Para muchos, la novela Palinuro de México, de Fernando del Paso (ganador del Premio Cervantes en 2015), es el más claro ejemplo de la influencia surrealista en la narrativa hispanoamericana.
En este artículo intentaremos explicar por qué se piensa esto.
- Algunos comentarios acerca de la narrativa del posboom
El 28 de noviembre de 1985, en una entrevista realizada por Mempo Giardinelli para el diario Tiempo Argentino -entrevista que, llamativamente, se publicó con el título "Se acabó el Boom. Vamos a contar la vida cotidiana"-, Antonio Skármeta invitaba a los narradores a dejar de lado el experimentalismo. Con el fin de poner límites a los desbordes del boom, el escritor chileno postulaba fortalecer la tensión y la intensidad dramáticas en el relato y retomar las formas consagradas de la narración. También llamaba a una convivencia acrítica y regocijada con las diversas manifestaciones de la cultura de masas, proponiendo, ingeniosamente, la incorporación del discurso de la novela rosa (y de otros géneros, hasta entonces, considerados menores) a cualquier proyecto literario. El resultado de este llamamiento fue una aún más profunda desconfianza hacia las formas crípticas o poéticas de la literatura de vanguardia, formas que serían retomadas solo a través de la parodia. Los planteos de Skármeta, en efecto, ponían en evidencia una tendencia que había comenzado con Manuel Puig y que continúa, con sus múltiples variantes, en buena parte de la narrativa actual.
Ahora bien, desde sus inicios, la novela moderna evidenció una batalla entre la tensión narrativa y su erosión, entre lo estrictamente diegético y lo antinarrativo. En cuanto a la novela hispanoamericana, podemos aseverar que hubo también una etapa crítico-reflexiva donde las prevenciones acerca del poder coagulante del relato abrieron un interrogante acerca de su debilitamiento o renovación. En relación con esto, podemos decir que, además de la experiencia de lo real maravilloso y del realismo mágico, hubo otras alternativas que se sumaron a la producción narrativa de Hispanoamérica, sobre todo, a partir de las décadas del sesenta y del setenta.
El entusiasmo con que la nouveau roman entronizó las palabras de Flaubert respecto de su deseo de escribir una obra sobre nada, casi sin tema, liberada de intriga y personajes, donde el sujeto fuera invisible y el texto se sostuviera por la fuerza interna del discurso, no prosperó del todo en nuestra América. Exceptuando ciertas tentativas aisladas de Antonio Di Benedetto ("El abandono y la pasividad", cuento incluido en Declinación y ángel, libro publicado en 1958) y Juan José Saer ( El limonero real, novela publicada en 1974), esta escuela -que ponía en jaque al realismo, de algún modo, hipertrofiándolo- solo influyó oblicuamente en la obra de Salvador Garmendia y Salvador Elizondo.
Por otra parte, el neobarroco cubano de origen lezamiano tuvo un importante desarrollo en las obras de Severo Sarduy y Reynaldo Arenas, pero sin trascender los límites de sus propios postulados.
En lo concerniente a los fines de este artículo, sí podemos hablar de otro tipo de tendencia, una tendencia basada en el cuestionamiento del lenguaje literario y de la realidad a la que este alude, pero desde los recursos expresivos que proporcionó en su momento el surrealismo. Estos textos se caracterizan por ofrecer una prosa lúdica y sonora, con juegos fónicos, quebrantamiento de las estructuras sintácticas y léxicas, yuxtaposiciones o elipsis que dan prueba de su fe rupturista. Palinuro de México (1978), la segunda novela de Fernando del Paso, sería un claro ejemplo de esto.
Esta novela constituye uno de los aportes más trascendentales de Fernando del Paso a la narrativa hispanoamericana, además de ser la obra en la que el autor manifiesta con mayor énfasis sus fuentes surrealistas. Todo en Palinuro de México es excesivo, pero nada es superfluo. Su extensión no responde a un abrumador caudal expresivo carente de sentido; por el contrario, es la medida escueta de una pieza literaria en la cual nada queda librado al azar. Cada una de sus páginas supone un ejercicio lúdico donde el rigor y la diversión se dan la mano, para conseguir el asombro del lector.
Palinuro de México propone una sucesión de rostros y facetas sorprendentes, tanto por su riqueza como por sus implicaciones. Por ejemplo, el densísimo contenido erótico dado a partir de la relación amorosa entre el binómico personaje Palinuro/Narrador y Estefanía; la apabullante lección de anatomía y patología médicas; la descripción minuciosa de una ciudad con carácter de gran personaje; el pastiche literario que va de Hawthorne a Galdós; la sátira despiadada del mundo publicitario; la Revolución Mexicana, la Europa central de la Primera Guerra Mundial, entre otros. Todo el libro persigue una escritura absoluta, aunque al mismo tiempo, y con extraordinaria lucidez, cuestiona la propia idea de totalidad. El resultado es una obra de gran poder narrativo y única por sus hallazgos.
En esta novela, se ha dicho, el humor aglutina su fragmentación episódica, especialmente en el trueque constante e inesperado entre el narrador y el protagonista denominado Palinuro (llamado así en clara alusión al piloto de la nave de Eneas). Pero el humor, como es sabido, tiene peculiaridades y matices cualitativos, como también antecedentes literarios. En ese sentido, el libro Palinuro de México está ostensiblemente influenciado por Rabelais y Sterne, como lo demuestran muchos de los juegos intertextuales. Baste recordar el capítulo 11, "Viaje de Palinuro por las Agencias de Publicidad y otras Islas Imaginarias" y el 12, cuyo título, "La erudición del primo Walter y las manzanas de Tristram Shandy", es por demás elocuente. El humor en esta obra llega a su clímax mediante la concurrencia de componentes de la estética surrealista, tales como lo absurdo, lo incongruente, lo fantástico-maravilloso y lo onírico. Aun así, vale destacar que la enorme influencia que ejerce el surrealismo en toda la novela es tan ostensible como la de Rabelais y Sterne y, me atrevería a decir que por los mismos motivos: citas, técnicas surrealistas (el juego de preguntas y respuestas aplicado al método Olenforf del capítulo 10), la versión delpasiana de la citadísima frase de Lautréamont, ("había tenido ocasión de asistir al encuentro casual del paraguas del primo Walter con la máquina de coser de Estefanía sobre la mesa de operaciones de Palinuro"), asumida y repetida por Breton para definir la belleza surrealista, y, sobre todo, por el expreso reconocimiento de Fernando del Paso a este movimiento, tal vez resumido en la siguiente frase: "Nadie aprende nunca lo que es mamá o el color verde hasta que no se aprende la palabra mamá y la palabra verde. La literatura comienza -al menos la clase de literatura que a mí me interesa- cuando decidimos mamá verde"[1].
Pero volvamos a lo que hemos convenido en llamar humor surrealista, tomando como ejemplo episodios de dos capítulos puntuales: el capítulo 6, " Sponsalia Platarum y el cuarto de la Plaza de Santo Domingo", y el capítulo 8, "La muerte de nuestro espejo". En el capítulo 6, el espacio-cuarto metafórico se transforma en un vehículo del espacio que se desplaza inmóvil, a la velocidad de la luz, en un presente eterno. Al regresar del viaje sideral, la "desgravitación" ocasiona repercusiones que afectan tanto a los objetos como a los amantes. La enumeración de estos insospechados efectos produce imágenes como las de la siguiente secuencia:
Los cuellos de las camisas, entonces, aterrizaron en las tazas. Los huevos fritos se desprendieron de las sartenes y navegaron por el aire como estrellas en explosión. La imagen del tío Esteban se separó de su retrato y se interpuso entre los dos en el momento en que íbamos a darnos un beso. Nos reímos y el caviar se escapó de nuestras bocas como burbujitas negras Las rayas de la piel de tigre que tenía colgada en la pared, se desprendieron de la piel y rodearon nuestros cuerpos y nos encarcelaron. Luego se desprendieron todos los motivos frutales de nuestra vajilla e hicimos el amor entre racimos de uvas diminutas y montañas de manzanas liliputienses Luego se desprendieron los lunares blancos de mi corbata azul y entonces hicimos el amor rodeados de lunas pequeñas con sabor a seda. Después se desprendieron todos los puntos de colores de un cuadro de Seurat y nos bañaron de confeti. Luego se desprendieron los encabezados y las noticias de los periódicos y las palabras de los libros, y se confundieron, y entonces nos amamos entre la muerte del Che Guevara en Vietnam y Madame Bovary cruzando el Atlántico en el Espíritu de San Luis.[2]
Hasta que al fin las cosas se cansaron y decidieron imponernos su voluntad de vivir. Recuerdo muy bien esa vez en que de pronto, a la mitad de una conversación de sobremesa, nos callamos al mismo tiempo como si hubiera pasado un ángel, y descubrimos en medio de la mesa un vaso que jamás habíamos visto. Con esto no quiero decirte que apareció de milagro, no: estaba allí desde la mañana, y antes de eso estaba en la alacena y mucho antes en la tienda donde lo compramos. Pero nunca lo habíamos visto. "¿Te fijaste? -me preguntó Estefanía-. Parece un vaso". "¿De dónde habrá venido?", le pregunté. "¿Qué querrá de nosotros?", dijo ella.
[...] Y así fue: un sábado, el vaso -o mejor dicho el cuchillo- se transformó en el párrafo de un libro -cuando menos de nombre-, y todas las otras cosas que teníamos en nuestro cuarto comenzaron también a transformarse. Pero no todas al mismo tiempo: una mañana, la alfombra era un paisaje por dos o tres horas, y luego recuperaba su identidad. Al medio día, el reloj de pared se transformó en un cometa inmóvil que a su vez se deshizo en un montoncito de cenizas encarnadas. Pero después, a las cinco de la tarde y como si nada hubiera pasado, el cucú sacó la cabeza y le dio cinco tarascadas al tiempo. Las sorpresas fueron desde ese día infinitas y sobrecogedoras: abríamos un cajón de la cómoda y estaba llena de Coca-Colas de seda con encajes de jarabe. A cambio de eso abríamos el horno y nos encontrábamos con el camisón de Estefanía a medio cocinar, sazonado con hojas de perejil y polvos de nylon. Nos asomábamos en la ventana y resultaba que vivíamos en el Polo Norte y que unos trabajadores construían un subterráneo submarino y subían a la superficie y traían en las manos esponjas de aluminio y pulpos de tallarín, y por sus espaldas subían unas burbujas de incienso amarillo. Las cosas llegaron a tal extremo que, en el baño, en lugar de toallas, nos encontrábamos espejos colgados a secar, y Estefanía, cada vez que se sentaba en el escusado, hacía una gran cantidad de flores: magnolias, amapolas, violetas, heliotropos y una lluvia de rosas amarillas y microscópicas que inundaban el cuarto de baño con un hedor insoportable. Íbamos al mercado, comprábamos nubes redondas y al llegar a la casa se transformaban en lágrimas. El samovar de plata era un samovar a las once y veintidós, y a las once y veintitrés era el casco de un centurión romano. Luego, en lo que tardábamos en estirar el brazo para alcanzar una copa, cambiaba diez veces de nombre. Luego mil. Luego un millón. Y no se detenían, de manera que cuando teníamos los objetos en la mano, seguían reverberando y ya no solo nuestro cuarto sino el universo entero se inundaba de palabras aladas: témpanos, gnomos, solsticios, tahúres, romanzas, espuelas en llamas que se transformaban, mansas, en puercos apaisados, y áncoras, septicemias, centellas de chocolate y tardes vestidas de grisú y terciopelo que se desagarraban en los colmillos verdes del césped.[3]
Las inusuales, metafóricas y hasta bromistas relaciones de los amantes con los objetos tienen, no obstante, su lado trágico en el episodio que relata la muerte del espejo, muerte que, simbólicamente, representa la de sus recuerdos y la de todas las imágenes familiares en él reflejadas; pero el tema que nos ocupa es el humor surrealista, y este humor, después de agotar todos sus recursos en los objetos, se ejercita a lo largo del libro, es decir, se constituye como elemento fundacional de una poética.
Antes de terminar, restaría añadir que, para muchos críticos, Palinuro de México es, además de un artefacto artístico de gran exuberancia narrativa, una novela política. De hecho, un examen de la extravagante creatividad verbal que reina en el texto revela que existen intersecciones entre la trama histórico-política y el tejido verbal-artístico. En particular, me atrevería a sugerir que el rasgo artístico central de la novela está al servicio de la representación ética y política de un evento central de la historia mexicana de la segunda mitad del siglo XX: la matanza de Tlatelolco, ocurrida la noche del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en México D. F. En el plano argumentativo, el episodio que mejor patentiza estas intersecciones es el capítulo 24 "Palinuro en la escalera o el arte de la comedia". La obra teatral que se intercala en este capítulo es la representación de la matanza de Tlatelolco y la posterior agonía y muerte de Palinuro. Transcribo, a continuación, la primera acotación:
(La realidad está allá, al fondo. La realidad es Palinuro, que comenzó arrastrándose en la Cueva de Caronte y nunca más se levantó. La realidad es Palinuro golpeado, en la escalera sucia. Es el burócrata, la portera, el médico borracho, el cartero, el policía, Estefanía y yo. El lugar que le corresponde a esta realidad es el segundo plano del escenario. Los sueños, los recuerdos, las ilusiones, las mentiras, los malos deseos y las imaginaciones, y junto con ellos los personajes de la Commedia dell' Arte: Arlequín, Scaramouche, Pierrot, Colombina, Pantalone, etc.; todo esto constituye la fantasía. Esta fantasía, que congela a la realidad, que la recrea, que se burla y se duele de ella y que la imita o la prefigura, no ocurre en el tiempo, solo en el espacio. Le corresponde el primer plano del escenario).[4][1] Fernando del Paso. Palinuro de México, Madrid, Alfaguara, 1978.
[2] Fernando del Paso. Óp. cit.
[3] Fernando del Paso. Óp. cit.
[4] Fernando del Paso. Óp. cit.
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