Poética fluvial

Por Avellanal

Entre Ríos, mi provincia, ha sido, dentro de la geografía nacional, una tierra que ha hecho aportes trascendentes para las letras argentinas. El abanico de autores nacidos o arraigados en la provincia es amplio, variado y abarcativo de diversos géneros. Existen, indudablemente, nombres insoslayables que vienen de forma automática a la memoria, como el de los poetas Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi, Guillermo Saraví y Alfonso Sola González, por nombrar sólo a unos pocos que cubrieron un período que consiguió elevar la lírica local a niveles de una calidad indiscutida.Y claro, no olvidemos tampoco que Jorge Guillermo Borges, el responsable de la formación literaria de su hijo Georgie, también nació en estas tierras de caudillos y pescadores.

Esos poetas y narradores, como Fray Mocho, Martiniano Leguizamón, Delio Panizza y otros, jalonaron la historia de la literatura entrerriana durante largo tiempo y con una vigencia que permanece. Hubo constantes dentro de las líneas temáticas de muchos de ellos: nuestra historia, nuestra geografía y la permanente nostalgia por el edén perdido, marcan los temas que directa o indirectamente transitan muchos de nuestros ilustres antepasados. Los combates intestinos, la mitología del heroísmo y muerte de Pancho Ramírez, las luchas urquicistas, los levantamientos como el último grito del federalismo de Ricardo López Jordán, a lo que se deben unir épicos y legendarios luchadores como Velázquez, han logrado que la imaginación de los escritores vuelquen sus preferencias por el rescate histórico.

El paisaje entrerriano, naturalmente, es otro de los elementos esenciales en las letras de nuestros escritores. Los grandes ríos que convierten a nuestra provincia en una gran hembra fluvial; los mil surcos de agua, los arroyos, lagunas y esteros, el delta y las islas, son elementos que motivan, junto con las colinas y elevaciones que se encuentran en la topografía que nos enseñaban en el colegio. Y los médanos y aridez que muestra Manauta en Las tierras blancas o María Esther de Miguel (la primera comprovinciana que recuerdo haber leído) en La hora undécima. El drama de las crecientes y la lucha por subsistir de los habitantes de las islas es magistralmente reflejado por la misma autora en algunos cuentos de Los que comimos a Solís o en El país de los chajás de Martín del Pospós.

Esas vivencias componedoras de la entrerrianía marcan a nuestros escritores de una manera indudable. Y, pese a las nuevas voces que brotan, observo que hay persistencias en cuanto a los temas (no debería dejar de mencionar a la malograda Celeste Mendaro, quien, con su última novela, rompió en algún modo con la tradición novelística entrerriana, acercándonos una obra por demás valiosa, con reminiscencias, desde estos pagos, de Virginia Woolf). Sucede que, para los entrerrianos no es sencillo desprendernos de los cauces de agua como marco, ni mucho menos dejar de lado la tensión política surgida en estas tierras e indisolublemente ligada a la gran historia argentina. De lo contrario, que lo explique Juan L. Ortiz: 

Regresaba
-¿Era yo el que regresaba?-
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!