Petrenko salva el Tristán de Bachler

Por Felipe Santos

Como ocurre con Der Rosenkavalier, Tristan und Isolde arrastra en este teatro el peso descomunal de una historia mítica. Si Bayreuth es el escenario por antonomasia de Parsifal, Múnich lo es de esta ópera, aunque el lugar no sea exactamente el mismo que la vio estrenar en 1895. La de Warlikowski iba a ser la décima puesta en escena y era encargo expreso de Nikolaus Bachler para poner el broche final a su mandato como director artístico. Junto a él, el llamado por aquí "dúo de ensueño" -es decir, Anja Harteros y Jonas Kaufmann, pareja que ha protagonizado no pocas noches inolvidables de esta etapa- y el director que emergió con él, Kirill Petrenko.

A priori, todo hacía presagiar algo excepcional, pero como suele ocurrir con el exceso de expectativas, todo salió de forma muy distinta a lo que se podía esperar. Harteros y Kaufmann tiraron de oficio para sobreponerse a unos papeles que no se corresponden con sus voces. La soprano es una lírico spinto que dista mucho de ser una dramática para Isolda. Tiene los agudos, aunque la emisión puede llegar a ser forzada, pero es en el registro medio donde se echa de menos el volumen y la carnosidad necesarias para el papel. A Kaufmann le ocurre otro tanto. Tan sólo en los pasajes más líricos emerge la verdadera identidad vocal de este tenor, justo antes de que la voluptuosidad orquestal lo engulla. Es difícil no acordarse de Lohengrin y de lo cómodo que se encuentra en esa tesitura. Pero Tristán es otra cosa, "un Everest" como dijo en los días previos. No todo el mundo ha salido indemne de la travesía. Tan incómodo debía estar que tampoco ocultó en las entrevistas previas que no comprendía en absoluto que se proponía Warlikowski con su dirección de escena.

A Warlikowski le pudo la propia complejidad de la dramaturgia original, que parece conspirar siempre contra cualquier concepción escénica. El polaco es de los directores mejor dotados para hacer frente a estos desafíos, pero esta vez no dio en la diana. Consiguió hilar un puñado de intuiciones, escenas aisladas que resultaron muy bellas en el conjunto, pero en el equilibrio se despeñó al final por el lado kitsch. Lo que parecía que iba a ser una visión freudiana terminó en un onirismo yonqui que necesitaba en exceso de la pantalla para subrayar los significados. Tan sólo en la escena del filtro en el primer acto se vio una fusión sobresaliente de actuación e imagen. El liebestod se solventa con una simpleza asombrosa, incoherente con todos los recursos escénicos que plantea durante toda la ópera, para terminar con un vídeo excesivamente almibarado.

La producción se salvó por el trabajo de Kirill Petrenko en el foso, que volvía a asombrarnos con el manejo de los recursos orquestales y vocales que tenía a su disposición para mostrarnos un concepto desarmante por su coherencia. Al prescindir de efectismos, su dirección amplía la perspectiva para ponerla al servicio de una narración musical que no se desarrolla fragmentariamente en actos, sino que tiene una íntima relación durante toda la ópera. Los crescendi, los pianissimi, los forte, desprovistos de artificiosidad, se definen en relación a las frases del comienzo y a las que han de venir. Así, el dúo remansa tras el abrupto cierre del primer acto y ansioso cuadro de la espera de Isolda del inicio del segundo, y el forte en medio del canto de Brangäne -con una espléndida Okka von der Damerau- es un acorde contenido y profundo a la vez, exactamente igual a cómo resolverá más tarde el crescendo y el acorde del liebestod.

Foto: Bayerische Staatsoper/Wilfried Hösl

Publicado por Felipe Santos

Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos