[4] Naranjo, C. : Opus cit. Pag. 78