Hacer la maleta mientras escucho un buen podcast se ha convertido en una tradición desde hace varios años. Consigo ser más efectiva en ambas cosas y, de alguna manera, es un preludio del verano que me da buena suerte. Como cuando un músico hace una extraña maniobra antes de un concierto y ya no sabe salir a cantar sin repetir la rareza. Maleta y podcast. Mi binomio.
En un folio doblado por la mitad donde tengo anotada la interminable lista de lo que quiero llevar, voy tachando según avanzo y giro el papel de vez en cuando para apuntar por detrás algo que acabo de escuchar en el podcast y que por nada del mundo quiero olvidar. Qué bueno esto que ha dicho. Que no se me olvide, voy a pensar mucho en ello los próximos días. Sigo anotando frases, referencias, ideas que pasan por mi cabeza mientras escucho.
Continúo con la maleta de manera metódica, con la misma solemnidad de quien monta un mueble de Ikea sabiendo que la falta de concentración supondrá un excedente dudoso de piezas. Me llevo el móvil conmigo por la casa porque no quiero parar el podcast. Me preparo un café, reviso por encima mis redes sociales y continúo. Anoto más cosas en el reverso del papel.
Termina mi programa y cierro la maleta. Hay muchas decisiones contenidas en esa hora y media. Un vestido que se queda y un pensamiento que se va. La última oportunidad que das a esas gafas que apenas usas o a ese proyecto que no acaba de salir. El botón de stop y el cierre de la cremallera son determinantes. Punto y aparte, que ahora necesito silencio. Salgo de viaje y guardo en el bolso ese papel lleno de tachones por un lado y de frases liberadoras por el otro. Me convenzo de que, cuando llegue, lo pasaré a limpio a mi libreta. Porque es algo que no quiero olvidar por nada del mundo, me vuelvo a recordar.
Llego a mi destino y deshago la maleta de inmediato. El papel se muda a la bolsa de la playa y se convierte en el marcador del único libro que he decidido llevarme. Termino el libro y alguien me pide un trozo de papel para anotar el teléfono de un restaurante y arranco la única esquina que aún está inmaculada. En la habitación del hotel me pongo un vaso de agua muy frío y lo apoyo sobre mi arrugada hoja, a falta de posa vasos. Un cerco redondo y húmedo enmarca alguna frase, la desdibuja.
La maleta de vuelta no requiere lista. Tampoco podcast. Me olvido del papel, que siempre acabo por perder. También me olvido de las frases, de lo importante que no debía olvidar.
Pero un día abro la cartera, en busca de algún ticket que debía conservar o de la milésima tarjeta de cliente de algún establecimiento y aparece ahí doblado, agazapado, pero resistiendo. Me pregunto si hay cosas que, por mucho que malogremos, abandonemos o incluso creamos haber perdido, están destinadas a quedarse porque no se pueden olvidar por nada del mundo.