Es increíble como a veces, con muy poco, un día normal, sin nada especial, un día incluso gris, puede darse la vuelta y dejarnos buen sabor de boca. A veces basta un simple detalle para olvidarnos de lo malo. Es como magia. Si tenemos suerte, por sorpresa, otra persona nos ayuda a arrancarnos esa sonrisa que se nos resistía. Pero, a veces, los demás no se percatan de que necesitamos un empujoncito, o no tienen tiempo, por lo que siempre viene bien cuidar de nosotros mismos.
No es cuestión de dinero. A veces lo más sencillo funciona: una llamada inesperada, un gesto cariñoso, o una palabra amable. Parar un rato, darse un baño caliente, tomar una copa de vino, escuchar una canción o disfrutar de cinco minutos de paseo. Sólo hay que saber apreciar el momento cuando llega.
Ayer a las siete de la tarde recibo el mensaje triunfante de una amiga del trabajo: se ha ido a su hora de la oficina y piensa seguir haciéndolo a partir de hoy. La felicito y animo de corazón. Una pequeña victoria. Una batalla ganada. Algo importante. Algo que celebrar.
Hoy me he comprado unas flores. Por primera vez en mi vida, me he comprado flores a mí misma. Iba corriendo como siempre, de recado en recado y sin tiempo a nada. Al ver la floristería me he parado en seco. No lo he dudado: mi día pedía a gritos un toque de color. Mi mañana acababa de cambiar por completo. Ya tenía algo bonito que contar.
Lo que necesitamos depende de cada uno y de cada momento. Pero hay cosas que siempre funcionan. Yo lo tengo claro: mi mayor fuente de pequeñas y grandes alegrías son las tres personitas más graciosas que conozco. No importan las noches sin dormir, el cansancio o las rabietas. No importan los líos del trabajo, las facturas o los atascos. Nunca falla. Lo olvido todo con un abrazo y las palabras mágicas “Mamá, te quiero hasta el infinito y más allá”.