Echemos la vista atrás con la intención de ver aparecer a la política y a la poesía en la Historia, y nuestra mirada no alcanzará sino a ser enceguecida por la niebla del tiempo.
Por mucho que nos remontemos al principio de la Historia de la Humanidad, y por mucho que este principio no sólo se aleje en proporción al escurridizo presente, sino al retroceso de ese mismo principio por medio del descubrimiento de nuevos documentos escritos, siempre veremos a la política y a la poesía ya instaladas en ella, acomodadas, ocupando todos sus rincones no con la incomodidad de unas inquilinas sino con la naturalidad de unas propietarias.
Descubrimos una nueva primera escritura y pensamos sorprender a la Historia sin esas dos habituales, pero siempre somos nosotros los sorprendidos por ellas, pues ya andan por la Historia, como si dijéramos, con zapatillas de andar por casa. De esta contemporaneidad prehistórica es de entender que hayan nacido entre ellas unas relaciones especiales, que se han ido intensificando en el transcurso de su historia y que, como no puede ser de otra manera, han generado sus conflictos de intereses y sus situaciones tensas, sus reconciliaciones, sus promesas.
El hecho de aparecer tras la niebla de la prehistoria dota a estas dos amigas con derecho a odio de unas particularidades que, a primera vista, pueden ser entendidas como paradojas, pero que no son sino verdades relativas a su condición. Por una parte, la poesía es anterior a la escritura. Ésta, por tanto, ha ofrecido sus servicios a la poesía, pero mientras en ciertos aspectos la ha perfeccionado, en otros no ha podido rivalizar con la naturaleza de la oralidad. De ahí que algunos de sus símbolos, como puntos, comas, y demás carácteres relativos a las pausas y silencios del habla, no puedan sino aplicarse en la escritura por medio de unas reglas que se aproximan pero no alcanzan la espontaneidad y perfecta incorrección del lenguage oral. Nadie sabe la duración exacta de una coma, y si careciendo de duración definida se aleja de su representación oral, teniéndola se alejaría mucho más.
Tomemos cualquier oración expresada oral y espontáneamente por nosotros en el curso de una conversación, e intentemos escribirla. En seguida descubriremos que algo se pierde para siempre: las comas nos parecerán demasiado rígidas e iguales para la variedad de duración de aquellas pausas que representan; los puntos nos parecerán demasiado drásticos y como que sacan de su vía y descarrilan la oración; el punto y coma nos parecerá una solución demasiado diplomática, y su misma figura nos parecerá un guiño a las "medias tintas". Por supuesto, señalados estos inconvenientes relativos a la transcripción, no se pueden pasar por alto las grandes ventajas que ofrece a la composición de nuevas oraciones, y a la poetización de éstas por medio de una estructura visible que hace de su modificación un ejercicio casi análogo a las manualidades, por mucho que se pueda apuntar que la composición ofrece el mismo inconveniente alterando el orden, puesto que también una composición escrita debe pasar por una posterior oralidad mental.
Por otro lado, la política es anterior a la civilización o, cuanto menos, coetánea. Se desarrolla y complica junto a ella, pero siempre hay una sensación de incompatibilidad entre ambas, como si la civilización no hubiera podido acostumbrarse a las exigencias de la política, y viceversa. Conforme la civilización aumentaba su tamaño y se hacía más compleja, la política abandonaba sus formas rudimentarias, se volvía más sofisticada y se convertía, lamentablemente, en una profesión; y esta misma complicación de la política, a su vez, exigía de la civilización ciertos esfuerzos antinaturales, de modo que la acción de la una sobre la otra siempre redundaba en perjuicio de las dos.
Tenemos, entonces, un arte y una ciencia condenados a compartir techo, y cuyas relaciones, para bien y para mal fraternales, han ido fluctuando a lo largo de la Historia.
Desde la antigua Grecia hasta nuestros días, la politización de la poesía ha tenido su asiento en cada época, y no podemos decir que la poesía haya salido ganando con ello. En España se han dado casos actuales de malos poetas metidos a peores políticos, ejemplificado en el caso de un Catedrástico de Literatura Española, melosoide poeta, bajuno prosista y omiso pensador, que se encarga de encumbrar a sus amigotes y condenar al ostracismo a los poetas de ideologías opuestas a la suya, y al que no voy a nombrar por miedo a la guillotina editorial (otro ejemplo de la insuficiencia de la escritura respecto a la oralidad: no puedo pronunciar su nombre entre una fingida tos, y sólo me queda sugerirlo en una críptica y sutilísima insinuación, escribiendo que su nombre completo termina por Montero, comienza por Luis y media por García).
Por poner ejemplos relativamente recientes de la poesía política, tenemos el caso del pequeño gran poeta Pablo Neruda, cuya poesía bajó enteros en cuanto la puso al servicio de ideologías políticas como el comunismo, cantando a asesinos al por mayor como Stalin. Como si la poesía se resistiera a ser utilizada políticamente, poco o nada bueno ha consentido a los poetas que la han forzado a ese fin, y el tiempo ha barrido tras sus pisadas los poemas de ese género.
Grandes poemas surgidos en ambientes políticos concretos han merecido la gloria cuando expresaban emociones derivadas de ellos, pero la gloria les ha cortado el paso cuando eran los poemas los que querían militar. Así el poema Nanas de la cebolla, de Miguel Hernández, es un claro ejemplo de un gran poema nacido de un ambiente político muy concreto, pero que se centra en una emoción surgida de una situación que podría darse en el otro bando político o incluso en otras circunstancias no políticas, y que por tanto adquieren un significado universal; mientras que, por el contrario, los poemas banderizos de Miguel Hernández, que se alistan y reducen a un mitin poetizado, son indignos de la calidad del poeta y con justicia la gloria los observa cruzada de brazos.
Pero si un efecto nocivo ha tenido la mescolanza entre poesía y política, ha sido el injusto ostracismo que muchos poetas han sufrido por su convicciones políticas, caso extensible a la literatura en general, y que yo he apuntado en este mismo semanario ejemplificado en el caso de José María Pemán. Tenemos el caso de Menéndez Pelayo, historiador de non y prosista pulquérrimo, víctima de un prejuicio de los librepensadores, poco elogiado y menos leído, acusado incluso, por esos anacronismos de que hace tabla rasa el fanatismo de los adalides de la tolerancia, de franquista, pese a haber muerto veinticuatro años antes de la Guerra Civil Española; o el caso de Vázquez de Mella, arrinconado por católico y tradicionalista, pese a ser uno de los primeros políticos españoles, si no el primero, en defender el sufragio universal en tiempos no tan remotos en que la izquierda en España, la misma que hoy se adjudica la defensa de la mujer desde tiempos impetérritos, le negaba el voto. Los ejemplos se me caen de las manos, y por consideración al lector evitaré que caigan también aquí como a granel. Pero esta es, sin duda, la razón por la que a muchos poetas mediocres se les ha dado carta de ciudadanía en el Parnaso, en la misma proporción en que a otros grandes poetas, que habían de contarse entre sus naturales, se les ha negado la entrada y el frío de la indiferencia anda cimbreándoles las rodillas por los rincones de la Historia.
Hay también casos, y a uno de ellos en concreto va dirigido este escrito, en que se producen apropiaciones indebidas. Cuando la importancia de un autor es tan crucial y tan incontestable en la historia de la literatura, surgen forcejeos entre ideologías políticas opuestas, y en muchas ocasiones, la tozudez de una de ellas acaba por hacer cambiar al poeta de inclinación política post mortem auctoris. Es el caso de Gustavo Adolfo Bécquer, figura insoslayable en la historia de la poesía española, autor de las Rimas y leyendas, obras publicadas en conjunto póstumamente, y cuya ausencia dejaría en la literatura española un vacío tan grande como extraño. Siempre fue de sobras conocido que el poeta sevillano era monárquico, católico y tradicionalista, pero siempre corrió paralela a esa certeza una resistencia contra esa imagen. Poco o nada puede hacerse contra la evidencia de los hechos, pero en el caso de Bécquer, un hecho aparentemente secundario fue decisivo para que esa resistencia ganara adeptos.
El retrato de Bécquer realizado por su hermano Valeriano es una imagen icónica de nuestro país y un paradigma del poeta romántico. Su expresión ligeramente altiva, su cabello huracanado, su mirada misteriosa, ofrecen la esperanza de un alma atormentada y la imagen de poeta maldito que tanto gusta a muchos. ¿Cómo conjugar, entonces, esa imagen con su verdadera vida y pensamiento? Una persona con sentido común respondería que se conjuga con el sólo hecho de evitar la caricaturización y los tópicos referentes a las personas de ideología tradicionalista, convenciéndose de que no hay modelos físicos exclusivos de ciertas ideologías. Pero las personas a las que les escasea ese sentido, que creen en un Bécquer apócrifo, un personaje creado a la carta y al gusto del consumidor, responden que no hay que conjugar la vida de Bécquer con su retrato, sino que es la vida de Bécquer la que debe adaptarse a su retrato. ¡Prodigio de la historiografía, que amolda los datos a los prejuicios, y no los juicios a los datos! Si un tipo tal de historiador me preguntara por mi vida, y le contara que soy católico, apostólico y romano, y mi imagen no coincidiera con lo que él se representa como tal, me respondería que respeta mi opinión sobre mi vida, pero que lamenta tener que desmentirme. Más: si ese tipo de historiador se encontrara con el mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer, el cual le desmintiera la imagen que se había formado de él, le contestaría que su vida le parece interesante, pero que prefiere esperar a que saquen la película. Espejo de los historiadores monomaníacos progresistas, que montan puzzles armados de tijeras para meter en vereda las piezas rebeldes.
En 1991 estos defensores del Bécquer apócrifo estuvieron de suerte, ya que la publicación de un álbum satírico, que había salido a la luz de forma clandestina presumiblemente en 1868, les daría ese toque de credibilidad que estaban necesitando. El álbum en cuestión no es otro que el llamado Los borbones en pelota, una de esas publicaciones tan demandadas hoy en día, en las que bajo la excusa de la sátira política se da rienda suelta a la obscenidad más depravada. En este caso, era la crítica a los borbones y a ciertos personajes eclesiásticos y políticos del momento la excusa perfecta para presentar al público una pornografía aberrante que de otro modo no hubiera tenido un pretexto para llegar al público. Esta publicación estaba firmada por el seudónimo SEM, y como los hermanos Bécquer habían firmado así algunas de sus primeras colaboraciones, la edición de 1991 no dudó en adjudicar a ellos la autoría.
Ahora bien; era conocido, y se ha señalado después por expertos Bécquerianos que salieron al paso de dicha adjudicación, que el seudónimo SEM fue utilizado por varios periodistas de la época, y así lo confirman las publicaciones que bajo esa misma firma siguieron apareciendo tras la muerte de los hermanos Bécquer. Si se añade a ese importante dato la conocida inclinación política del poeta, el carácter benévolo y poco dado a la crítica mordaz que fue descrito por sus más allegados, y el hecho de que uno de los satirizados en dicha publicación, el ministro de la gobernación Luis González Bravo, era amigo personal y protector del poeta (Bécquer trabajó como censor de novelas gracias a él), cualquier persona imparcial en la controversia concluiría que un seudónimo colectivo no es suficiente para contrarrestar las incongruencias que la hipótesis de dicha autoría trae consigo.
Habiendo otras personas conocidas en la época por su crítica descarnizada a la monarquía y a los que poder asociar con la firma SEM, como es el caso de Francisco Ortego Vereda, republicano radical y humorista gráfico de semejante mal gusto, ¿qué necesidad había de involucrar a Bécquer con pruebas tan escasas e insuficientes? El antiguo billete de mil pesetas en el que aparecía el retrato del poeta respondería a esta pregunta de una forma más gráfica de lo que yo pueda pintar. Lo cierto es que a Francisco Ortego Vereda no lo conocían ni en su casa, mientras que el nombre de los Bécquer, impreso en la portada de la primera edición de ese álbum, garantizaba el éxito de ventas de esas y posteriores publicaciones. Después, como es natural, la defensa de la autoría se pudo llevar a cabo a base de sofismas historiográficos, tanto más cuanto que, para mayor oportunismo, la publicación llegaba por esas fechas en que el mundo giraba ya sobre el dedo de la posverdad, aunque faltaran algunas décadas para que el neologismo llegara a nombrarlo. Hoy, cuando esa enfermedad ha llegado a su acmé, cuando cualquier insinuación es tomada como verdadera por el hecho de ser morbosa, y cuando la mayoría de medios de comunicación sufren la icteria del amarillismo, no es de extrañar que la autoría de Bécquer en Los borbones en pelota se dé por supuesta en casi todas las publicaciones digitales que hacen referencia al álbum, y que como mucho en algunas de ellas, por no sé qué reminiscencia de rigor documental y decencia, añaden alguna nota, residual y sucinta, en la que informan de la controversia y, por lo tanto, de la posibilidad de que no fuera el poeta sevillano el autor o colaborador.
Poco importa. El retrato de Bécquer, su leyenda, y el deseo de asociar esa imagen a la del revolucionario, suplirán cualquier vacío e incongruencia que los disocie, y la velocidad y propagación de los nuevos medios, en los que la mentira tiene un altavoz para su verborrea, extenderán la falsa información, pasando a engrosar el número de bulos y deformaciones históricas que han pasado de estraperlo del chisme a la Historia oficial. Bueno es, ya que Bécquer no está aquí para defenderse, que cite el extracto de una carta del poeta al director de un diario de la época, en la que desmentía su participación en una revista satírico-política llamada Doña Manuela ante los rumores que lo situaban en la dirección de la misma, y tánto más parece apropiado al caso cuanto que la revista de cuya dirección se desvinculaba no llegaba a la virulencia y ordinariez de esta otra que se le ha adjudicado después de muerto.
" Abrigo la esperanza de que ninguna de las personas que me conocen darán crédito a un falso rumor que me perjudica, cargándome con la responsabilidad moral de escritos cuya índole condeno y cuyo género repugna a mi carácter".
No es el de Bécquer un caso excepcional. En España especialmente existe, desde que fue despojada de su verdadero carácter e invadida por el absolutismo de la progresía, desde que la modernidad le importó una ideosincrasia de segunda mano y condujo a la disyuntiva simplista y ramplona de la izquierda y derecha políticas, una tendencia enfermiza y grotesca a la deformación de la biografía de sus más grandes escritores. Nadie en Argentina intenta convencer a los demás de que Borges era demócrata; nadie en Inglaterra se propone defender la tesis de que Chesterton no era católico, a pesar de la incorrección política que supone; nadie en Francia quiere hacer creer al mundo que Joseph de Maistre era republicano y anticlerical.
Sólo en España la obstinación más fanática intenta reconvertir a sus grandes escritores después de muertos, y sólo el pudrirero intelectual a que son sometidos sus ciudadanos por medio de una educación cribada y regurgitada en el gaznate de la masonería, es capaz de hacerlo creer a pies juntillas.
Por lo demás, no alcanzamos sino a ver algunos de los resultados de la componenda entre la poesía y la política. ¿Cuántos grandes poetas habrán dejado de llegar a nuestro conocimiento, cuántos no llegarán jamás, por la intromisión de la política en la poesía, y de ésta en aquélla. Pero ellas siguen impávidas su camino; y si al volver la vista hacia atrás quedamos enceguecidos por la niebla del tiempo, al volverla hacia adelante esa niebla cuaja en pared, de modo que, emparedados en la Historia, no alcanzamos a ver que hay detrás. Pero la política y la poesía siguen sus pasos allende los siglos.
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