La culpa de todo la tuvo el charlatán de Hegel, que aseguró que el Espíritu Absoluto podía encarnarse en fenómeno histórico. La idea coló en la convulsa sociedad alemana de su tiempo, y los fascismos tomaron sus postulados al pie de la letra para convencer al personal de que los sistemas políticos también podían aspirar a la pureza y la perfección. El resultado: dos guerras mundiales y varias revoluciones obreras abortadas a sangre y fuego por acojonadas elites económicas. Eso no impide que Hegel sea para muchos sesudos y respetados filósofos contemporáneos el centro de sus reflexiones, y que en los temarios escolares de filosofía se le mantenga y se le analice con toda la seriedad del mundo. Al otro lado del cuadrilátero, Karl Marx, un hombre que se pasó años estudiando el pensamiento hegeliano para poder ridiculizarlo y evidenciar sus flagrantes carencias lógicas, no llegó a ver cómo sus discípulos quisieron llevar a la práctica su teoría de la historia con triunfo de la clase obrera y acceso al paraíso social incluidos. El balance también es bastante desastroso: colapso económico en decenas de países, millones de víctimas condenadas o ejecutadas por motivos ideológicos y un enorme fiasco político materializado --tras décadas de negacionismo interno y ceguera externa-- en 1989. Marx también se ha quedado fuera de los temarios de la selectividad, pero, a diferencia de Hegel, ensayistas, historiadores, políticos y filósofos pasan de puntillas sobre sus escritos por temor a ser acusados de nostálgicos.
La cinta blanca (2009) es una obra madura y de madurez que disecciona, a partir de una serie acontecimientos y actitudes cotidianas, el sustrato ideológico-social de Alemania a las puertas de su entrada en la Primera Guerra Mundial. Un entorno agobiantemente pietista, unido a una obsesión racionalista por la rectitud y la bondad, acaban dando lugar a una juventud insensible al dolor y al sufrimiento ajenos, a una sociedad esquizoide en la que, bajo la apariencia de comunidad local bien cohesionada, se combate con violencia a quienes no encajan en un modelo social que perpetúa la desigualdad. La diferencia con la mayoría de filmes sobre el tema es que esta última del razonamiento debe recorrerla el espectador por sí mismo; Michael Haneke no se lo ofrece troceado, rebozado y listo para consumir, ni pretende transmitir su propio punto de vista ético, ni ilustrar un momento del pasado a través de la clásica historia de amor, sino que espera colaboración activa al otro lado de la pantalla.
Como obra de arte, el filme nos devuelve la esperanza de un cine complejo, no necesariamente lastrado por una dramatización basada en arquetipos humanos: en primer lugar la filmación en blanco y negro, una elección que limpia la sala de espectadores con complejos; en segundo lugar, el modo de situar la cámara: siempre fija en cada escena, posibilitada para girar sobre sí misma pero no para seguir a los personajes en sus desplazamientos, como si por norma el punto de vista tuviese que definirse de antemano y no pudiera variar en función del desarrollo dramático. La fascinación por las imágenes de esta cámara autolimitada elimina la tentación de intercalar primeros planos de los actores, una costumbre o manía que suele quebrar la composición del plano medio (el campesino con su esposa recién muerta, cuando Martin --uno de los niños protagonistas-- va a buscar la vara con la que será azotado, el hijo del administrador que sabe que su padre viene a castigarle con brutalidad e aun así simula que está haciendo los deberes...). Coincidencias y similitudes que evocan indudablemente algunas obras mayores de Dreyer y Bergman, vinculando el filme de Haneke a esa prestigiosa tradición de cine nórdico hecho de estancias austeras, silencios significativos y diálogos solemnes. La diferencia crucial es que en La cinta blanca no se da esa (a veces buscada) opacidad argumental, ni esa sobrecarga simbólica, sino que todo lo llena una narración amena y ágil en riguroso estilo directo.
La narración posee la suficiente habilidad como para sugerir una serie de ideas complejas mediante un relato lineal, sin necesidad de exagerar dramáticamente ciertos momentos de ni de reforzar la significación en determinadas escenas clave; la historia apenas contiene dos o tres concesiones a la ficción. Incluso desde un punto de vista histórico resulta convincente su recreación de la vida de un pueblecito alemán a principios del siglo XX: el enorme poder que todavía conservaban los caciques locales, y las rígidas jerarquías sociales que eso implicaba; la inexistencia de una clase media (el médico, el maestro, son seres aislados de la pirámide social), el tratamiento verosímil y nada romántico de los noviazgos... Aspectos que mejoran gracias a las interpretaciones de los actores (contenidas, sin los habituales tics dramáticos), que contribuyen a la verosimilitud del relato. Filmes como estos sólo se ruedan en la cima de la popularidad --como le pasó a Spielberg con La lista de Schindler (1993)-- o en plena madurez artística, como le ha sucedido ahora a Haneke (con la eficaz y notoria colaboración de Jean-Claude Carrière en la dramatización del guión). Un filme que debe enorgullecer al cine alemán y, por extensión, al europeo.
Hace poco volvía a mencionar esa especie de maldición que Gimferrer lanzó sin saberlo a la narración cinematográfica, acusándola de permanecer anclada al decimonónico estilo dickensiano; por fortuna esta vez hemos topado con un título que estrecha el enorme abismo que se abre entre las vanguardias literaria y cinematográfica. No exagero cuando afirmo que La cinta blanca se puede equiparar en muchos aspectos a las fascinantes ficciones de José Saramago. El cine acumula un retraso de casi un siglo, así que ya va siendo hora de ponerse al día.