Este gesto se tiene casi unánimemente como una muestra de profunda humildad.
La historia de este cardenal es interesantísima, pero ni me la sé lo suficientemente bien ni creo que este sea el mejor sitio para contarla. Tan solo diré que pasó sus últimos años en Toledo como en una especie de retiro forzado. (Bueno: de arzobispo, que no está nada mal). Quien había tenido gran poder e influencia política en la corte jugó mal su última carta y fue relegado a un puesto muy digno y muy cómodo, pero inofensivo. A muchos ya nos gustaría vegetar tranquila y plácidamente en un lugar agradable y no tener problemas ni apremios en nuestra vida, pero a quien ha sido un águila y un trueno esa perspectiva no le resulta nada halagüeña.
El caso es que sus antecesores se habían hecho enterrar en la catedral con bustos e inscripciones que ponderaban sus vastas virtudes y grandes títulos y honores -una actitud verdaderamente muy poco cristiana, pero muy habitual y extendida-. Especialmente el cardenal Mendoza, dos siglos antes, se había hecho un sepulcro que era casi como una catedral dentro de la catedral.
Contra ello, Portocarrero se mandó hacer esa lápida en la que ni siquiera aparece su nombre. "¿Quién está ahí enterrado?", se pregunta el visitante. "Polvo, cenizas y nada", le responde la lápida.
Pero no es así. En Toledo todo el mundo sabe que esa es la tumba de Portocarrero, las audioguías lo cuentan, los libros para turistas lo ponderan. Qué bueno, qué noble, qué humilde y qué cristiano fue este cardenal y arzobispo.
Sin embargo, algunos degenerados notamos un tufillo de todo lo contrario. En medio de tantas tumbas con tantos nombres que ya no recuerda nadie y que nadie se molesta ni siquiera en leer, todo el mundo para y repara en la tumba del humilde, el único que compite con el cardenal Mendoza, y que en muchos sentidos lo vence.
(Aparte de que ese gesto no tiene por qué demostrar una encomiable humildad, sino más bien una viveza y una picardía preclaras: ¿Si uno es creyente qué le interesa más: impresionar a los futuros visitantes de la catedral o quedar de lujo ante el Jefe Supremo?)
No sé si lo hizo a propósito (de tonto no tenía ni un pelo), pero el caso es que consiguió que los toledanos aún le admiren y aplaudan su gesto. Y, desde luego, como he dicho, aunque en la tumba no venga su nombre todos lo conocen.
Por si queréis ver la lápida, está frente a la capilla de la Virgen del Sagrario o capilla del Santísimo, un lugar especial en el que muchos arzobispos dispusieron ser enterrados. (En lenguaje eclesiástico diríamos que en esa capilla hay overbooking de arzobispos).
En definitiva, ¿lo del cardenal Portocarrero fue auténtica humildad o postureo y reelaborada soberbia? Ni siquiera su lápida fue una idea original, sino una copia al pie de la letra de la que había dictado treinta y ocho años antes el cardenal Antonio Barberini en Roma.
Todo esto tenía que haber sido una ligera introducción al tema de esta entrada: la humildad, el anonimato de la arquitectura, su carácter de servicio público y social frente al (supuesto) ego de los arquitectos...
Ese arquitecto minimalista que huyendo de todo atisbo de expresionismo y de formalismo diseña un umbral que es un puro perfil industrial de acero laminado HEB embutido en una pieza cajeada de hormigón, sin más. Pura sencillez y humildad. Pura desnudez cartuja. Ah, claro, que hacer esa pieza -hacerla bien, pura, perfecta, sin juntas, sin rebabas, sin gurullos- cuesta el producto interior bruto de Croacia. Pero eso ya es otra cosa. Eso ya no entra en este negociado.
El caso es que no me he medido bien. Soy excesivamente locuaz (vamos: un bocazas) y ya no me cabe lo que quería contar, así que...
TO BE CONTINUED.