En la buhardilla, ésa hermosa habitación forrada de madera de pino que hasta hace unos años era la habitación de mi hijo, en sus paredes aún cuelgan sus recuerdos de aquellos primeros viajes a Thailandia, Cuba, Egipto y en sus estanterías sus libros de la niñez.
Una larga y amplia mesa que hace esquina es donde descansa aquel viejo ordenador con el que comenzó a teclear cuando aún no había cumplido doce años y ya hacía sus pinitos con la informática.
En un rincón de ése escritorio lo ocupa una preciosa caja de pinturas y un viejo “picú”de mi suegro; junto a la pantalla de la computadora, en un lugar preferente se encuentra el “vintage” equipo de música, de los años 80 de mi marido.
Por sus dos ventanas entra a raudales la luz del Sol y a pesar de ser invierno me gusta abrir la ventana que me deja ver la Sierra llena de verdor bajo un cielo azul y escuchar los cantos de los pájaros que ya comienzan a preparar sus nidos en los huecos de las tejas de barro que cubren el techado de mi casa.
Es allí donde me gusta planchar a media tarde. Tras la tarea, me siento en el sofá-cama reclinada en los cojines cierro mis ojos y dejo volar la imaginación, sueño mientras voy escuchando las antiguas canciones, las coplas de los discos de vinilo que comienza a sonar en la habitación.
La sensación de nostalgia me invade mientras observo como va desenfundando las antiguas “placas” de vinilo, como las va colocando en el tocadiscos y con sumo cuidado coloca la aguja sobre las negras superficies que guardan grabadas las antiguas canciones. Ésos chasquidos, crujidos, los tonos cálidos de voces y canciones que reconozco, que recuerdo me embargan de emoción; son melodías, letras aprendidas incluso en mi más tierna niñez, hasta los ruidos de fondo que el aparato emite me acongoja el corazón, me llegan al alma y aviva mis recuerdos y las lágrimas comienzan a caer por mis mejillas sin darme cuenta.
Ésta máquina del tiempo, las viejas canciones me hacen viajar, me hacen volver a escuchar las canciones que al compás de las vueltas de los viejos vinilos cantaban mi padre y mi madre. Y canto, bailo, río, sueño y mirándole a él, a mi marido mientras sigue poniendo los discos en aquel equipo de música que tantos recuerdos nos trae y me digo: soy feliz.
Las canciones al igual que los olores, sabores, aromas tienen memoria, sin darnos cuenta nos hacen viajar en el tiempo y es en ésta época, que se acerca la Semana Santa, cuando las cocinas malagueñas huelen tambien a dulces tradicionales, entre ellos los pestiños, como éstos que preparo y cuya forma de hacerlos comparto mientras sigo escuchando música.
En la cocina sefardí existe un ancestro del pestiño: las fijuelas. Se elaboran con harina frita y se bañan en almíbar. Aún siguen preparándose en algunas zonas rurales de Castilla y Aragón en Semana Santa. En realidad son más conocidas por el nombre de «hojuelas manchegas». Dado que los sefardíes fueron expulsados de España en 1492, se puede situar el origen de esta receta antes de dicha fecha.
Pero la receta del pestiño tal y como hoy lo conocemos data del siglo XVI. En la «La lozana andaluza» de Francisco Delicado (1528), se indica que una de las especialidades de la protagonista era elaborar pestiños.
Por su parte también Cervantes hace referencia a los pestiños en «El Quijote» y en otras novelas, y en 1874 en «El sombrero de tres picos» de Pedro Antonio de Alarcón, también se refiere a ellos como el manjar que el molinero ofrecía a los ilustres invitados que visitaban su molino en Semana Santa.
En cualquier caso, el pestiño es un dulce elaborado con masa de harina, frito en aceite de oliva y bañado en miel, aunque también hay quien le da una cobertura de azúcar. Su tamaño puede ser variable, pero normalmente su forma es cuadrada y dos esquinas opuestas se pliegan hacia el interior.
Es costumbre andaluza que durante el Carnaval y la Semana Santa se deguste éste tradicional dulce; que las cocinas y las pastelerías malagueñas salgan los aromas de tan rico manjar que hoy les animo a preparar. PESTIÑOS.
Medio vaso mediano de aceite de oliva virgen extra, piel de un limón, 150 grms. de harina de trigo, medio vaso de vino blanco dulce malagueño, una cucharada sopera de matalahúga.
Abundante aceite de oliva para freir.
Para el almibar: dos vasos de agua, medio vaso de azúcar y miel.
En una cacerola echar el aceite de oliva virgen extra junto con la corteza del limón, poner en el fuego y dejar que se vaya calentado unos minutos. Retirar del fuego, desechar la piel del limón e incorporar la matalahúga, cuando comience a burbujear, retirar del fuego y dejar que temple el aceite.
Cuando se estire la mesa, si gusta que quede crujientes los pestiños ésta tiene que quedar muy fina. En “Mi Cocina” prefieren que los pestiños no sean finos, de ahí el grosor de cada uno.
Existo otra versión para degustarlos, tradicionalmente los pestiños se degustan igualmente pasándolos por azúcar o bien por azúcar y canela una vez fritos.
Hoy en "Mi Cocina" con almibar de miel malagueña-