María López Baeza, mi abuela, hacia 1910
Corría el verano de 1930, el calor seco típico de Madrid caía a plomo sobre la ciudad de manera que los pocos madrileños pudientes que había escapaban a la sierra o a la costa, pero a la mayoría no le quedaba más remedio que aguantar a base de tragos de botijo. Aquel Madrid todavía se parecía al de la zarzuela “Agua, Azucarillos y Aguardiente”. Con apenas un millón de habitantes y las dimensiones a la medida de las personas, con la Gran Vía todavía inacabada, con tranvías “cangrejo”, un metro en plena infancia y pocos coches. Con personajes curiosos, locos conocidos – hoy los dementes son anónimos -, policías con quepis o casco colonial, modistillas, obreros con gorra de visera y amplias camisolas grises, caballeros con bombín y capa española. Un Madrid ya hace mucho perdido en el tiempo.
Vientos de cambio soplaban por España que asistía a los momentos finales del reinado de Alfonso XIII en una sociedad polarizada entre muchos pobres, pocos ricos y una débil clase media entre ellos. Mucha religión y mucha tradición por un lado y mucho anticlericalismo y ganas de revolución por el otro.
Gobernaba entonces en España el general Dámaso Berenguer, el del famoso artículo de Ortega y Gasset “El error Berenguer” que terminaba con la frase “Delenda est monarchia” (1), que tenía el encargo de restaurar la constitución de 1876 después de la dictadura de Primo de Rivera pero que se quedó a medio camino, sin contentar ni a tirios ni a troyanos, en lo que la oposición democrática denominó la “dictablanda” de Berenguer.
En medio de esta situación política el papel de la mujer era secundario. Todavía no se había producido uno de los hechos sociales más importantes de las últimas décadas: la incorporación de la mujer al mundo del trabajo y la mayor igualdad entre los hombres y mujeres política y socialmente.
La mujer no tenía derecho al voto, un derecho que trajo la República. Respecto del trabajo, sólo podían ejercer – siempre que no estuvieran casadas - como maestras, enfermeras, modistas, dependientas, amas de casa y poco más. Había algunas intrépidas que se aventuraban a ir a la universidad a estudiar medicina, filosofía o literatura, pero eran una minoría que chocaba con mucha incomprensión y discriminación o, en el mejor de los casos, eran consideradas como una extravagancia o rareza.
Pero es que hasta en las cosas más simples había discriminación, no podían ir de viaje sin su marido o padre, ni siquiera ir al cine solas o entrar en una cafetería o fumar sin que fueran tachadas de mujeres de vida alegre o cosas peores.
En aquel momento en el hogar de mis abuelos paternos se vivía un drama repetido en muchos hogares de aquel entonces. Su hijo pequeño Antonio – que en el futuro sería mi padre - estaba pasando el sarampión. Era dramático porque de eso los niños entonces morían, ya habían perdido dos hijos, Juan Elías y Carlos, de unas fiebres similares. Así que de cuatro niños que había parido mi abuela María, sólo le quedaban dos, y tenía mucho miedo de perder a su pequeño de cuatro años (2).
María no se había separado en ningún momento de su niño y había seguido todos los consejos que le había dado su médico de toda la vida, Don Arsenio, que en aquel tiempo todavía era joven, debía estar en torno a los treinta. Antes de él, fue el médico familiar otro Don Arsenio, su padre, pero ya había pasado a mejor vida. Este segundo Don Arsenio también fue mi médico durante mi infancia, pero el recuerdo que tengo es de un señor muy mayor con dedos fríos y estetoscopio más frío todavía.
Ya había pasado lo peor y María estaba más tranquila, la fiebre había remitido y ya se había aventurado a ir al mercado y a dejar al pequeño al cuidado de su marido Elías. Aquella mañana se hallaba haciendo las labores de casa, su marido había salido muy temprano al trabajo y su hijo mayor, Rafael, estaba en el cole, el pequeño Antonio todavía no había despertado de los sopores y agotamiento de la fiebre.
De pronto un grito de Antonio le desagarró el corazón, se llegó hasta el dormitorio corriendo. El niño gritaba, “no puedo ver mamá”. El pobre tenía los ojos soldados por las legañas de la fiebre, se había formado una costra y no podía separar los párpados.
Lo tranquilizó como pudo, se tranquilizó a si misma en la medida de lo posible. Vistió al niño y se fue corriendo a casa de D. Arsenio a sabiendas de que aquellas horas no tenía consulta. Así recorrió corriendo y llorando, con el niño en brazos, la distancia que hay desde la calle de la Libertad, en el número 7, – que eran donde vivían – y la calle del Piamonte número 6 – que era donde vivía el médico-. No era más de un kilómetro pero María llegó sin aliento. La recibió la madre de D. Arsenio, que era su enfermera y su guardián, y hubiera pasado por encima de su cadáver, de poco sirvieron las excusas de la señora de que fuera a hora de consulta, Don Arsenio acabó atendiéndola con el batín puesto.
Lo primero que hizo D. Arsenio fue reconvenir a María por no haberle limpiado los ojos con frecuencia. “Lo hice” – contestó mi abuela entre lloros – “pues no lo suficiente”. El médico intentó quitarle la costra con una solución salina que él mismo preparó, pero no consiguió demasiado, el niño tenía los párpados tremendamente soldados. Al cabo de un rato desistió.
“Podemos llevarle al cirujano pero puede hacerle una escabechina para algo que podría arreglarse de otro modo, pero cuesta dinero y tiempo lo que voy a proponerle” – dijo Don Arsenio.
“Lo que sea necesario, usted cuente y yo ya veré la manera de hacerlo” – contestó mi abuela.
“Creo que lo mejor sería que hiciera unos baños de mar, sumergiera la cabeza y a ver si consiguiera abrirlos él mismo”.
“Pero el mar está muy lejos y hay mucha costa. ¿Adónde le llevaría usted?”
“Bueno yo veraneo en El Pinet, en Alicante, de hecho mi madre y yo nos vamos en unos días, allí las aguas son cálidas y muy medicinales. Si pudiera llevarlo allí estaría bien. El agua de mar obra milagros”
“¿Y cómo se va hasta allí?” – preguntó María – “en tren y luego en taxi u ómnibus” – contestó el médico.
De vuelta a casa María iba tomando decisiones. Dijera lo que dijera su marido, ella iba a llevar a su hijo hasta Alicante, bueno a los dos, pues no podía dejar a Rafael sólo en casa. Su marido querría acompañarla pero no lo dejaría, no podían permitirse una pérdida de los jornales que Elías llevaba a casa. Tendría una discusión con su marido pues no le gustaría que su mujer fuera sola a un viaje tan largo, ¡qué dirían los vecinos!.
Mandó recado a la chocolatería en la que trabajaba Elías y éste se presentó en un santiamén. “¿Pero cómo vas a ir tu sola?”, fue la primera vez que oyó esta pregunta. A pesar de las reticencias de Elías y del problema económico que representaba el viajecito, compró tres billetes de tercera en la estación de Atocha y esa misma noche, en el tren nocturno, salieron los dos niños y ella hacia Alicante. Los vecinos con los que habló le advirtieron de que no fuera sola, que no era misión para una mujer, que tendría encima un montón de dinero y sería víctima de algún desaprensivo, pero ella no hizo caso, ni que fuera tonta.
¿Pero cómo va usted sola y hasta Alicante? – le dijeron los compañeros de viaje, estaba visto que no la iban a dejar en paz - ¿y no ha podido venir con usted su marido? – “pues miré usted no, si no estaría aquí”. Al menos recibió el apoyo y comprensión de otras señoras diciéndole que era muy valiente. “Yo por mi hijo haría lo mismo”.
Gracias a Dios no sólo recibió comentarios impertinentes, también le dieron consejos prácticos. Así se enteró de que el autocar de Torrevieja que pasaba por El Pinet no salía hasta la tarde, por lo tanto - ya que ellos llegaban a primera hora de la mañana- era más práctico, aunque bastante más caro, contratar un taxi. Incluso le salió un compañero de viaje, un estudiante, que ayudaría a pagar el viaje.
También le dijeron que el viaje ahora era peligroso, que había un bandido – no recuerdo el nombre pero tenía un apodo muy sonoro algo así como el “Garnacho” – que asaltaba los coches que pasaban por las carreteras de las provincias de Alicante y Murcia, y que una señora indefensa podría ser una víctima fácil de sus desmanes. Esto provocó un comentario de protesta por parte del estudiante que andaba medio dormido todo el rato que iba a acompañarles, según él, ninguna señora que viajaba con él estaba sin protección.
A la mañana siguiente llegaron a la estación de Alicante, en un santiamén contrataron un taxi que solía hacer este recorrido y se pusieron en camino. El conductor tomó el camino de la costa, a la media hora o así el taxista paró en una venta con el pretexto de que tenía que comprar picadura de tabaco para liarse sus cigarrillos. Era de buena mañana pero aún así hacía calor. En un poyo al lado de la puerta estaba sentado un guardia civil que hizo un gesto al taxista al entrar en la venta. Estaba medio dormitando con las manos y la barbilla apoyados sobre la bocacha de su fusil Mauser.
Pasaron cinco, diez minutos y el taxista no salía. Mucho tiempo parecía para comprar picadura. Entonces María se fijó en que el guardia civil llevaba alpargatas, eso unido al hecho de que el taxista no salía hizo que la imaginación se le disparara. ¿Y si el bandido ese, el “Garnacho” o cómo se llame, estaba asaltando la venta y el guardia civil era un vigilante disfrazado?.
“¿Es normal por aquí que los guardias civiles vistan alpargatas?” – le preguntó al estudiante que estaba dormitando sobre la otra ventanilla del coche. El estudiante entreabrió los ojos y miró al guardia civil – “si es completamente normal, tranquilícese” – y volvió a su siesta.
Quince minutos. Aquí pasa algo, pensó María. No podía perder más tiempo, no podía consentir que su pequeño siguiera ciego ni un minuto más, aunque se estuviera acostumbrando y jugara en aquel momento con su hermano mayor. A los veinte minutos ya no pudo más y salió del coche.
Le dijo “buenos días” al guardia civil de las alpargatas y éste le hizo un saludo militar cansino, llevando la mano al tricornio con parsimonia. Entró en la venta, con mucho temor, ya no sólo porque era una mujer casada entrando en una especie de bar, sino porque se había convencido de que el “Garnacho”, o como se llamara el bandido ese, estaba asaltando el local.
Se acostumbró poco a poco a la oscuridad del local y fue entrando, a la derecha de la puerta había un mostrador como el de unos ultramarinos, a su izquierda había tres mesas con sus correspondientes sillas, supuso que para que los parroquianos bebieran y comieran. Del techo colgaban tiras de bacalao en salazón y había toneles de sardinas arenques, en las estanterías había todo tipo de latas de conserva y botellas de vino y cerveza, una balanza romana, cuchillos de diverso tamaño sobre una tabla de cortar llena de migas de diversa procedencia completaban el ajuar. Nadie atendía el mostrador.
De repente oyó un ruido intenso que provenía de la trastienda, como si alguien golpeara con un martillo una mesa y voces muy altas como de discusión. Con más miedo que vergüenza se dirigió a la trastienda, ya se imaginaba víctima del famoso bandido, al final su marido y todos los que le habían hecho ver que no era un viaje para una señora sola iban a tener razón. Entró en la trastienda y lo que vio la indignó como nunca antes lo había estado. El dueño de la venta, el compañero del guardia civil de la puerta, un parroquiano - probablemente el ventero - y el conductor del taxi estaban jugando una partida de dominó con cuyas fichas daban los golpes que había oído.
Aquel taxista nunca había recibido una bronca como aquella, se puso la chaqueta como pudo, apuró la copa de “Anís del Mono” que se estaba tomando - pues no era cuestión de echar a perder el preciado líquido porque una loca le estuviera gritando de aquella manera – y salió escopetado hacia el taxi.
Una hora y pico más tarde el taxi les dejaba en el camino que llevaba a la playa, pagó su parte, le dio las gracias al estudiante – que había resultado, a pesar de su sueño retrasado por sus recientes exámenes, un buen compañero de viaje - y lanzó una mirada asesina al conductor que no sabía dónde esconderse.
Mi tío Rafael y mi padre, Antonio, con bañadores prestados, en la playa de El Pinet en 1930
Ya en la playa, alquiló una de las casetas que estaban al borde del mar y, después de comer unos bocadillos y de esperar las tres horas que Don Arsenio recomendaba para hacer la digestión (3), puso a los niños los bañadores que le había dejado la vecina rica del quinto de Libertad 7, se arremangó la falda y se fueron al mar.Después de muchas inmersiones, con los labios cortados por la sal, con los dedos de las manos y los pies completamente arrugados, después de infinitos intentos por abrir los ojos debajo del agua, con mucho esfuerzo, consiguió abrir el ojo derecho y dejó el izquierdo ligeramente pegado, unos lavados más y abrió los dos entre risas y sollozos de los tres y de todos los bañistas de la playa que se habían ido añadiendo, como público algunos, y como ayudantes para sostener al niño otros.
“Mamá, mamá, ¡ya tengo los ojos abiertos!, ¡pero lo veo todo oscuro!”.
“No te preocupes mi vida – dijo mi abuela estrechando a su hijo entre sus brazos – es que ya es de noche”.
Juan Carlos Barajas Martínez
Notas:
(1) “El error Berenguer” fue el título de un afamado y muy influyente artículo de José Ortega y Gasset, publicado el día 14 de noviembre de 1930 en el diario “El Sol” de Madrid, aparecido después de unos disturbios debidos a un accidente truculento en el sector de la construcción, en dicho artículo se criticaba la falta de constitucionalidad de la situación política. No resisto la tentación de colocar aquí un párrafo del histórico artículo pues aunque su letra no se corresponde del todo con la situación actual, su música me parece tremendamente al día:
“Volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos ‘como si’ aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal. Eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España (...) Pero esta vez se ha equivocado. Éste es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la gran viltá [gran vileza, en italiano] que fue la Dictadura. El régimen sigue solitario, acordonado, como leproso en lazareto.”
Y el artículo terminaba de esta manera:
"¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia [paráfrasis de la frase "Carthago delenda est" (Cartago debe ser destruida), de Catón el Viejo].
Una de mis posesiones más querida es un ejemplar del diario el Sol que me regaló mi tío abuelo José López Baeza (ver “El revolucionario vitalicio”), por cierto, hermano de mi abuela María.
(2) La mortalidad infantil en España durante la primera mitad del siglo XX, aunque constantemente decreciente, seguía siendo muy alta. Siendo de 185,9‰ en 1901, al 136,5‰ en 1925 y al 64,2‰ en 1950 (fuente: Jordi Nadal i Oller, La población española (siglos XVI a XX). Barcelona, 1976; Editorial Ariel). Actualmente se cifra en 3,71‰ (fuente: CIA World Factbook).
(3) Esas tres horas de digestión que recomendaba el bueno de Don Arsenio me persiguieron durante toda la infancia. Mientras el resto de los niños podía bañarse a las dos horas – que era el tiempo estándar -, nosotros los Barajas, por imposición paterna, teníamos que quedarnos una hora más viendo como los otros niños no se morían de un corte de digestión y, en cambio, disfrutaban de un baño refrescante y muy divertido. Me pasé los veraneos esperando que le diera un síncope a un amiguito. No me liberé de las tres horas dichosas hasta bien entrada mi mayoría de edad y cuando lo hice, lo que suele pasar, me fui al otro extremo, me bañaba nada más comer, lo que tampoco me parece especialmente sano. Por cierto, aquí estoy Don Arsenio.