En el negocio musical las discográficas se han lanzado --finalmente-- a vender canciones sin soporte físico. Pero si lo hacen las discográficas ¿qué les impide hacerlo también a los fabricantes de móviles (Nokia), a los ISP (Telefónica) o a los fabricantes de hardware y software (Apple)? Mientras el negocio no acaba de definirse, está claro que la música se ha devaluado, no sólo en cuanto a precio, sino a su consideración como bien cultural: hoy día es una especie de anzuelo para atraer tráfico a los sitios web, igual que las fotos de chicas guapas o las noticias relacionadas con el sexo; un gancho más para colocar los servicios que el usuario/consumidor sí está dispuesto a pagar más caros (ancho de banda, entradas para espectáculos, tecnología de uso personal...). La música que se vende por Internet es, en muchos aspectos, una mutación funcional de la publicidad. En la práctica, para los compositores las alternativas están muy determinadas por la audiencia y el grado de fama alcanzado: los que empiezan regalan su música o pagan por editarla; los que ya conocen un éxito incipiente se plantean cobrar una cantidad simbólica/asequible; finalmente, los consagrados preparan el lanzamiento de sus propias tiendas on-line que inaugurarán la era de los compositores-intérpretes-agentes-distribuidores. Por el camino quedarán discográficas reconvertidas en agentes (dedicadas a difundir las obras de sus representados) y distribuidoras transformadas en mayordomos culturales (ofreciendo servicios añadidos a la compra de música: selección de artículos, búsqueda de rarezas, mantenimiento de suscripciones, trato preferente....). En la frase anterior sustituyamos la palabra discográficas por editoriales y música por literatura y veremos que el significado de la parábola encaja igual de bien.
¿Qué le impide a un Saramago, a un Zafón, a un Coetzee, montar su propia web y vender sus libros en exclusiva desde ella? Si ahora obtienen 2€ por cada libro que venden en las librerías a 20€, bastaría con que los pusieran a 4€ para sacar el doble de lo que ganan ahora; y el usuario/consumidor tan contento porque se ahorra 16€. Todos ganan (excepto los intermediarios). De todo este lío, lo único que saco en claro es que los creadores han trabajado para las editoriales en unas condiciones muy precarias, y de pronto llega la tecnología para ofrecerles (un poco de rebote, es cierto) la oportunidad --a unos pocos elegidos-- de reequilibrar la balanza, incluso de prescindir de ella.
Está claro que no queda bien regalar libros electrónicos; aunque sólo sea por ese atavismo que requiere un objeto físico para depositar en las manos. Únicamente por convencionalismo social, la música y la literatura seguirán vendiéndose enlatadas. El problema es saber qué habrá más allá de la tienda de regalos una vez se asiente este vendaval tecnológico...