Piensa bien y acertarás: piensa mal y enfermarás

Por Cristina Lago @CrisMalago

Pienso, luego sufro. Nos llenamos de subterfugios, medicamentos o evasiones contra la incesante actividad de nuestras mentes, para acabar averiguando que el camino más sencillo, no era dejar de pensar, sino aprender a hacerlo.

Según Medciencia, el acto de pensar genera un consumo de unas 260 calorías diarias, consumo que se mantiene más o menos estable incluso en etapas de mayor actividad mental. Esto significa que invertimos, aproximadamente, la misma cantidad de energía en filosofar que en pensar sandeces. Llevado más allá todavía, invertiríamos también la misma cantidad de energía en pensar mal, que en pensar bien.

¿Por qué pensamos mal?

Vamos a hacer un experimento. Paremos por un instante nuestra actividad, pongámonos en suspenso y dejemos que nuestra mente cobre el protagonismo en este momento, permitiendo que el pensamiento fluya por sí mismo, sin condicionantes.

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Determinemos qué hemos experimentado en ese momento. Lo más probable es que vuestra sensación predominante fuese la expectación y el pensamiento que ha aparecido es algo así como “¿Y ahora qué?”. Si sois personas ansiosas, puede que este microejercicio os haya ocasionado una punzada de nervios en el estómago. O si tenéis alguna preocupación candente, quizás se haya atravesado como un breve relámpago sobre el fondo en blanco de vuestra mente.

Sea cual sea el pensar que hayáis puesto en marcha en este pequeño momento, reflexionad si este pensamiento que ha aparecido os ha causado bienestar, malestar o indiferencia.

Ahora, llega lo verdaderamente divertido. Os propongo intentar hacer este ejercicio en un contexto mucho más directo. Vamos a poner un ejemplo:

Imagina que estás pasando por un mal momento. Si realmente estás pasando por un mal momento, no hace falta que lo imagines. Te encuentras con un amigo, que te empieza a contar lo bien que le va con su nuevo trabajo, o con su nueva pareja, las fiestas que se pega o los viajes que se ha hecho este año. En teoría, deberías sentirte contento por tu amigo, pero lo que sientes es envidia: una mezcla de tristeza, rabia y anhelo que te oprime casi por sorpresa.

Parajódicamente, estos sentimientos no son los que te hacen daño. Lo que te hace daño es pensar que deberías sentir alegría, cuando no la estás sintiendo.

Para defenderte de este pensamiento dañino, podemos tomar varios caminos.

  • Fingir alegrarnos con esa persona: daremos impresión de poca naturalidad y no nos sentiremos cómodos.
  • Ser agoreros: utilizar frase como ten cuidado, eso está muy bien, pero estas cosas ya sabes que no suelen durar, etcétera…
  • Expresarnos con total naturalidad. “¡Qué envidia! Ya me podías contar tu secreto!”.

La última opción cancela el efecto del pensamiento dañino, al darnos permiso para sentir una emoción que está ahí y es tan real como cualquier otra y el última instancia, nos ayuda a aceptar que no todo lo que sintamos en esta vida tiene porqué ser alegre, positivo o políticamente correcto.

Si efectuamos este experimento, nos daremos cuenta de que en primer lugar, los pensamientos que nos hacen daño son los pensamientos que niegan algo de lo que somos o sentimos y que este tipo de pensamientos pertenecen a una esfera que podríamos llamar cosas que nos han dicho que deberíamos hacer y que no concuerdan con lo que en realidad somos.

El mejor inicio para empezar a pensar bien es aceptar que no todo lo que nos han inculcado es una verdad absoluta y muchas veces las personas que nos han enseñado eran igualmente condicionados por otras personas que ni siquiera nos conocían a nosotros.

Piensa bien y acertarás. Si la persona que te gusta no te ha llamado el martes, antes de pensar que no te corresponde, llámale tú. Si no conseguiste hacer algo a la primera, en lugar de pensar que eres un inútil, piensa que ya lo intentarás a la segunda, o a la tercera y si no, ya intentarás algo diferente. Si hiciste algo que dañó a alguien, en lugar de pensar que eres una mala persona, piensa en cómo podrías reparar ese daño. Muchos malpensares no correrían su dañino curso si antes de seguir pensando, empezáramos a hacer cosas.

Pensar bien no significa pensar eternamente en positivo, disfrazar la realidad, negar los acontecimientos o huir de las emociones incómodas. Pensar bien significa no identificarse con todos los pensamientos, no construirse una identidad a través de lo que otros nos metieron en la cabeza; y pensar bien no es automático, porque pensar bien no sólo requiere pensar, requiere actuar.

Uno puede pensar bien hasta en la muerte, en la tristeza, en la pérdida y en el dolor. Uno puede pensar mal hasta teniendo todo lo que una persona normal creería necesitar para poder pensar bien.

A medida que vamos a acostumbrando a la mente a pensar bien, los caminos se multiplican y entendemos por fin que la libertad no es hacer lo que uno quiera, sino pensar como uno quiera.