La educación (la paideia, como decía Aristóteles) es lo que permite al niño convertirse en un adulto, en un ciudadano, en una persona. Lo que nos da los medios de reafirmarnos y de resistir a las tentativas de colonización mental. En lo esencial, en las sociedades modernas, la educación pasa por una institución, la escuela. Esta última fue objeto de una crítica feroz, la de Ivan Illich que sigue de actualidad, “la mayoría, escribe, aprende en la escuela no sólo a aceptar su suerte, sino también a ser servil”.
En cuanto al fracaso escolar, inscrito en la lógica de la institución, éste representa “el aprendizaje de la insatisfaccción”. “Las escuelas, señala de nuevo Illich, forman parte de una sociedad en la que una minoría se está volviendo tan productiva que se tiene que formar a una mayoría para consumir disciplinadamente”. Para Illich, la conclusión se impone: hay que “desescolarizar” a la sociedad. ¿Pero cómo lograrlo si los mismos educadores han sido mal educados?
Hannah Arendt, en sus ensayos sobre la educación y la formación, demuestra la enorme responsabilidad de los adultos en la educación y la formación. Ella dice que tenemos que ser lo suficientemente tradicionales en la educación para permitir a nuestros niños ser revolucionarios. Es evidente que si quiero impedir autoritariamente a mi hijo ir a un McDonalds, él irá corriendo y ¡tendrá razón! Nuestro sistema educativo humanista era, a fin de cuentas, un modo de formación bastante bueno. No tendríamos que avergonzarnos de él. Salvo al constatar una contradicción entre esta formación y el ejemplo que damos a nuestros niños, a saber, la bulimia de consumo en un mundo totalmente colonizado por la telebasura. No nos puede sorprender, en estas condiciones, que estén tan impregnados por la ideología de la uniformización y del consumismo.
El mundo que legamos a nuestros hijos y por el cual están “fabricados” se encuentra desgarrado por la violencia, las guerras, una competencia económica sin piedad; en resumen, es un mundo profundamente “desequilibrado”. La mayoría de nuestros contemporáneos están ellos mismos desequilibrados, así que ¿cómo podrían “fabricar” hijos sanos y “normales”? ¿Cómo puede coexistir la ética de la guerra económica a destajo con la ética de la solidaridad, de la gratuidad y del don, que debería fortalecer a un mundo fraternal? ¿Con el rigor ciudadano y la igualdad que implica el Estado democrático? ¿Cómo, por ejemplo, vamos a educar a nuestros niños y a “fabricar” los futuros agentes de la sociedad del mañana? ¿Cuál de estas dos morales -la de los valores dominantes o la de la alternativa decreciente- veremos, oiremos y someteremos a la votación de las audiencias televisivas y radiofónicas?
“A los tres años, señala François Brune, consumimos el producto como un mundo, a los treinta años, consumimos el mundo como un producto”.
continuará…..
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