Autor colaborador: Dr. Diego Sánchez Meca,
Catedrático de Historia de la Filosofía Contemporánea,
Universidad de Madrid (UNED), España
Tanto en quienes por su religión y su cultura se consideran judíos, como entre quienes siendo judíos viven y se sienten asimilados a la mentalidad laica y cosmopolita hoy dominante, es recurrente la pregunta por la identidad judía y las cuestiones principales que implica: la comprensión judía de la historia y del tiempo, la perspectiva de lo judío como individualidad y colectividad, el antisemitismo, y tantas otras. Con el único ánimo de contribuir al diálogo al que este tipo de reflexión invita, me atrevería a sugerir el carácter de doble dirección, al mismo tiempo ambigüa y conflictual, del camino judío que esta conversación, a grandes rasgos, podría terminar sugiriendo.
Me refiero en concreto a esa oscilación indefinida, hasta ahora irresuelta, tan propia del pueblo judío, entre la tentación del sectarismo y el impulso a participar en la dinámica de la sociedad en igualdad de condiciones al resto de sus miembros. Duplicidad, conflicto, ambigüedad de una postura que no es comprensible si no se tiene en cuenta el contenido del judaísmo como religión y sus avatares en la historia concreta de los judíos hasta el presente. Pues es una comprensión laica de la especificidad de las tendencias religiosas y de las orientaciones místicas del hebraísmo -que reescribe la historia hebraica desde un conocimiento profundo de los influjos recíprocos entre los factores religiosos, políticos y sociales-, la que puede esclarecernos, en buena medida, la problemática de la situación actual de los judíos en el mundo.
Uno de los más grandes estudiosos de la espiritualidad hebrea, Gershom Scholem, señalaba, en este sentido, como núcleo más original de la creencia judía, el mesianismo y la redención, entendidos de un modo bien distinto al cristiano. Pues mientras el cristianismo comprende la redención como un acontecimiento que sucede en un dominio espiritual, invisible, dentro del alma, en el universo personal del individuo, y que hace referencia esencialmente a una trasformación interior que no modifica necesariamente el curso de la historia, la venida del Mesías y la redención son, para el judaísmo, esencialmente un acontecimiento público, que debe producirse en la escena de la historia y en el seno de la sociedad judía; por lo tanto, un acontecimiento visible, temporal, impensable sin esa manifestación externa. La interpretación interiorista de la redención siempre le ha parecido al judaísmo un modo de escapar a la prueba, al reto, que el mesianismo representa, en cuanto esperanza activa y, por lo tanto, contribución al cumplimiento de la restitución de la creación a su perfección original.
Pero esta esperanza conoce, a lo largo de la historia, una evolución que va, desde un optimismo que alienta incluso movimientos socio-políticos revolucionarios importantes, hasta una actitud de desilusión -en buena medida determinada por el fracaso de esos movimientos-, en medio de la cual tiende a prevalecer la mera esperanza espiritual sobre la necesidad de una acción social y política. Es el momento en el que "el cuerpo político hebraico deja de vivir, y el pueblo se retira de la escena pública de la historia".
El propio Scholem reconoce, en la profunda desilusión de la esperanza mesiánica, una de las causas mayores del repliegue de la comunidad judía sobre sí misma, de su tendencia a enclaustrarse, a limitarse a la mera conservación de su identidad amenazada y, por tanto, de su desmembramiento político. Es la situación que hace del judío, -en el sentido no sólo metafórico del tópico del "judío errante"-, un verdadero símbolo de la condición de todo hombre moderno, como individuo privado de vínculos comunitarios, ajeno a la solidaridad verdadera y desenraizado de una patria común, tal como lo explicó hace algunos años André Néher. Según este autor, el judío es el paria no asimilado, que no consiente someterse a los convencionalismos mundanos en los que consiste la identidad colectiva, sino que acepta su condición de marginalidad y se convierte en un paria consciente, aunque ello implique renunciar a las ventajas de una carrera social.
Es, tal vez, desde esta marginalidad social desde donde mejor pueda entenderse la actitud judía ante la historia, su ha huída y diáspora continua a través de los siglos. Según Franz Rosenzweig, el judaísmo, en la medida en que se sitúa al margen del curso de la historia, se impone como aquélla voz que se sustrae al concepto moderno de la historia, esto es, a la concepción que la proyecta como la medida y el juicio de todas las cosas. Esto no significa que, para juzgar la historia, haya que ser necesariamente judío. Sin embargo, son los judíos quienes han mostrado cómo es posible liberarse del peso de la historia también a los no judíos, en la medida en que aquéllos no quieren formar parte de la historia, sino mirarla desde fuera, complexivamente.
Pero si la marginalidad social puede derivar así en capacidad de crítica de la historia, también puede producir formas de comportamiento dominadas por el deseo de distinguirse, de exhibir condiciones reveladoras de una, supuesta o real, superioridad hebrea. Es lo que ha llevado a figuras como Benjamin Disraeli a reivindicar un virtuosismo estratégico, un poder casi oculto sobre la sociedad de los gentiles, que de un modo tan eficaz como lamentable sirvió para reforzar en su día el resentimiento antijudío y los prejuicios del antisemitismo. En lugar de un juicio objetivo sobre la diferencia entre judíos y no judíos, esta actitud da paso a simplistas contraposiciones mítico-religiosas y a un maniqueísmo de buenos y malos. En el detallado análisis que Hannah Arendt hace, en el primer volumen de Los orígenes del totalitarismo, de la situación social de los judíos en la Europa prenazi, es la apoliticidad de las comunidades hebreas, junto a la despolitización de la masa de la sociedad burguesa, lo que más contribuyó al desarrollo del antisemitismo. Siguiendo a Scholem, Arendt explica esa ilusoria pretensión de superioridad de algunos judíos emancipados como una de las consecuencias de la quiebra de las esperanzas mesiánicas y de la consiguiente secularización hebraica. Pues diluido su contenido espiritual y religioso, el judaísmo tiende a trasformarse en el mero hecho de una pertenencia étnica y lingüística. Demasiado "ilustrado" para exhibir convicciones religiosas, el judío emancipado sigue, sin embargo, ligado aún a la pretensión de ser miembro del "pueblo elegido", lo que le sitúa fuera, tanto de la sociedad propiamente judía como de la de los gentiles. La condición de este judío europeo, en el marco evanescente de una burguesía cada vez más lejana de sus propios orígenes revolucionarios, se vuelve casi inaferrable.
De uno u otro modo, la condición judía se configura entonces como worldlessness, ausencia de mundo, desenraizamiento. Perdidos en el sueño secularizado del paraíso en la tierra, los judíos europeos dejan que su historia política dependa de factores externos, casuales e incluso siniestros. Y entonces, ¿no viene esto a ratificar el fracaso de la noción de política, no sólo en el mundo judío, sino en el mundo moderno en general?. El particularismo social, la obsesión por el prestigio, la disociación entre la ciudadanía y las instituciones, son características generales de las sociedades occidentales contemporáneas. Pero, con todo, también algo de positivo ha traído consigo este fracaso: la distinción entre la religión y la práctica política de una comunidad se constituye a partir de la defensa de una distinción necesaria entre la esfera privada y la esfera pública. La tradición cultural, la pertenencia étnica y lingüística, o la fe religiosa constituyen la singularidad de los actores sobre la escena mundana. Pero la posibilidad de que ellos actúen libremente en un mundo común, manteniendo sus diferencias, está dada por la capacidad de trascender su unicidad y su singularidad.
Es por ello por lo que un Estado como el de Israel, que se funda tras el holocausto ante la necesidad de que los judíos dispongan de un espacio político propio, pueda parecer regresivo respecto a estas conquistas del mundo moderno, en la medida en que se constituye desde una fuerte connotación confesional. Tal vez el camino no debiera recorrerse sólo en la dirección única de la búsqueda de una solución estrictamente nacional, sino también en la otra dirección, la que intenta conciliar la problemática específicamente judía con la de la sociedad en su conjunto, tratando de aunar las aspiraciones hebreas a la emancipación con el derecho de todo pueblo a la autodeterminación. Para que los judíos puedan emanciparse de su condición de excluidos y perseguidos es necesario que se tengan a sí mismos, en cualquier esfera pública, como iguales a los no judíos, asumiendo y reivindicando también ellos la igualdad con los otros. Deben, ciertamente, mantener su propia identidad histórica, religiosa y cultural. Como bien ha explicado Lévinas, el hebraísmo es imagen de una exterioridad que no puede ser engullida en una totalidad indiferenciada. Pero deben también trascender esta identidad hacia una estructura de relaciones universales. Sólo actuando con independencia de su origen étnico o de su fe religiosa podrán adquirir los judíos el derecho de acceso a aquél dominio público común en el que se realiza la condición de la pluralidad, es decir, el vivir como distintos y únicos estando entre iguales.
La condición judía, convertida, en fin, en símbolo del desenraizamiento moderno, asumiría entonces el significado fundamental de una lucha por la conquista, no exclusivamente de un espacio físico o social, sino, sobre todo, político, un espacio en el que las diferencias originarias e irreductibles de los hombres no constituyen ya un factor de discriminación, sino que se convierten en el fundamento de la igual y plural participación de todos en el ejercicio de la política.