Plano secuencia (14): Angelopoulos, La mirada de Ulises

Publicado el 14 septiembre 2010 por Babel

Como esta semana no hay ningún estreno que haya llamado especialmente mi atención, parece un buen momento para retomar el monográfico sobre planos secuencia, iniciado hace unos meses en este blog e interrumpido por las vacaciones veraniegas. No podía faltar en esta colección alguna referencia al cineasta griego Theo Angelopoulos, uno de los directores europeos proclives a la utilización de la técnica sin cortes, entre otras. Por lo que se deduce de declaraciones y entrevistas varias, Angelopoulos considera La mirada de Ulises una de sus obras más prominentes, a pesar de no compartir este punto de vista la crítica en general, ya que gran parte vio en la película un ejercicio supremo de pedantería intelectual y cinematográfica, mientras el griego estallaba en explícito berrinche en aquel Festival de Cannes donde se llevaba el gato al agua Underground, de su colega serbio Emir Kusturica, mientras Ulises tenía que conformarse con el Premio Especial del Jurado, que no es otra cosa que el segundo puesto.

El argumento básico sigue a un hombre, el cineasta griego exiliado en los Estados Unidos (Harvey Keitel) conocido como “A” en los créditos del DVD, aunque en ninguna parte de la película se menciona el nombre del personaje que, después de treinta y cinco años, regresa a los Balcanes en busca de tres bobinas perdidas de material cinematográfico que datan de 1905, filmadas por los primeros cineastas griegos conocidos, los hermanos Yannakis y Miltos Manakis. Keitel se embarca en un viaje, como Ulises, a través de diversos países balcánicos en el que vamos descubriendo las razones personales que le mueven en la búsqueda. El itinerario hace atravesar al protagonista por los lugares que a final del siglo XX representan de manera emblemática el desmantelamiento de las utopías, y el comienzo del viaje y su final se encuentran inmersos en un punto de vista que invita a revisar el rol del artista como mirada del momento histórico que le ha tocado vivir. Angelopoulos deja claro también cómo la técnica, por simple (los movimientos de la cámara son lentos y generalmente en horizontal), puede mostrar en cambio una compleja historia, y que ni siquiera se necesitan grandes diálogos (muchas veces en manos de una voz en off, la del propio Angelopoulos, imprescindible la versión original) como elemento necesario para la conexión y coherencia de cuanto se quiere transmitir.

La escena que hay a continuación es la que da comienzo a la película. Se trata de un plano secuencia que empieza tras unas imágenes de la cinta griega “Las hilanderas“, rodada en 1905, para después iniciarnos con el protagonista en la búsqueda de los originales del film y alguno de los motivos que le acompañarán en el largo viaje, motivos que irá desvelando el guión a lo largo de las tres horas que dura la película. Hay que reconocerle a Angelopoulos una capacidad enorme para la poesía cinematográfica, que se plasma en esta secuencia y en otras tantas, pero también la exquisita fotografía a cargo de Yorgos Arvanitis y una banda sonora majestuosa, obra de Eleni Karaindrou. En realidad el film es una sinopsis de la historia de Grecia, su propia historia, que abarca todo un siglo a través de este drama, sutil en miradas furtivas, de largos silencios cuando no hay nada que decir, de esquinas de la pantalla o excelsos planos que acompañan las sesenta escenas con las que está montada, muchas de ellas planos secuencia quizás demasiadas veces injustificados.

A pesar de que la película se hace por momentos bastante larga, de que hay numerosos espacios vacios que carecen de valor argumental y solo están ahí como elemento contemplativo de la riqueza visual del educado ojo del cineasta, estamos en condiciones de afirmar, quince años después de su estreno que, si no es de sus mejores películas, sí conviene rescatar por ser un excelente trabajo en el que los elementos tiempo, símbolos e Historia nos invitan a un mirada hacia ese lado de Europa que hoy trata de abrazar el carro de la modernidad pero en la que todavía tiene un peso importante el pasado reciente. La mirada que nos ofrece Angelopoulos es la del observador instrospectivo que contempla el curso histórico a través de sus gentes, como en 1905 lo hicieran los hermanos Manakis, que pasan a ser en tiempo presente objeto de otra mirada. Junto a la locura de la guerra (impecable momento: los enfermos mentales huyendo del hospital tras el bombardeo, uno de las más logrados de la película), el apogeo y fin del comunismo (la secuencia de la estatua de Lenin postrada en el remolcador paseando por el Danubio para ser trasladada, mientras las gentes se arrodillan y santiguan todavía a su paso), el viaje al pasado de “A” (cuando encuentra a su madre en el tren y revive varios momentos históricos desde su punto de vista siendo niño, a modo de flashback que transcurre en una única fiesta de fin de año), el interminable brindis con el amigo o esa escena cercana al final, un enorme fuera de campo, porque la secuencia está envuelta casi por completo en la niebla y solo podemos oír los sonidos que se cierran con la misteriosa música que proviene de una orquesta de muchachos, de varias nacionalidades balcánicas, mientras intuimos el paso sigiloso de la muerte.

Cuando regrese, lo haré con las ropas de otro, con el nombre de otro. Nadie me esperará“. Son las palabras finales de “A” tras llegar a su meta y convencerse de que el peor exilio es cargar con su propia máscara, de la que nunca podrá liberarse. El viaje, pues, no ha terminado, porque la vida es el propio camino y es imprescindible continuar.  La vida, dice Angelopoulos, es un concurso visto desde la distancia, donde podemos discernir sus contornos, su significado mayor, su patetismo insoportable y heroico.