Palabra de Michael Powell

Publicado el 17 diciembre 2025 por 39escalones

(entrevista de Tony Williams para Films & Filming, noviembre de 1981)

Michael Powell pasó de los quota quickies (películas de bajísimo presupuesto y rodajes rapidísimos) de los años treinta a una carrera distinguida en colaboración con Emeric Pressburger, dirigiendo clásicos como Los invasores (49th Parallel, 1941), A vida o muerte (A Matter of Life and Death [Stairway to heaven], 1946) y Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1948). El equipo Powell–Pressburger llegó a ser reconocido por obras de factura impecable, altamente personales, emocional y visualmente intensas, que muestran el cine británico en su momento más creativo y logrado. Tony Williams entrevistó a Powell a principios de este año en los Zoetrope Studios de Hollywood, donde reside trabajando como asesor de Francis Coppola […].

P: ¿Qué está haciendo ahora en Zoetrope Studios?

R: Vine el año pasado en marzo para echar un vistazo. En aquel momento estaban rodando Hammett, una película sobre los primeros años de Dashiell Hammett en San Francisco. Entonces escribía relatos detectivescos para una revista llamada The Black Mask. Es realmente una historia dentro de otra historia. Ves a Hammett creando los personajes con los que luego tiene que tratar. No son solo personajes ficticios, sino personas que vienen de la calle y empiezan de inmediato a comportarse como personajes de Dashiell Hammett. Es una buena idea.

Frederic Forrest interpreta a Hammett, un hombre nervioso, imaginativo, casi canoso, con bigote. También interpreta el papel protagonista en Corazonada (One from the Heart, 1982), de Coppola, que estamos terminando, como un joven estadounidense muy fornido que posee media chatarrería en Las Vegas, un hombre treintañero, duro, sentimental, brutal y amable… como la mayoría de los americanos. Es una comedia americana, algo así como Sucedió una noche en Las Vegas en 1981. Él y Teri Garr son dos jóvenes estadounidenses, ambos atractivos, siempre peleando, rodeados de todos los artefactos modernos posibles a los que ni siquiera prestan atención; estadounidenses de supermercado, ordinarios, pero llenos de anhelos inmortales, pasiones, odio y amor. Creo que la película tendrá más éxito en Europa que aquí. Todo transcurre en Las Vegas el 4 de julio, así que tiene una producción enorme.

P:  La impresión habitual en Inglaterra ahora es: “¡Qué inusual que un director británico esté trabajando en un estudio americano!”, pero a lo largo de su carrera siempre ha tenido una conexión con Hollywood. ¿No comenzó como ayudante de Rex Ingram en Francia en 1925?

R: Sí, es completamente cierto. Pasé el fin de semana con Walter Strohm, que solía ser director de estudio en Culver City y MGM. Él y yo nos unimos a Rex Ingram en 1925. Me estuvo poniendo al día sobre lo que había sucedido en esos cincuenta fabulosos años intermedios. No nos habíamos visto desde aquellos primeros días, pero teníamos cientos de conocidos en común. Cuando volví a Inglaterra, estaba decidido a entrar en las películas británicas y hacer grandes filmes británicos, pero después de que hice The Edge of the World (1937) recibí una acogida tan mala… Nadie quería saber nada de la película. Las únicas personas que realmente la alabaron (aparte de un crítico inglés llamado George Atkinson —siempre le recordaré con gratitud—) fueron los americanos. Los críticos de cine estadounidenses la eligieron como la mejor película extranjera del año. Así que pensé que iría a Hollywood. Tenía muchos amigos allí de los tiempos de Rex Ingram y Ben-Hur. De hecho, tenía un trabajo esperándome en MGM. Luego mi agente, Christopher Mann, le pidió a Alexander Korda que viera The Edge of the World. Aunque no tenía mucho dinero en ese momento, me dio un contrato de un año sin saber muy bien qué podía hacer yo por él, solo para mantenerme en el país. Siempre lo recordaré.

P: ¿No dirigió El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1940) en América?

R: No. La gente se equivocó con eso. Sabíamos que la guerra venía, pero no cuándo, por supuesto. Alex ya le había prometido a Churchill que, en cuanto se declarara la guerra, todos los técnicos de primera que estaban trabajando en El ladrón de Bagdad se pondrían inmediatamente manos a la obra, bajo la dirección de Ian Dalrymple —que era un muy buen montador además de productor—, para hacer la primera película propagandística de la guerra, que fue El león tiene alas (The Lion Has Wings, Adrian Brunel, Brian Desmond Hurst, Michael Powell y Alexander Korda, 1939).

Cuando se declaró la guerra yo estaba trabajando en las secuencias de la alfombra voladora con Sabu. Eso fue el domingo. El lunes ya estaba filmando en la RAF. Estábamos volando sobre la barrera de globos y bajando a Mildenhall, que era una base de bombarderos, así que pude filmar su salida en la primera incursión aérea de la guerra hacia Kiel. Otros se hicieron cargo de varias partes de El león tiene alas, de modo que el rodaje de El ladrón de Bagdad se detuvo completamente. Entonces Korda se llevó todo bajo el brazo, incluido Conrad Veidt y Sabu, sus hermanos, la producción entera, en realidad todo lo que quedaba: la gran escena en el Templo con el Ojo que todo lo ve, la Araña y las escenas del Gran Cañón. Todo eso se filmó aquí, en este estudio (es decir, en el sitio actual de Zoetrope). Se construyeron aquí y las rodaron Alex o Zolly Korda.

P: ¿Qué condujo a su colaboración con Emeric Pressburger y quién hacía qué?

R: Emeric era el guionista y yo el director. Solo nos llamábamos productores para evitar que otros se llamaran productores. Korda nos presentó. Emeric era guionista contratado por Korda y yo director contratado. Cuando Korda e Irving Asher, el productor, decidieron hacer El espía negro (The Spy in Black, 1939) con Conrad Veidt y Valerie Hobson, trajeron a Emeric para reescribir el guion porque el papel de Veidt no era lo suficientemente bueno. A mí me apartaron del contrato que tenía con Korda para dirigirla y obtuvimos un gran éxito. Se estrenó durante la primera semana de la guerra y fue un éxito enorme… sobre un alemán heroico. Para entonces yo estaba trabajando en El león tiene alas, así que le dije a Emeric: “Siéntate, viejo gallo, y escribe un original —Espías en el mar (Contraband, 1940), con Conrad Veidt y Valerie Hobson— porque parece que el negocio del cine se está viniendo abajo, así que antes hagamos otra película”. Resultó ser la primera de cientos durante la guerra.

P: Hay una escena en Espías en el mar que me intriga. Hacia el final hay una pelea en un desván lleno de bustos de Chamberlain. Cuando un personaje deja inconsciente a otro con uno de los bustos, dice la frase: “El viejo aún tiene algo de lucha en él”. ¿No era esa la época en que Chamberlain había dejado de ser primer ministro?

R: No, aún estaba en el cargo. Cuando cayó Francia, Chamberlain salió y Churchill entró. Pero, en ese momento, Churchill era Primer Lord del Almirantazgo y Chamberlain seguía siendo primer ministro. Aunque, por supuesto, ya era el hazmerreír de los nazis y de su propio pueblo.

P: Noto influencia estadounidense incluso en sus películas británicas. En Vida y muerte del Coronel Blimp (The Life and Death of Colonel Blimp, 1943) aparece el soldado negro estadounidense de la Primera Guerra Mundial, está John Sweet en Un cuento de Canterbury (A Canterbury Tale, 1944) y, por supuesto, la alianza romántica final entre británico y estadounidense en A vida o muerte.

R: Seguíamos una vaga línea propagandística dictada por el Ministerio de Información pero, como dices, siempre he tenido esta conexión con Hollywood, porque allí siempre había gente a la que había conocido cuando éramos muy jóvenes o de la que sabía. Teníamos amigos comunes, como cuando William Wyler vino por primera vez a Inglaterra para hacer una o dos películas propagandísticas para el esfuerzo bélico. Siempre he creído firmemente que Londres y Hollywood deben estar en contacto estrecho. Hollywood necesita desesperadamente una industria próspera en Londres, por todos los actores, talentos, escritores. Necesitamos un intercambio de talento constantemente, y es muy malo para el negocio que todo esté concentrado en Hollywood, como ocurre ahora, con solo una o dos películas haciéndose en Londres. Está desequilibrado.

P: ¿Cuál es exactamente su papel actual como asesor creativo?

R: Intervengo en casi todo. Se pide mi consejo. No tienen por qué seguirlo. A menudo Francis me pide opinión sobre secuencias y rushes, incluso durante el rodaje. También hablamos de otras películas que van a hacerse aquí. Se escriben guiones; yo los leo y doy mi opinión. Hay mucho que hacer. Estoy bastante ocupado. ¡Encuentro que es más ajetreado aconsejar que hacer una película!

P: Su proyecto especial es la Trilogía de Terramar de Ursula Le Guin. ¿Qué le atrajo de ese proyecto?

R: Hace diez años, el primer libro de esta trilogía —A Wizard of Earthsea— fue publicado por Puffin en Inglaterra. Recibió una crítica fabulosa en el Times Literary Supplement. Me gustó cómo sonaba y fui inmediatamente a comprarlo. Lo leí y no podía creer que una obra tan distinguida la publicara Puffin. No es nada en contra de Puffin, pero Puffin es para niños, y esto no es en absoluto solo para niños. Es para todo el mundo. Así que escribí una carta diciendo: “¡Es magnífico!” “¿Quién es usted?” “¿Quién hizo el mapa?” y “¿Por qué le publica Puffin?”. Esto inició una correspondencia que duró diez años. Ella publicó dos libros más de la trilogía. Cada uno era tan bueno como el anterior. Así que poco a poco, cuando abandoné la idea de hacer La tempestad en Inglaterra —porque la gente decía: “¡Cristo! ¡Ahora quiere hacer La tempestad! Es un buen guion, pero ya sabes cómo es Micky Powell y nunca sabes dónde acabará”—, empecé a esbozar un guion de la trilogía de Ursula Le Guin. Tras hacer algunas secuencias reuní coraje y se las envié. Ella quedó encantada. Le dije: “En ese caso, hagamos el guion juntos”. Lo hemos hecho así por correspondencia. Solo nos hemos visto dos veces, una en San Francisco y otra en Portland, Oregón, donde vive. Ha sido una colaboración muy feliz y continúa siéndolo.

P: A lo largo de su carrera ha tenido colaboraciones fructíferas con actores, Conrad Veidt, Anton Walbrook, Pamela Brown, Esmond Knight y, por supuesto, la mejor interpretación de Wendy Hiller en Sé a dónde voy (I Know Where I’m Going!, 1945).

R: Me encanta trabajar con buenos actores. Si confías realmente el uno en el otro, es un verdadero proceso creativo lo que sucede entre ambos. Es como la maravillosa relación que Scorsese está cultivando con Robert De Niro. Ahora entienden hasta el más mínimo pensamiento del otro. Eso da un apoyo maravilloso en la pantalla, no solo en la vida. Esmond Knight era un viejo amigo y yo sabía qué actor tan versátil era. Los demás solo lo conocían como un apuesto galán.

P: Encuentro en sus películas británicas una crítica interesante a las instituciones y a la insularidad británicas, especialmente en Coronel Blimp. ¿Cómo surgió la idea de esta película?

R: Fue por la película anterior —One of Our Aircraft Is Missing, 1942—. En ella Godfrey Tearle interpretaba a un viejo artillero, basado en Arnold Wilson, que se había perdido pero decía: “Voy a luchar esta guerra y no voy a esconderme detrás del cuerpo de hombres jóvenes”. Tenía una escena con el piloto (Hugh Burden) en la que hablaban de las chicas (una de ellas era Pamela) y decía: “Sabes, eres muy parecido a como era yo de joven, y serás como yo cuando seas viejo”. El joven le decía: “¿Se encuentra bien, George?”. Esa escena se cortó de la película. Caía en un momento incómodo y era un poco larga. Pero Emeric me dijo después: “Hagamos una película sobre esa idea”: el joven que no puede entender de qué hablaba el viejo y el viejo que recuerda cómo era de joven.

P: Ahora hemos visto la versión completa en Inglaterra, especialmente la escena inicial de confrontación (debidamente restaurada) entre el joven oficial de James McKechnie y el Blimp de Roger Livesey.

R: Él dice todo tipo de cosas insultantes y el viejo Blimp responde: “¿Cómo demonios puedes saber cómo era yo hace cuarenta años?”. Luego volvemos atrás y vemos que él era igual de fogoso, solo que el Ministerio de Guerra lo frenó o él decidió asentarse para ser un muy buen soldado. La versión completa es una película totalmente distinta, porque era esencial oír la incomprensión del joven y luego volver atrás para revivir la vida del anciano. Emeric Pressburger y yo debemos eso a la BBC y al BFI, que se unieron y decidieron reconstuirla.

P: Hay una notable escena eliminada originalmente entre Blimp y un soldado sudafricano en la Primera Guerra Mundial. Este último cree en torturar a los alemanes capturados para obtener información, mientras que Blimp mantiene aún el anacrónico sentido británico del fair play.

R: Era una buena secuencia que después se cortó completamente. El actor era Reginald Tate, que había interpretado a Rochester en la versión teatral de Jane Eyre justo antes.

P: Para una película de su época, era adelantado reconocer que Gran Bretaña quizá debía recurrir a métodos poco ortodoxos para sobrevivir.

R: Por supuesto. Queríamos que fuese contundente. No la cortaron en ese momento, solo fue criticada. El Ministerio de Guerra estaba escandalizado.

P: ¿Churchill no intentó suprimir la película entera?

R: Eso fue porque el viejo Grigg, del Ministerio de Guerra, estaba armando tanto alboroto… “¡Está desacreditando al Ejército!”. No creo que Churchill leyera jamás el guion.

P: Aunque no la he visto en más de diez años, Los invasores me pareció tener cierto grado de complejidad.

R: No realmente. Es una idea muy simple, como en Diez negritos.

P: Como película de propaganda parece sencilla, pero acabo admirando al oficial alemán de Eric Portman. Llega a Estados Unidos, pero lo devuelven a territorio británico por medios muy injustos. Hay personajes que supuestamente representan lo mejor de los ideales aliados, pero los encuentro difíciles de creer: el francés canadiense antipático de Olivier, el débil Huttie de Walbrook y el inglés bobo de Leslie Howard. En un momento, un personaje alemán critica a este último por haber escapado a Canadá para evitar el servicio militar. En ningún momento de la película se refuta esto. Bueno, ¿y qué? Las personas son complejas. No son solo blancas o negras. Es extraordinario para una película de su época, cuando los alemanes solían representarse de negro absoluto en todas partes.

R: Es ciertamente notable en el sentido de que ambos éramos personas muy civilizadas. Pensábamos —y aún pensamos— que la mejor propaganda es la propaganda insidiosa. Nadie cree la propaganda en blanco y negro.

P: Creo que una vez describió Un cuento de Canterbury como una cruzada contra el materialismo.

R: Uno de los temas de la historia era ese. Emeric dijo: “¿Por qué no hacemos una película sobre los ideales por los que luchamos?”. Obviamente, uno de los personajes más interesantes en esa discusión es el materialista completo interpretado por Dennis Price.

P: En el clímax llega a tocar el órgano en la catedral de Canterbury.

R: Sí, pero solo es uno de los peregrinos. Todos obtienen su deseo. La chica encuentra a su joven, al que creía muerto. John Sweet se entera de que su prometida se ha ido a Australia con el WAC. Dennis Price toca el órgano antes de marcharse al extranjero y probablemente morir. Todos obtienen su deseo excepto el señor Culpepper.

P: Encuentro que los tres peregrinos que logran su deseo están aprendiendo. Tienen tradiciones detrás, como Dennis Price, que quiere tocar el órgano adecuadamente. El americano está interesado en el patrimonio inglés. Eric Portman también venera Inglaterra, pero su otro lado es “El Hombre del Pegamento”, echando pegamento sobre chicas inglesas para evitar que confraternicen con los americanos.

R: El problema con un hombre así es que es un solitario. Si tuviera esposa, ella le habría dicho que dejara de ser tan tonto y le habría quitado el pegamento. Pero es un inglés típico en ese sentido. Traté de indicar eso por las cosas que le interesaban. En su habitación se ven escenas de montañismo y senderismo, cosas que haces solo. Así que un tipo solitario termina un poco chiflado a veces… monomaníaco.

P: Las escenas iniciales del halcón transformándose en un avión y el halconero en soldado para mostrar abruptamente el paso del tiempo parecen muy reminiscente de lo que hace Kubrick con el hueso en la secuencia del Amanecer del hombre de 2001.

R: Otros me lo han señalado. Siempre nos prestamos ideas unos a otros. Martin Scorsese siempre dice que tomó esto o aquello de El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960) o Las zapatillas rojas.

P: ¿Qué intención básica tenía al hacer A vida o muerte?

R: El Ministerio de Información nos pidió hacer una película sobre las relaciones angloamericanas. Dijeron que mientras perdíamos la guerra las relaciones iban muy bien, pero cuando empezamos a ganar juntos comenzaron a deteriorarse un poco. La gente empezó a criticarse mutuamente. Recuerdas algunas de las cosas que dijo el general Patton. Así que sugirieron hacer algo divertido e ingenioso sobre las relaciones entre americanos y británicos. Toda la película se basa en eso. Todos los personajes apuntan hacia ese fin. El hombre que no muere se enamora de una chica americana cuando debería haber ingresado en el cielo. A partir de ahí, es una lucha en la tierra y en el cielo por el amor y la felicidad de estas dos personas: una idea bastante simple, pero grande. Me gustó muchísimo. Es mi favorita de todas mis películas. Pero no creo que pudiera haber hecho una fantasía sin más. Por eso entró todo el material milagroso. Lo tomé de doctores que habían estado en la guerra y habían visto todas las lesiones cerebrales que ocurrían a su alrededor.

P: ¿Por qué hizo las escenas del cielo en blanco y negro y las inglesas en color?

R: Pensamos que debían oponerse entre sí. Parecía bastante obvio. Fue idea de Emeric que una fuera en blanco y negro y la otra en color. Luego pareció natural que el mundo que todos conocen fuera en color, y el que no conocen, en blanco y negro. Como los ángeles iban a tener alas blancas de todos modos, estaría bien. Todo encajaba.

P: ¿Había una crítica a la insularidad y al imperialismo británicos, junto con los temas de represión sexual, en Narciso negro (Black Narcissus, 1947)?

R: No realmente. Algo de eso estaba en el libro, y admirábamos mucho el libro. Fue una de las pocas películas que hicimos basadas en un libro, el de Rumer Godden. Estaba muy equilibrado respecto a los indios y los británicos, como El río (Le fleuve, 1951), de Renoir.

P: ¿Las monjas no estaban destruidas no solo por sus defectos personales, sino por la naturaleza del entorno?

R: Era por el entorno especial. Eran obviamente exitosas abajo, en Calcuta, donde estaba el convento madre. Pero cuando las pusieron en aquel extraordinario palacio ventoso fue demasiado para ellas: la atmósfera, la soledad y, como dicen, el viento. Y, por supuesto, Deborah en su gran escena, cuando describe a David Farrar y Kathleen Byron cómo tuvo un amante en Irlanda y él se fue. Fue porque estaba tan avergonzada de ser abandonada que se hizo monja.

P: Noto que, a diferencia de Hitchcock, como director parece fascinado por las mujeres pelirrojas en sus películas: Kathleen Byron, Pamela Brown, Maxine Audley y Moira Shearer, por nombrar algunas.

R: Me gusta mucho el pelo rojo. Suele ir con temperamento rápido y una piel preciosa.

P: Corazón salvaje (Gone to Earth, 1950) fue una coproducción con David Selznick.

R: Lo fue. Curiosamente, voy a cenar con Jennifer Jones esta semana.

P: Una obra de referencia menciona narración por Joseph Cotten.

R: Había algo de narración en la versión americana —la versión de Selznick— pero no en la nuestra. Era un poco distinta de la de Selznick. Él rodó algunas escenas adicionales, dirigidas por Rouben Mamoulian. Él me habló de ellas y dijo que no eran cambios muy importantes.

P: ¿El papel de Jennifer Jones era similar a su imagen en Duelo al sol (Duel in the Sun, King Vidor, 1946)?

R: No, era un papel mucho más conmovedor. Era una chica muy simple, casi infantil. Esmond Knight interpretaba a su padre, un fabricante de ataúdes. Era una auténtica chica rural de Shropshire, muy simple y atractiva. Se casa con el párroco y huye con el terrateniente.

P: ¿Era este un proyecto que usted quería hacer?

R: No. Pero muchos cineastas ingleses estaban interesados en Mary Webb. En un momento iban a hacer una película de Precious Bane, que fue un gran éxito de ventas. Robert Donat iba a protagonizarla, pero por la guerra no se hizo. Korda había comprado los derechos del libro de Mary Webb y nos preguntó si queríamos hacer uno de ellos. Toda la familia de mi madre viene de Worcestershire y Shropshire (la de mi padre es de las Marcas Galesas), así que me interesaba mucho hacerlo porque conocía a la gente, el país, las voces. Era una muy buena historia, aunque algo melodramática. Down to Earth [sic] fue nuestra película más popular en Francia hasta ese momento, donde se tituló Le RenardeLa zorra— y sigue siéndolo.

P: ¿Quedó satisfecho con la versión final?

R: Sí, pensé que era una película preciosa. Si quieres criticarla, era un poco prolija. Es un tema simple. No había mucha complicación excepto “¿Huirá con el terrateniente?” y “¿Huirá del terrateniente al párroco?”. Eso era todo. Así que hice una película espléndida, con maravillosas escenas de caza. Recreé el país de mi infancia, con todos los caballos, perros, carretas, coches de caballos y el tipo de gente que yo conocía de niño.

P: Encuentro que la crítica británica, especialmente el periodismo, siente sospechas hacia el uso operístico del cine. Cualquier cosa altamente visual y colorida que no pueda ajustarse a los cánones del buen gusto, la narrativa lineal y el control discreto se considera de “mal gusto”. Es un estigma aplicado injustamente a sus películas, especialmente a Las zapatillas rojas, Los cuentos de Hoffmann (Tales of Hoffmann,1951) y Oh Rosalinda! (1955), que se basan en efectos operísticos.

R: Sí, es cierto. Por supuesto, siempre pueden criticar mi gusto. No me importa.

P: Las zapatillas rojas fue considerablemente exitosa en su época.

R: La película se pasó bastante del presupuesto porque no nos dimos cuenta de que, cuando tuviéramos una compañía de ballet, tendríamos que verla a menudo a lo largo de la historia, porque todo trata sobre un ballet. Así que descubrimos que la usábamos casi todos los días para escenas y ensayos. Esto nos hizo superar nuestro presupuesto original para la parte de danza, pero seguía siendo la película más comercialmente exitosa que hicimos.

P: ¿Fue Los cuentos de Hoffmann un proyecto difícil de poner en marcha?

R: No demasiado, porque no estábamos muy satisfechos con las películas que habíamos hecho con Korda hasta ese momento. Era la segunda vez que trabajábamos con él después de la guerra y no había salido del todo bien. No podíamos ponernos de acuerdo sobre un tema. Thomas Beecham, que disfrutó trabajando con nosotros en Las zapatillas rojas, nos pidió que fuéramos a verle y sugirió hacer una ópera, Los cuentos de Hoffmann. Nos gustó la idea y, cuando se la sugerimos a Korda, él consultó con una o dos personas y todos estaban entusiasmados. Korda nunca había visto la ópera. Así que fue una película muy feliz porque todos acordaron hacerla. Reunimos a todo el viejo equipo de Las zapatillas rojas —Helpmann, Massine y Moira— y nos pusimos a trabajar. Fue una película muy feliz y se hizo rápidamente. Trabajamos un tiempo con Sir Thomas en el montaje y la organización de la partitura. No era música nueva, pero los temas tenían que desarrollarse un poco de manera distinta para la apertura —el ballet de “La libélula” y cosas así—. Cuando lo tuvimos todo bien en el piano, Sir Thomas hizo la orquestación y grabamos la película con voces seleccionadas. Se eligieron para que se parecieran a los actores, actrices y bailarines que interpretaban los papeles. Luego se rodó toda la película sobre la reproducción sonora. Solo llevó unos cuarenta y cinco días y fue lo que yo llamo una “película compuesta”. Lo que se había hecho antes —y siempre pensé que era una buena idea— fue una película llamada The Robber Symphony (1936), en la que Friedrich Feher escribió la música, la grabó y luego hizo una película adaptada a esa música. Dije: “Esta debe ser la única forma de hacer una ópera: así que grabémosla con cantantes y mayormente con bailarines, y luego tendremos una película maravillosa”. En efecto, así fue. Tuvimos la primera noche en América en la Metropolitan Opera.

P: Esto recuerda mucho a los directores del cine mudo que tenían una orquesta en el plató para inspirar a los actores.

R: Sí. Me remonto mucho. Trabajé con grandes directores que tenían su cuarteto musical en el plató, como Rex Ingram. La primera película en la que trabajé —Mare Nostrum (1926)— tenía un tema que sonaba continuamente, “La serenata a Shelley”.

P: ¿Su idea con Oh Rosalinda! era hacer una versión popular de una ópera, con atractivo general, usando estrellas de la época?

R: Fue idea de Emeric. Las chicas eran muy buenas. Mel Ferrer era un buen comediante. Me gustaba la idea, pero creo que la forzamos demasiado. Se volvió un poco complicada y no lo suficientemente simple.

P: Encontré problemas de sincronización con la música.

R: Sí. Una opereta es algo muy complicado de producir, mucho más que una ópera. Es difícil convertirla en película porque el argumento es estúpido —intencionadamente estúpido— y uno no suele buscar un argumento estúpido para una película. A veces te cae encima, pero no deberías procurarlo. Una opereta necesita excusas para malentendidos, como una farsa: números ligeros y vistosos, todos pasándolo bien. No está al mismo nivel que una buena película.

P: La obsesión y la creatividad vinculan a muchos de sus personajes —Anton Walbrook en Las zapatillas rojas y Hoffmann, y Mark Lewis en El fotógrafo del pánico.

R: Todos los artistas son más o menos obsesivos. Son más interesantes así, y obsesivos.

P: ¿Qué le llevó a hacer El fotógrafo del pánico?

R: Me puse en contacto con Leo Marks porque había oído que había hecho una escena muy ingeniosa con un criptograma para Agente secreto SZ (Carve Her Name with Pride, Lewis Gilbert, 1958). Esto fue justo después de mi separación de Emeric Pressburger. Primero sugirió la historia de un agente doble que traiciona a ambos bandos, pero le dije que no quería…