Mi viaje a India comenzó aquel mes de Junio de 1971 cuando empecé a trabajar con hindúes, horas, días, meses, años, muchos años empapándome, enamorándome de su idiosincrasia, de su cultura, su historia, su música, su forma de ver la vida y como no de su gastronomía. Pero mi primer contacto real con India fue en Marzo del año 2.000, cuando viajamos por primera vez al país de mis sueños.
Desde Zurich despegamos en un cómodo vuelo de la Swissair, del que se me quedará grabada la canción de Whitney Houston y Maria Carey “When you believe" como banda musical de aquella aventura, en el que compartíamos viaje con personas no sólo occidentales, sino con orientales prioritariamente del país que sería nuestro destino: sikhs (son fáciles de reconocer porque usan turbantes), hindúes, mujeres con Sari, musulmanes e incluso budistas.
Aterrizamos a media noche, después de muchísimas horas de viaje. Salimos del aeropuerto donde nos tenía que recoger la persona que enviaba nuestro anfitrión gran, importante y querido amigo, pero no vino nadie; esperamos y esperamos, mientras una sensación de humedad pegajosa impregnaba nuestros cuerpos. A pesar de la oscuridad, el calor se hacía sentir, o eran los nervios por estar prácticamente solos. Las personas con las que compartimos el vuelo habían ido desapareciendo.
Nosotros permanecíamos en la puerta, de pie durante una hora, o quizás fueron dos, en aquel lugar extraño, diferente, como perdidos con nuestras maletas esperando sin saber hasta cuando, sin entender qué ocurría, qué debíamos de hacer y cómo llegar a nuestro destino en Delhi. Sí, estábamos en India, sin nadie conocido, en medio de la noche e ignorando lo que se escondía en aquella profunda oscuridad, allí fuera del aeropuerto.
Nos dirigimos a un taxi, un mítico modelo Ambassador, cuyo conductor era de mediana edad, larga barba canosa y un turbante color crema, hablaba inglés con fluidez. Era atento, amable, siempre sonriente, sabiamos que era del Punjab; al darle la dirección de nuestro destino supimos que conocía a quien nos había invitado a visitar su país.
Sentados en el asiento de atrás, de la mano de mi marido, necesitaba su fuerza, su calor mientras vamos por las calles de Delhi; voy viendo pasar desde la ventanilla el nuevo mundo que me rodea, emocionada, inquieta e ilusionada, con los ojos abiertos como platos y el resto de los sentidos en alza, arropada por una inmensidad de luces, de tráfico, de ruidos, de olores, de imágenes que me llegaban y que yo intentaba asimilar en aquel clásico coche que me hacía sentir que era protagonista de una película de principios del pasado siglo.
Desde la seguridad del vehículo, miro por sus ventanas cada detalle que me dejan hipnotizada; como si todo lo que pasa por mis ojos, fuera mentira, fotogramas de una película de las mil y una noches.
Tráfico, mucho tráfico, negocios abiertos, gente, vidas, que se me asemejan repletas de historias, de alegrías, desdichas, pobreza y aceptación. Y soy consciente y me emociono al ser consciente de donde estoy, por lo que veo, por hacia donde nos dirigimos mientras la oscuridad de la noche se alegra con los saris multicolores de las mujeres que veo por las calles, por las risas que escucho al pasar, por la música que suena, por los aromas a curry y a sándalo, a humedad, a calle mojada y a olores indefinidos…..todo nos envolvía en una atmósfera casi mágica. Era Delhi.
Aquella gran ciudad, que desde las alturas observamos, como eternas lucecitas durante casi una hora sobrevolandola, no sólo es la capital de India, es caos, locura, negocios, mercados, un ir y venir de gente, aglomeración, pero también espiritualidad. Fue nuestra primera puerta, nuestra entrada en India. Ahí, en Delhi, comenzó nuestra gran aventura; unos días que nunca podremos olvidar, que quedan en nuestros corazones ésos momentos vividos y que llevamos el recuerdo impregnado en la memoria. Si cierro los ojos aún puedo ver, oler, oir, sentir India.
Oriundo del Norte de la India, donde unos días más tardes viajaríamos en tren, he de decir que quien lo prueba nunca olvida su delicado y único sabor, como si de un perfume se tratara cuyas notas principales las da el intenso, penetrante, dulce y ligeramente picante cardamomo. No hay que olvidar que es la especia aromática por excelencia de la cocina india.
Éste dulcísimo postre, el Rasmalai, es mucho más que un postre, es una sutil invitación para viajar gastronómicamente a ése gran país que me cautivó y descubrir su lado más dulce y delicioso.
¿Quieren saber cómo lo he preparado? Siempre pidiendo perdón a los entendidos, a los grandes cocineros de India y a las amas de casa hindúes por mi atrevimiento, ya que igual no es la receta original y verdadera. Pero me he guiado por mis recuerdos, mi memoria y mi propia intuición.
INGREDIENTES PARA DOS PERSONAS:
PARA LA SOPA DE LECHE:
Un vaso grande de leche entera, seis cucharadas soperas de leche condensada, veinte pistachos (ya pelados), diez almendras, dos cucharadas soperas de azúcar, semilla de ocho cardamomos.
PARA LAS BOLITAS (rasgulas de paneer):
100 grmos. de pistachos, dos cucharadas soperas de azúcar, un quesito blanco de leche de cabra (11 grms. aproximadamente), dos cucharadas soperas de maicena y dos cucharadas soperas de leche.
Para adornar dos o tres hebras de azafrán y una ramita de hierbabuena por comensal.
En primer lugar preparar las bolitas de pistachos, para ello, echar los pistachos en una picadora y a máxima potencia, pasarlas hasta conseguir un polvo lo más fino posible.
Mientras sacar las semillas de los cardamomos, echarla en un mortero y machacarlas de forma que queden lo más fina posible. Reservar.