Padres incompetentes

Por Pedsocial @Pedsocial

En la cosa esta de la perpetuación de la especie hacen falta dos. Por ahora, lo mismo “in vivo” que “in vitro” y mientras esa perversidad de la clonación no esté operativa, para que una mujer conciba hace falta la aportación de un hombre. Pequeña aportación pero esencial.

En muchos modelos de sociedad, no precisamente modélicas, esa puede, y a menudo suele, ser la única y última aportación del varón al proceso de reproducir eficazmente seres humanos. Lo que viene después de la incorporación del espermatozoide al óvulo, nueve meses, 40 semanas, de embarazoso embarazo, con sus vómitos, insomnios, acideces de estómago, hinchazones diversas, ecografías y dolores de parto, sólo para empezar. Y los siguientes 25 años o más de pañales, chupetes, carteras, yogures, primeras comuniones, varicelas, trompazos en bicicleta, sustos de media noche, primeras reglas, borracheras iniciáticas, suspensos, novietas inaguantables, novietes chulos, guardias a la puerta trayendo al descarriado, nueras histéricas, consuegros pelmazos y toda esa pléyade de malandanzas parecen esencialmente construidas para las madres. Las madres sufren. ¡Cuánto sufren las madres!

Mientras tanto, los responsables de la puesta en marcha del proceso, al mismo tiempo que se abrochan la bragueta tras su faena, inician un largo período de despreocupación que muchos prolongan de por vida.

Algunos, pocos, no. Se desvivirán por acompañar a la preñada esposa, le prepararán tisanas para su hiperemesis gravídica, jurarán castidad durante la gestación, sostendrán su mano en el trago de parir con cara de memo, levantarán el nuevo nacido al aire con orgullo y progresarán en su ruina pecuniaria dejándose la nómina en potitos de farmacia, cochecitos de bebé con ABS, dirección asistida y elevalunas eléctrico, libros escolares destinados a la papelera, videojuegos odiosos, vestiditos de puntillas inmediatamente arruinados por un helado de chocolate, comuniones con presupuesto de cumbre europea, bicicletas de dos, tres, seis o infinitas ruedas siempre pinchadas, matrículas escolares a precio de máster en Harvard, o másters en Harvard a precio de viaje a la luna, vestidos de novia para una boda con divorcio a menos de seis meses, interrupción de un embarazo loco de la hija de la portera, motos de dieciséis cilindros y toda la otra juguetería a la que les aboca el dios Consumo.

Unos y otros no llegarán nunca a saber que la paternidad no es eso. En la ignorancia o en el barullo no descubrirán que un edificio que toma más de veinte años para construirse tiene la complejidad de una catedral. Necesita un diseño previo, unas bases sólidas y una ejecución exquisita si se ha de mantener erguido casi un siglo, que es lo que está viniendo a durar una vida humana. Hay que proveer y prever. Acompañar cada momento con intención.

Amar con amor de padre que no puede ser totalmente desinteresado porque interesa que el niño proyecto de hombre se consolide. Amor que no puede ser ciego porque entonces no verá los numerosos obstáculos del camino.

Conducir, sobre todo en los trayectos largos, y evitar que se desvíe de un camino que nunca será recto, ni falta que hace, pero del que no debe salirse. Y conducirse, que de su conducta sacará el hijo los ejemplos y modelos para su vida.

Tampoco en la paternidad hay inocentes. Los padres de todos los culpables saben, aunque simulen que lo ignoran, donde sus incompetencias desorientaron al hijo y le condujeron a su desdicha.

X. Allué (Editor)