Sin embargo, en este caso, la tensión dramática del teatro de Miller es reinterpretada por el director francés, Georges Lavaudant de una forma opuesta a las pretensiones iniciales de escritor norteamericano, pues la despoja del naturalismo que según él posee, para trasladarla a un estado puro que han intentado transmitir ya a través de las proyecciones, del puente o de los edificios de viviendas de los emigrantes de Brooklyn, que se arrojan sobre las paredes del escenario de la magnífica Sala Verde de los Teatros del Canal, que posibilitan disfrutar de los mejores alardes técnicos sobre el escenario. Artilugios técnicos y escenográficos aparte, lo que ha conseguido Lavaudantes desdibujar el teatro de Miller para dejarlo irreconocible, porque su anti naturalismo ha borrado las huellas del drama. En este sentido, Eduard Fernández no resulta creíble en ningún momento —incluso sufre atropellos en la dicción en algunos pasajes—, pues uno no acaba de ver esa tensión dramática que se le supone, ni tan siquiera en la ropa que lleva. La puesta en escena de su personaje adolece del mecanismo que, nos permita ver y sentir los celos o la ira, en algo más que algunos gestos de la propia acción. Asimismo, la elección del personaje del juez Alfiericomo narrador omnisciente de toda la trama, limita, sin lugar a dudas, el desarrollo y desenlace de la obra, que llega a su final herida de muerte por el incomprensible desenmascaramiento del relato. Dentro del naufragio siempre hay excepciones, y sin ninguna duda, la mejor sobre las tablas es la siempre efectiva Mercè Pons que, en el papel de Beatrice —esposa del estibador— introduce algo de cordura dramática y actoral entre tanta desavenencia. Algo parecido podemos decir de la impetuosidad de la joven Catherine —Marina Salas— o de Pep Ambròs, en el papel de Marco
Este drama, sustentado de una forma impostada en el tema de la inmigración cuando lo en verdad importante es la relación amorosa entre el tío y la sobrina, pues es la verdadera culpable de los problemas de conciencia de Eddie, y por ende, del resto del elenco de actores, se difumina entre bailes de candilejas y máscaras mal retiradas. La oscuridad, el miedo y la alta traición que conlleva la delación en sí misma, se trasponen a lo largo de los diálogos entre Eddie y Alfieri, lo que nos deja, cuando menos, fríos ante la desgracia y atónitos ante la gran ovación que acompañó a la obra al final de la representación. Eso, sin duda, es lo mejor del mundo del arte: la división de opiniones que, en los Teatros del Canal, convirtieron al anti naturalismo que borra las huellas del drama propuesto por Lavaudant, en una concatenación de buenismo incontrolado.
Ángel Silvelo Gabriel.